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La especulación irresponsable sobre el infierno ha hecho que discutir la doctrina sea considerablemente más difícil con los años. Ya se trate de las descripciones vívidas del Infierno de Dante o sermones de avivamiento sobre el “fuego del infierno y azufre”, es frecuente dar la impresión de que debemos ir más allá de la descripción bíblica para alertar a las personas para evitar un lugar tan terrible.

El problema aquí es que el infierno, en lugar de Dios, se convierte en el objeto de temor. Pero considera la sobria advertencia de Jesús:

“No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; más bien teman a Aquel que puede hacer perecer tanto el alma como el cuerpo en el infierno”, Mateo 10:28.

El infierno no es horrible debido a supuestos implementos de tortura o su temperatura. (Después de todo, es descrito de diversas maneras en las Escrituras como “tinieblas de afuera” y un “lago de fuego”). Cualquiera que sea la naturaleza exacta de este juicio eterno, en última instancia es horrible por una sola razón: Dios está presente.

En última instancia, el infierno no se trata del fuego, sino de Dios presente como Juez.

La Presencia de Dios

Esto suena extraño para aquellos de nosotros familiarizados con la definición del infierno como “separación de Dios”, y el cielo como un lugar para aquellos que tienen una “relación personal con Dios”. Pero las Escrituras no hablan en estos términos. Muy por el contrario: si leemos la Biblia cuidadosamente, concluimos que toda persona, como criatura hecha a imagen de Dios, tiene una relación personal con Él. Por lo tanto, después de la caída, Dios está ya sea en la relación de un Juez o un Padre con sus criaturas.

Y Dios, quien está presente en todas partes, en todo momento, estará siempre presente en el infierno como Juez.

Y así como el cielo no es puramente futuro, sino que está irrumpiendo en el presente a través del Reino de Dios, el infierno, también, está irrumpiendo en el presente:

“Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres, que con injusticia restringen la verdad. Pero lo que se conoce acerca de Dios es evidente dentro de ellos, pues Dios se lo hizo evidente”, Romanos 1:18-19.

La humanidad impenitente no tiene excusa (v. 20). Sus conciencias torturadas los llevan a erradicar completamente de sus mentes el pensamiento de Dios, pero no pueden eludir la revelación de su ira.

En última instancia, el infierno no se trata del fuego, sino de Dios. Cualquiera que sea la naturaleza exacta de los castigos físicos, el verdadero terror que espera a los impenitentes es Dios mismo y su ineludible presencia para siempre con su rostro puesto contra ellos.

Pablo habla de ser excluidos “de la presencia del Señor” en 2 Tesalonicenses 1:9. Al mismo tiempo, se nos dice en Apocalipsis 14:10 que cualquiera que reciba la imagen de la bestia “será atormentado con fuego y azufre delante de los santos ángeles y en presencia del Cordero”. Estos versos se reconcilian mejor, en mi opinión, reconociendo que el juicio consiste en ser excluido de la presencia de Dios como fuente de toda bienaventuranza, pero no del omnipresente señorío de Dios.

Un día no tendremos problemas con el castigo eterno; tendrá perfecto sentido.

La belleza de la justicia

Una consecuencia de nuestro continuo estado de pecaminosidad es que simplemente no entendemos la belleza de la santidad, la rectitud, y la justicia de Dios, y la equidad última de estos atributos con su amor. Pero un día no tendremos problemas con el castigo eterno; tendrá perfecto sentido. No tenemos derecho, en nuestra condición actual, a defender la doctrina del castigo eterno de maneras que sobrepasen las Escrituras o reflejen un deleite perverso en la condenación.

Puesto que Dios no se deleita en la muerte de los impíos, tampoco nosotros podemos. El infierno es tanto la reivindicación de la justicia de Dios como el requisito previo para la restauración de su creación. Pero también es una tragedia que grabará para siempre el horror de la rebelión humana.

La maravilla de la justificación

Dios justifica a los impíos: esta es la sorprendente afirmación contra-intuitiva que distingue al cristianismo de cualquier otra religión. En cualquier defensa de la doctrina tradicional, debemos hacer saber a nuestro compañero de conversación que, a diferencia del terrorista “Allah”, Dios “de tal manera amó al mundo que dio a su Hijo unigénito” (Jn. 3:16) para la salvación de todo creyente. El Islam no tiene conceptualizados la caída, el pecado original, o la imposibilidad de alcanzar la justicia mediante las buenas obras, y, por consiguiente, no sabe nada de justificación, santificación, y mediación redentora.

Para el Islam, es simple: las personas buenas van al cielo; las personas malas van al infierno. Es la autosalvación de principio a fin. En las versiones subcristianas, la “buena noticia” es que los pecadores pueden ser parcialmente salvos y condenados; pueden expiar al menos algunos de sus pecados por su propio sufrimiento. Pero la buena noticia que resuena de las páginas de las Escrituras es que Dios justifica a los impíos que depositan su confianza en Cristo y encuentran a Dios como un amigo reconciliado ahora y para siempre.


PUBLICADO ORIGINALMENTE EN THE GOSPEL COALITION. TRADUCIDO POR FELIPE CEBALLOS ZÚÑIGA.
Imagen: Lightstock.
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