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Muchos de los que hemos estado en el ministerio por un cierto tiempo hemos visto con tristeza la caída de líderes, a veces en nuestras propias iglesias locales. En otras ocasiones hemos leído las noticias en el ámbito nacional o internacional. Cuando estaba más joven, estas noticias me indignaban, ya que el orgullo en mí no podía ver cómo un hombre que estaba caminando bien con Dios podía tropezar y caer, manchando el nombre del Señor. Pero en la medida en que Dios forma el carácter de Cristo en nosotros, comienzas a entender mejor lo que el apóstol Pablo escribió en 1 Corintios 10:12, “El que cree que está firme, tenga cuidado, no sea que caiga”. Esto no lo causa solo los años en el ministerio, sino por un espíritu de humildad que te lleva a más que entender esta verdad; a llorar por aquellos que han arruinado sus vidas, sus familias, y sus ministerios.

La prueba del tiempo

Desde la antigüedad vemos que muchos hombres que comenzaron bien no terminaron bien. Pensemos en el primer hombre, Adán; en un sacerdote como Elí; en un rey como Uzías; en un apóstol como Judas; o en un compañero de Pablo como Demas. En la historia contemporánea, tristemente, los ejemplos no escasean, pero como muchos de ellos aún viven, preferimos dejar sus nombres en el anonimato.

En las carreras olímpicas, algunas de las marcas son establecidos a cien metros, otras a cuatrocientos, y otras carreras son calificadas como maratones, lo cual implica correr una distancia de 42 kilómetros y 195 metros. Sin ser un experto, conozco que estas carreras se corren de maneras distintas. Si en un maratón iniciamos dando toda la energía como lo hace el corredor de 100 metros, terminaremos descalificados pronto.

Ese es precisamente uno de los errores cometidos por muchos hoy en día. Tenemos una generación que no sabe esperar. Vemos la vida similar al horno de microondas, que nos permite cocinar a la carrera. O el internet, el teléfono, y otras tecnologías que nos permiten comunicarnos al instante. Queremos hacer todo lo que podamos en el menor tiempo posible.

Correr bien hasta el final requiere carácter, y ese carácter se forma a fuego lento a través de las circunstancias de la vida. Tomó entre dos a tres años de discipulado permanente con el mejor maestro del mundo para formar once hombres (excluyendo a Judas). Y al final del entrenamiento, uno lo niega, otro quiere sentarse a la mano derecha, y el otro a la izquierda del líder. Otro más no cree que el Dios hecho hombre había resucitado. Y no olvidemos que el grupo entero abandonó a su Maestro en la hora de su mayor necesidad.

Pasaron 37 años entre el momento en que Dios llamó a Abraham y cuando Él le pidió que sacrificara a su hijo. Abraham no hubiera estado listo antes para hacer tal cosa. Tomó cuarenta años para formar a Moisés. Y para que la iglesia de Antioquía comisionara a Pablo como misionero, pasaron unos 7 a 10 años a partir de su llamado.

El diamante se forma bajo grandes presiones, temperaturas extremas, por un largo tiempo, y a profundidades entre 150 a 190 km en el manto terrestre. Así forma Dios a sus líderes: bajo presión, por un largo tiempo, con temperaturas altas (las vicisitudes de la vida), y a grandes profundidades (tiempo con Dios en el fragor de la batalla).

Cómo correr bien

Cuando otros avanzan y nosotros no estamos donde ellos están, nos sentimos inseguros, o sentimos celos y envidias. Queremos avanzar para estar a su altura. Se nos olvida que el llamado de uno no es el llamado de otro. Se nos olvida que a veces estamos haciendo la comparación con otros que tienen dones y talentos que nosotros no tenemos, o que tienen una edad a la cual nosotros aún no hemos llegado.

La comparación nunca es buena, pero es la tendencia del orgullo. En su obra Mero Cristianismo, C.S. Lewis dice que:

El orgullo no obtiene ningún placer de poseer algo, excepto cuando puede tener más que otra persona. Decimos que las personas son orgullosas por ser ricos o inteligentes o guapos, pero no lo son. Son orgullosos de ser más ricos, o más inteligentes, o mejor que otros. Si cada uno llegara a ser igualmente rico, o inteligente, o bien parecido, no habría de qué sentirse orgulloso. Es la comparación que te hace orgulloso; el placer de estar por encima del resto. Una vez que el elemento de competencia se va, desaparece el orgullo. Por esta razón digo que el orgullo es esencialmente competitivo de manera que otros vicios no lo son (énfasis agregado).

La humildad es la virtud que mejor nos prepara para correr bien la carrera cristiana hasta el final. En parte, por eso dijo Cristo, “aprendan de Mí que Yo soy manso y humilde de corazón” (Mat. 11:29). La humildad del carácter de Jesús fue lo que le permitió, todo el tiempo, someterse a la voluntad del Padre y así cumplir a cabalidad la ley de Dios. Y al mismo tiempo, la falta de humildad es lo que ha hecho a muchos tropezar a lo largo del camino. La humildad se caracteriza por un espíritu de sumisión y dependencia de Dios. Pero el orgullo se caracteriza por una independencia con respecto a Dios y a los demás.

Lamentablemente, hemos observado que las cosas que usualmente hacen tropezar a un líder no son sus debilidades, sino sus fortalezas: sus dones, sus talentos, su oratoria, su habilidad para relacionarse, su inteligencia, su conocimiento, su sabiduría, sus logros, y aun su propia educación. Por eso advertía el apóstol Pablo a los corintios en su primera carta: “El conocimiento envanece, pero el amor edifica” (8:1b). El orgullo no sabe amar, ni a Dios ni al prójimo. Usualmente encomendamos a Dios nuestras debilidades. Oramos y pedimos que Dios nos asista. Sin embargo, con el tiempo, vemos áreas que dominamos y que “no necesitan la asistencia de Dios”, y muchos menos de los demás. Nos volvemos independientes. Confiamos en nosotros, descalificamos el consejo de otros, y nos movemos hacia adelante convencidos de que los demás no pueden entender mis circunstancias, o que tenemos un llamado especial de parte de Dios. Muchas veces sin darnos cuenta, encontramos nuestra identidad en estas cosas, y pensamos que –al menos en estas áreas– ya no estamos necesitados del evangelio.

El apóstol Juan escribió de alguien con este perfil: “Diótrefes, a quien le gusta ser el primero entre ellos, no acepta lo que decimos” (3 Jn. 1:9). Su orgullo dio como resultado el desear ser el primero, y por eso Diótrefes no aceptaba lo que Juan enseñaba. Bien lo dice Steve Farrar en su libro Finishing Strong (Terminando bien) que “si no tienes un espíritu ‘enseñable’, no tienes posibilidad alguna de terminar bien”. El seminario o el estudio independiente pueden darte un título, pueden darte reconocimiento, pueden darte habilidades, puede ayudarte a entrar en una organización a trabajar… pero no puede darte carácter. El título te da entrada a un ministerio, pero el carácter te mantiene allí. El carácter del cristiano lo forma Dios por medio de su Espíritu. Por eso Pablo habla en Gálatas 5:22-23 del fruto del Espíritu, y no del fruto del estudio.

No quiero que me mal entiendas. Yo creo enormemente en la educación, y por eso he estado estudiando y aprendiendo toda mi vida, y enseñando una gran parte de ella. A la vez, durante estos años he aprendido que es el tiempo con Dios lo que forma el carácter de Cristo. Probablemente los apóstoles tuvieron menos estudios que la mayoría de nosotros que hemos tenido educación teológica formal, y sin embargo, llegaron a ser los pilares de la Iglesia cristiana. ¿Cuál fue la clave? ¿Qué marcó la diferencia? Creo que este pasaje nos arroja luz: “Al ver la confianza de Pedro y de Juan, y dándose cuenta de que eran hombres sin letras y sin preparación, se maravillaban, y reconocían que ellos habían estado con Jesús” (Hch. 4:13). Reflexiona en estas palabras: “sin letras”, “sin preparación”, “se maravillaban”, “con Jesús”. El tiempo con Jesús compensó la falta de preparación. Algunos pudieran argumentar: ¿no podemos hacer las dos cosas? ¡Absolutamente! Pero solo la humildad sabe cómo hacer eso. El orgullo de manera natural se apoya en su propia sabiduría y se desconecta de los demás.

El cuidado propio y doctrinal

La falta de carácter ha dado lugar a caídas en el área sexual, en el área de las finanzas, en el área de las mentiras, en el manejo de las relaciones con las congregaciones, y en algunas otras más. Sansón cayó por debilidades relacionadas a la sexualidad (Jueces 16); además de su corazón seducido por mujeres, Salomón perdió el rumbo por debilidades relacionadas al manejo del poder y autoridad (como nos muestra Eclesiastés); Giezi, el siervo de Eliseo, tropezó seducido por el dinero (2 Reyes 5); Ananías y Safira perecieron al mentir en el área financiera (Hechos 5); Roboam, el hijo de Salomón, precipitó una rebelión (2 Crónicas 10) cuando en su orgullo no quiso escuchar al pueblo. Así ha ocurrido en muchas congregaciones. La falta de carácter en el liderazgo ha precipitado la división.

Para mantener un balance, también es necesario mencionar que lamentablemente muchos pastores han abandonado el camino de la verdad por carecer de convicciones doctrinales, las cuales se forman en el estudio sobrio de la Palabra. El apóstol Pablo le dice a Timoteo: “Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que maneja con precisión la palabra de verdad” (2 Tim. 2:15). La palabra traducida como «precisión» implica cortar derecho. El llamado es a no desviarnos ni a derecha o izquierda a la hora de enseñar y predicar. De hecho, la falta de precisión al predicar hace que el obrero tenga algo de qué avergonzarse ante Dios. Esta verdad nos llama a estudiar a profundidad la palabra de Dios, lo cual trae balance a las cosas que mencionamos arriba. La falta de estudio no nos permitirá correr bien, como ha ocurrido con tanta gente a lo largo de la historia.

Las convicciones doctrinales son importantes. Cuando estas van unidas a la fortaleza de carácter, da una gran estabilidad al caminar de una persona. Es increíble ver cómo Dios usó a Pedro (Hechos 10-11) para que la iglesia entendiera que la barrera entre judíos y gentiles ya no podía seguir. Y luego es ese mismo Pedro que tiene que ser confrontado por olvidar que en Cristo no hay judíos ni gentiles (Gal. 3:28). Observemos la influencia de una mala aplicación de una doctrina ya conocida por Pedro:

“Pero cuando Pedro vino a Antioquía, me opuse a él cara a cara, porque era de condenar. Porque antes de venir algunos de parte de Jacobo, él comía con los gentiles, pero cuando vinieron, empezó a retraerse y apartarse, porque temía a los de la circuncisión. Y el resto de los judíos se le unió en su hipocresía, de tal manera que aun Bernabé fue arrastrado por la hipocresía de ellos. Pero cuando vi que no andaban con rectitud en cuanto a la verdad del evangelio, dije a Pedro delante de todos: Si tú, siendo judío, vives como los gentiles y no como los judíos, ¿por qué obligas a los gentiles a vivir como judíos?”, Gálatas 2:11-14.

El versículo 14 nos deja ver cómo un verdadero apóstol en este momento no estaba andando “con rectitud en cuanto a la verdad del evangelio”. El ejemplo de Pedro desvió momentáneamente a un grupo de judíos, y aún a Bernabé, de la verdad del evangelio. He colocado esta historia aquí para que veamos que no solo son los problemas morales los que nos pueden hacer caer, sino también los malos entendimientos o aplicaciones de las verdades doctrinales. Aun en estos momentos, el carácter de Pedro y Bernabé comenzaba a ceder ante la presión de sus iguales. El pastor se verá presionado todo el tiempo: por sus propias inseguridades –que le convencen de que debe realizar ciertas cosas para estar a la altura de los demás–, por los logros de sus iguales, por los miembros de la congregación, y por tentaciones diversas. Solo Dios puede formar un carácter capaz de sostenernos bajo esas circunstancias.  

Pedro tenía años corriendo y momentáneamente resbaló. Imaginémonos con cuánta facilidad podemos resbalar nosotros. Con el paso del tiempo aumentan nuestras responsabilidades, las cuales comienzan a pesar mucho. Si el carácter no ha echado raíces profundas, el peso de las responsabilidades y de las tentaciones nos hará sucumbir. De ahí la necesidad de saber esperar para pasar “la prueba del tiempo”. ¿Cuánto tiempo? No hay una fórmula para determinar ese número. Pero sí hay un principio de sabiduría: avanza lentamente. Espera el tiempo del Señor. Él sabe cuando estás listo y Él te hará caminar en las obras que preparó de antemano para para que andes en ellas (Ef. 2:10). Fueron pensadas para ti solamente.

La tarea pastoral

Pastorear puede ser una de las tareas más demandantes. Es un alto privilegio y es una enorme responsabilidad. Es un trabajo delicado, de alto riesgo, de tentaciones múltiples, y de diferentes naturalezas. Y es un trabajo que puede llevar al agotamiento físico, emocional, y espiritual.

La tarea del pastor se parece a la del bombero que puede acudir al rescate de su víctima y morir quemado en el intento. Es un trabajo que requiere de mucha dependencia de Dios, pero que a la vez tiene muchas demandas que compiten con la dependencia de Dios. Es una labor que debe tener la relación con Dios en primer lugar porque ¡eso es lo prioritario!

Pero es un trabajo demandante, ya que las ovejas tienen necesidades urgentes desde que el sol se levanta. Y desafortunadamente, lo urgente continuamente compite con lo prioritario. Pero si lo urgente continúa tomando el lugar de lo prioritario, terminará derrumbando la vida del pastor. Por esta razón es que entiendo que el pastor y los que aspiran a dicha posición deben ser sabios al correr para llegar al final. Hacemos bien al prestar atención a las palabras del apóstol Pablo en 1 Corintios 9:26-27:

“Por tanto, yo de esta manera corro, no como sin tener meta; de esta manera peleo, no como dando golpes al aire, sino que golpeo mi cuerpo y lo hago mi esclavo, no sea que habiendo predicado a otros, yo mismo sea descalificado”.


Imagen: Lightstock
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