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Desde hace varios años, el mundo no ha dejado de hablar sobre la inteligencia artificial y el peligro que enfrentamos si los grandes modelos de lenguaje (LLM, por sus siglas en inglés) escapan de la supervisión humana o evolucionan hasta convertirse en entidades autónomas que superen a los humanos en casi todo. Los expertos de la industria están alarmados, y algunos reconocen que ya tenemos dificultades para comprender los procesos de razonamiento de estas máquinas. Otros advierten sobre escenarios aterradores que parecen de ciencia ficción: robots sintientes que recurren al engaño o al sabotaje con fines destructivos.

Al considerar varios escenarios apocalípticos, encuentro algunos plausibles, por ejemplo, que los errores de la IA puedan desencadenar inadvertidamente un conflicto nuclear, pero me mantengo escéptico ante quienes predicen una transformación rápida y total de la sociedad en solo un par de años. El camino más probable seguirá el patrón de otros avances tecnológicos que hemos visto en la historia: cambios profundos en industrias y economías que dejan obsoletos algunos trabajos mientras crean otros nuevos.

¿Qué le hará la IA a nuestra humanidad?

Lo que capta mi atención es una pregunta antropológica más profunda: no «¿Qué hará la IA?», sino «¿Qué nos hará la IA a nosotros?». Al hacer esa segunda pregunta, no estoy imaginando batallas al estilo de Terminator con robots hostiles. En cambio, me pregunto sobre los efectos sutiles de la IA en nuestra humanidad. ¿Cómo moldearán estas tecnologías nuestra comprensión de nosotros mismos y de los demás? ¿Cómo podrían alterar la percepción que tenemos de nosotros mismos como criaturas hechas a imagen de Dios?

Uno de los grandes peligros de la IA es que las personas reales, de carne y hueso, nos parezcan cada vez más aburridas

Una vez que la inteligencia artificial simule de forma convincente nuestras palabras, emociones e incluso nuestra corporeidad, ¿qué quedará que sea únicamente humano? ¿Valoraremos la vida humana más que la de un robot sintiente, por impresionante que sea su habilidad para imitar nuestro comportamiento? Desde la revolución industrial, nos hemos descrito cada vez más con un lenguaje mecánico, una tendencia que se ha acelerado en la era de Internet. ¿Cómo cambiará la comprensión de nosotros mismos una vez que la IA difumine aún más las distinciones entre robots y humanos? A medida que las máquinas se parezcan más a los humanos, ¿nos volveremos los humanos más parecidos a las máquinas?

Aburrimiento mutuo asegurado

He estado reflexionando sobre este desafío en conversación con algunos de mis colegas en el Keller Center for Cultural Apologetics (Centro Keller para la apologética cultural), incluyendo a Chris Watkin, autor de Biblical Critical Theory [Teoría Crítica Bíblica]. Recientemente, Chris ofreció una analogía sorprendente: durante la Guerra Fría, vivimos bajo la sombra de la destrucción mutua asegurada (mutual assured destruction; MAD, por sus siglas en inglés), un equilibrio aterrador donde la paz no dependía de la buena voluntad, sino de la certeza de que la guerra significaba la aniquilación mutua.

Hoy, dice Chris, nos enfrentamos a la amenaza del MAB: (mutually assured boredom) el aburrimiento mutuo asegurado. El gran peligro es que las personas reales, de carne y hueso, nos parezcan cada vez más aburridas. Ya es un hecho que muchas interacciones humanas ordinarias —llenas de rarezas, molestias y complejidades— luchan por competir con el entretenimiento incesante de nuestros dispositivos. La IA promete ampliar exponencialmente nuestras opciones de distracción, alejándonos aún más de las relaciones auténticas, pero esta vez al imitar con éxito la conversación humana.

El verdadero peligro de nuestra era no es la hostilidad robótica, sino el desinterés humano. No robots con mente, sino personas sin corazón

Para ser honesto, los escenarios apocalípticos que se debaten en los pódcast me preocupan menos que los testimonios que leo de personas que prefieren conversar con un chatbot antes que hablar con sus hermanos, o que confían más en los algoritmos digitales para recibir consejo que en sus pastores, o que encuentran las fantasías en línea más atractivas que la complejidad de las relaciones románticas reales. La era de los teléfonos inteligentes ya ha traído una cascada de consecuencias: el desplome de las tasas de natalidad, menos interacciones en el mundo real, el aumento de la soledad y —quizá lo más preocupante— una pérdida de la habilidad social, al punto que ya no sabemos cómo iniciar o mantener amistades cercanas.

Esta dinámica también se filtra en la vida de la iglesia. Es fácil para los cristianos sentirse aburridos o decepcionados por sus compañeros creyentes en una congregación local e imaginar que un crecimiento espiritual más rico y una comunidad más profunda podrían encontrarse principalmente a través de sermones en línea, espacios digitales o aplicaciones impulsadas por IA. Con el tiempo, perdemos de vista a los santos comunes en nuestras iglesias, las personas que Dios ha puesto en nuestras vidas, porque a menudo pueden parecer tan tediosos o poco interesantes en comparación con las alternativas digitales.

Recuperar el asombro por nuestro prójimo

El verdadero peligro de nuestra era no es la hostilidad robótica, sino el desinterés humano. No robots con mente, sino personas sin corazón.

Cautivados por las simulaciones digitales, nos aburrimos de los inmortales que nos rodean, aquellos que portan la imagen de Dios. G. K. Chesterton dijo: «El mundo nunca morirá de hambre por falta de maravillas, sino solo por falta de asombro». Nuestra época ofrece innumerables maravillas. Lo que falta es nuestro asombro, especialmente nuestro sentido de admiración ante la gloria de los seres humanos comunes y corrientes: aquellos con los que vivimos, comemos, trabajamos y adoramos.

Simone Weil describió una vez la atención como «la forma más escasa y pura de generosidad». En medio de un sinfín de distracciones digitales que compiten por nuestra atención, quizá nuestra mayor tentación sea la tacañería: no ser generosos con nuestro tiempo para atender de verdad a los demás. Nos volvemos incapaces o reacios a mirar más allá de los aspectos aburridos e irritantes de las interacciones humanas hasta que erosionamos nuestra capacidad de ofrecer y recibir gracia y amor.

Este problema llega al corazón del evangelio. En comparación con la gloria infinita de Dios, una belleza que pasaremos la eternidad sin terminar de explorar, los seres humanos parecemos insignificantes, simples mosquitos en contraste con la majestad. Sin embargo, las Escrituras nos dicen que Dios está pendiente de nosotros. Reflexiona sobre eso por un momento. El Ser más fascinante se interesa por nosotros, derramando generosa atención y cuidado sobre las criaturas que hizo a Su imagen.

Si elegimos las interacciones algorítmicas por encima de las amistades reales, contribuimos a una pérdida generalizada del amor

Debido a que portamos esta imagen divina, estamos llamados a reflejar la atención de Dios hacia quienes nos rodean. Eso es lo que está en juego en la era de la IA. Si cambiamos las relaciones humanas auténticas —la comunidad de carne y hueso de la iglesia local y la gloriosa invasión de nuestra libertad que toda amistad verdadera implica— por la atractiva eficiencia de la inteligencia artificial, renunciamos al don del amor. Si cambiamos el ver y saborear la presencia de otra persona por ingeniosas combinaciones de palabras e ilusiones digitales de intimidad, traicionamos nuestra humanidad. Si elegimos las interacciones algorítmicas por encima de la belleza desordenada de las amistades reales y el compañerismo de la iglesia, contribuimos a una pérdida generalizada del amor, tan trágica como un mundo devastado por una guerra con robots.

Imagina un mundo de tecnología deslumbrante que nos ofrece riqueza, comodidad y eficiencia, pero nos deja en un páramo sin amor. Ahí es donde nos llevará el aburrimiento mutuo asegurado.

No sé lo que depara el futuro ni qué escenarios apocalípticos relacionados con la IA puedan desarrollarse. Pero sí sé que quiero aferrarme a mi humanidad. Hacerlo requerirá resistir a cualquier estilo de vida o tecnología nueva y brillante que embote nuestro interés —o apague nuestro asombro— por el prójimo que estamos llamados a amar.


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Eduardo Fergusson.
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