En mi adolescencia, era un insulto escuchar la palabra “fracasaste” acompañada de un gesto frío. Escuchar “hoy sí lo hiciste bien”, junto a un abrazo, era un alivio. Esto marcó mi vida de una manera profunda. Más de lo que yo creía.
Reconocer que había hecho algo bien aumentaba mi ego, pero solo momentáneamente. Siempre estaba la probabilidad de que quizá había tenido “buena suerte”. Mientras tanto, fracasar afectaba mi identidad en cómo otros y yo misma me veía.
Esto fue así hasta que llegó un momento en mi vida en que me di por vencida. Entendí que jamás quedaría bien con los estándares de alguien más. Mi corazón sacó a luz la rebeldía que siempre tuvo adentro. Entonces me esforcé más para probar que no solo era capaz de hacer todo lo que yo quisiera, sino que también yo “era la mejor”.
Me coloqué estándares según los de este mundo acerca de qué significa tener éxito. No conocía el evangelio, así que yo era mi propio dios, y tenía mi propia ley. Mis obras se convirtieron en un termómetro para mí misma de lo que estaba bien o mal, en medio de las demandas de un mundo materialista que no perdona pero que, como Satanás, hace promesas que lucen atractivas, solo para enredarte y luego destruirte.
De esa manera abracé un legalismo y seguí apartada de Dios. Hoy entiendo que esto sucede cuando no entendemos el evangelio.
Una adoración incorrecta
Desde que el pecado entró en la humanidad, nuestra adoración se tornó a lo creado y no a Dios (Ro. 1:25). Esto es rebeldía, un problema de idolatría que produce una identidad equivocada, una que vive para cumplir sus propios estándares —o los de los demás— para sentir la aprobación de otros. La idolatría es una ladrona de la gloria que le pertenece a Dios.
Cristo nos amó, perdonó, y por su gracia nos aprobó a través de la fe en la obra perfecta de la Cruz.
Desde la caída, buscamos a quién o qué adorar aparte de Dios. Así es como llegamos a adorarnos a nosotros mismos. Nos sentimos satisfechos con nosotros mismos debido a que tenemos pensamientos egocéntricos que se rigen por lo que sentimos, y por lo que otros dicen de nosotros.
Entonces, fallar o no fallar se vuelve parte de nuestra identidad. El fracaso revela lo necio que es cuando nos idolatramos. Fallar es doloroso porque trae una sensación de impotencia, de vergüenza, de enojo, y de ego herido.
Según este mundo, a menudo el que falla es malo, y el que no falla es bueno, sin tomar en cuenta las motivaciones ni a quién se desea agradar. Además, la idea de que “fallar es de humanos” se ha vuelto una excusa para justificar una acción pecaminosa, o para no lidiar con ella y sus consecuencias. Cuando no hay arrepentimiento, el fallar se tratará de ti solamente, incluso si conoces en teoría la verdad del evangelio, pero no sigues esa verdad.
Cristo venció, y su éxito es nuestro
La buena noticia del evangelio es que no necesitamos ser exitosos a los ojos del mundo para tener una identidad firme y vivir en paz. Los creyentes hemos sido “sido hechos completos en [Cristo], que es la cabeza sobre todo poder y autoridad” (Col. 2:10).
Cristo sufrió las penalidades que yo debía sufrir; me vino a rescatar de vivir esclava de mis propios estándares, de los del mundo, y de los de cualquier otra persona. También hizo esto por ti. Cristo nos amó, perdonó, y por su gracia nos aprobó a través de la fe en la obra perfecta de la Cruz. ¡Qué hermosa respuesta de Dios! Tener un Salvador perfecto nos libra del poder del pecado, y entonces podemos resistir los deseos de este mundo, porque la aceptación que tenemos en Dios es suficiente.
Los fracasos son oportunidades para recordar que vivimos en un mundo quebrado y violentado por el pecado, y que tenemos un corazón idólatra y egocentrista que siempre quiere que sus deseos se cumplan. Fallar nos recuerda que en última instancia no tenemos el control de nada, y que por nosotros mismos somos débiles ante tentaciones y engaños.
Los fracasos son oportunidades valiosas para recordar que nuestra identidad no está en nosotros, sino en Cristo.
Pero ahora, cuando fallamos, nuestra identidad no se cae a pedazos, porque sabemos que en medio de eso Dios está obrando para hacernos como Cristo (Ro. 6:22). Los fracasos son oportunidades valiosas para recordar que nuestra identidad no está en nosotros, sino en Cristo. Son momentos para recordar que somos amados infinitamente por el Dios de gracia. Podemos correr a un Dios que es fiel y justo para perdonar (1 Jn. 1:9).
Nuestras fallas representan oportunidades para recordar que jamás podremos cumplir los estándares de nadie, y que Jesús ya cumplió por nosotros el mayor estándar de santidad delante de Dios. Podemos vivir en humildad y seguridad a la vez. ¡Y esto nos guarda del legalismo también! Nuestros éxitos tampoco constituyen nuestra identidad.
Sin embargo, nuestro problema al respecto es que a menudo olvidamos que Cristo venció por nosotros. Olvidamos que su amor y poder para sostenernos no cambia, porque Él no cambia (Stg. 1:17). Si Cristo no hubiera vencido, cada vez que fallamos no tendríamos esperanza ni podríamos crecer más en Él.
Dios juzga al impío y rescata al piadoso, no al perfecto. Aunque somos responsables por nuestros fracasos y pecados, y debemos arrepentirnos de nuestras transgresiones, la Palabra nos enseña que Dios es soberano sobre todas esas cosas. Él permite nuestros fracasos en parte porque, en medio de ellos, podemos glorificarle cuando nos sostenemos de su obra, al recibir una nueva identidad en Cristo.