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Nota del editor: 

Este artículo forma parte del libro digital: ¿Dónde está tu gloria? Meditaciones sobre la suficiencia de Cristo para tu gozo, un Recurso Coalición escrito por el pastor Gerson Morey. Descárgalo gratis en el enlace.

Pero Tú, oh SEÑOR, eres escudo en derredor mío,
Mi gloria, y el que levanta mi cabeza (Sal 3:3).

La seguridad en la vida debe ser considerada un don de Dios. No hay por qué negar que es necesaria para el desarrollo y el florecimiento de una sociedad. Los padres proveen ambientes seguros para que sus hijos crezcan sanos y estables; los gobiernos deben legislar de manera que hagan posible la vida civil y garanticen la protección de los ciudadanos; las escuelas apuntan a tener espacios seguros para el aprendizaje y el desarrollo social de sus estudiantes. La seguridad es algo bueno, legítimo y necesario.

Sin embargo, sentirse seguro se ha convertido en una obsesión en nuestra cultura actual, a tal punto que nuestra sociedad demanda vivir sin molestias, contratiempos ni amenazas a su comodidad e intereses.

Podemos descansar en que Dios es la fortaleza que nos guarda. Él cuida de los Suyos

Este rasgo cultural se hace evidente en el papel preponderante que tiene la aspiración por la seguridad en nuestras decisiones. Buscamos escuelas seguras para nuestros hijos, nos mudamos a barrios o ciudades seguras, compramos seguros de vida, buscamos un trabajo que nos provea el mejor seguro médico, instalamos sistemas de alarmas y cámaras para proteger nuestros hogares, y hasta compramos armas para defender nuestras familias (algunos llegan a adquirir casi un arsenal de guerra). Repito, la búsqueda de seguridad es algo bueno y legítimo, pero como todo en este mundo caído, el pecado lo ha corrompido.

Todo esto debe hacernos reflexionar: ¿Qué nos produce mayor seguridad? ¿Qué cosas, personas o situaciones nos hacen sentir más seguros?

Una vida en continuo peligro

David vivió muchas experiencias de peligro, como vemos en uno de sus salmos: «¡Oh SEÑOR, cómo se han multiplicado mis adversarios! / Muchos se levantan contra mí. / Muchos dicen de mí: “Para él no hay salvación en Dios”» (Sal 3:1-2). Es muy posible que estas palabras hagan referencia a su hijo Absalón, que durante su rebelión lo buscaba para matarlo.

David convivió con el peligro durante la mayor parte de su vida. Sus adversarios eran muchos y una constante amenaza. En muchas ocasiones tuvo que huir y esconderse para salvar su vida. Pero David también conocía al Señor. Él sabía que el Dios de Israel era poderoso y fiel para guardarlo de sus enemigos. Por eso oraba «Pero Tú, oh SEÑOR, eres escudo en derredor mío».

Los hijos de Dios, tenemos una esperanza superior y segura. Podemos confiar plenamente en Su protección y Sus propósitos

Dios era la fuente de su protección y seguridad. El peligro era constante y la amenaza real, pero el Señor era su escudo protector. Por eso también decía del Señor: «Mi gloria y quien levanta mi cabeza». David enfrentaba una realidad que no podía negar, porque sus enemigos eran muchos y cercanos, pero por encima de ellos había otra realidad superior: el Dios que lo cuidaba, su gloria.

Quizá nunca enfrentemos la amenaza de un enemigo que quiera nuestra muerte. La mayoría de los creyentes no enfrentaremos los peligros que tuvo David, pero eso no quiere decir que estaremos libres de toda clase de peligros. Nuestras vidas son amenazadas por otras cosas o circunstancias. La escasez, la enfermedad, un superior o compañero de trabajo, una ley y una situación injusta también son enemigos de nuestra paz.

Sin embargo, podemos descansar en que Dios es la fortaleza que nos guarda. Él cuida de los Suyos y por eso podemos decir junto al salmista:

Los que confían en el SEÑOR
Son como el monte Sión, que es inconmovible, que permanece para siempre.
Como los montes rodean a Jerusalén,
Así el SEÑOR rodea a Su pueblo
Desde ahora y para siempre (Sal 125:1-2).

El ser humano terrenal pone su esperanza en las cosas de este mundo y busca protección en sus propias fuerzas. Su sentido de seguridad viene de fundamentos muy frágiles: una cuenta de ahorros, una pistola, un buen vecindario, un gobierno, un vehículo, un familiar que lo cuida, un seguro de salud, entre muchas otras cosas en la que pone su confianza.

Los hijos de Dios, en cambio, tenemos en primer lugar una esperanza superior y segura. Podemos confiar plenamente en Su protección y Sus propósitos. Fuimos librados del mayor de los peligros: la condena de muerte a causa de nuestros pecados (Col 2:13-14). Por la fe en Cristo, somos perdonados y ahora Dios es nuestro Padre. En Sus manos estamos seguros y nadie nos podrá apartar de Él. Dios es nuestro escudo y nuestra gloria.

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