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La dimensión corporativa de la ira

La ira es contagiosa. No es un fenómeno puramente individual; existe una dimensión corporativa.

No te asocies con el hombre iracundo,
Ni andes con el hombre violento,
No sea que aprendas sus maneras
Y tiendas lazo para ti mismo (Pr 22:24-25).

Si estás cerca de alguien propenso a la ira o que la experimenta, es posible que «aprendas sus maneras»; a veces la ira puede contagiarse. Existe la posibilidad de quedar atrapado en la ira compartida de otros, más gráficamente en una turba.

La novela Barnaby Rudge de Charles Dickens contiene descripciones gráficas de la violencia colectiva asociada a los llamados disturbios de Gordon en Londres en el año 1780. Mientras observamos con horror el vandalismo, el saqueo y el incendio de una casa, Dickens describe así la escena:

Si las puertas de Bedlam se hubieran abierto de par en par, no habrían salido maníacos como los que el frenesí de aquella noche había provocado. [Sigue una indignante descripción de violencia exasperante.] Pero de toda aquella muchedumbre tempestuosa, ni uno solo se apiadó ante aquellas imágenes, ni se enfermó por ellas; ni la rabia feroz, exaltada e insensata de un solo hombre fue saciada (pp. 480-81).

Hay algo aterrador e insaciable en la ira contagiosa de la turba.

5 ejemplos bíblicos

Estos son cinco ejemplos bíblicos de ira contagiosa. En primer lugar, brevemente, la rebelión de Coré contra Moisés (Nm 16). Al principio del capítulo leemos que «Coré… y On… se alzaron contra Moisés, junto con algunos de los israelitas, 250 jefes de la congregación, escogidos en la asamblea, hombres de renombre. Y se juntaron contra Moisés y Aarón, y les dijeron: “¡Basta ya de ustedes!”» (Nm 16:1-3). Aunque no se utiliza un lenguaje explícito de ira, no es difícil percibir el malestar compartido, ya que se incitan unos a otros a expresar una indignación que se ve amplificada por su asociación en el victimismo. «No es justo», dice uno, y otro se hace eco más alto: «¡No, no lo es! No podría estar más de acuerdo contigo». Y así el volumen de la indignación aumenta.

Lo que valoramos y, por tanto, lo que nos enfada cuando se ve amenazado, está influenciado profundamente por nuestros semejantes

Cerca del principio de Su ministerio público, Jesús visita la sinagoga de Nazaret, Su ciudad natal. Jesús habla al pueblo. Lo que dice les ofende. «Y todos en la sinagoga se llenaron de ira cuando oyeron estas cosas, y levantándose, echaron a Jesús fuera de la ciudad» (Lc 4:28-29). No hace falta mucha imaginación para sentir la indignación contagiosa. Incluso si la primera respuesta de alguien a Jesús hubiera sido escucharle con simpatía y tener cierta sensación de que podía tener razón, a medida que se alzaban las voces de indignación, le habría resultado difícil no compartir la sensación de conmoción por las cosas terribles que Jesús decía. Después de todo, todos los demás las encontraban terribles. Así que la ira se extendió por toda la sinagoga.

En Mateo 20, Santiago y Juan se acercan a Jesús acompañados de su madre, la cual le pide que conceda privilegios a sus hijos cuando llegue a Su reino. Jesús la reprende a ella y a ellos. Pero cuando los otros diez discípulos lo oyeron, se indignaron contra los dos hermanos (Mt 20:24). Se trataba de una ira compartida; estaban enfadados todos juntos. Supongamos, por alguna extraña circunstancia, que cada uno de los diez hubiera acudido por separado a oír esta petición, cada uno de ellos aislado de los demás. Si entonces hubiéramos seguido sus respuestas, supongo que habría habido algunos matices, algunas distinciones, algunas diferencias en sus reacciones. Pero si los juntamos en una sala, esas diferencias se funden en una indignación compartida, ya que (probablemente) la ira del más indignado contagia y marca el tono de la ira del conjunto de los diez.

Otro ejemplo fascinante es la respuesta de los discípulos cuando, un poco después, María de Betania unge a Jesús con un perfume costoso. En el relato más completo, Juan nos dice que Judas Iscariote se opone, preguntando (mordaz e hipócritamente): «¿Por qué no se vendió este perfume por 300 denarios y se dio a los pobres?» (Jn 12:4-5). En el relato paralelo de Mateo leemos que «al verlo, los discípulos se indignaron, diciendo: “¿Para qué este desperdicio? Porque este perfume podía haberse vendido a gran precio, y el dinero habérselo dado a los pobres”» (Mt 26:8-9). Con un poco de imaginación y comprensión de las dinámicas de grupo, no es difícil conciliar estos relatos aparentemente contradictorios. Judas se opone primero. Murmura: «¡Qué barbaridad! Mujer tonta». Y entonces su murmullo se extiende, como un tuit que se retuitea en nuestra cultura. «¡Sí, mujer estúpida!», dice otro. «¡Qué desperdicio!», refunfuña un tercero. Así sucesivamente. En poco tiempo, todos se quejan con una indignación compartida, porque la ira de Judas ha contagiado al grupo entero.

Pero quizá la descripción bíblica más gráfica de una ira contagiosa sea la revuelta en Éfeso registrada por Lucas para nosotros (Hch 19:23-41). Alguien empieza a decir que los predicadores cristianos amenazan el culto a Artemisa. «¡No! ¡Eso es indignante!», dice otro y otro. En nuestros días se convertiría en una tormenta de Twitter: #artemisofobia. Como una chispa en un montón de ramas secas o arbustos quemados por el sol, la indignación prende y arde como un reguero de pólvora. Al poco tiempo, toda la ciudad se llena de gritos airados y existe el peligro de que Pablo sea linchado por la turba enfurecida. En una simpática ironía, Lucas nos dice que «la mayoría no sabía por qué razón se habían reunido» (Hch 19:32). Podríamos haberle preguntado a alguien «¿Por qué estás enojado?», y este respondería desconcertado «realmente no lo sé. Pero estoy muy, muy enfadado».

En su libro A Rumor of Angels [Un rumor de ángeles], el sociólogo Peter Berger ha demostrado cómo nuestras creencias no están determinadas por la razón pura, sino por «estructuras de plausibilidad», basadas en lo que creen las personas que nos rodean. Si esto es cierto para lo que creemos, también lo es para lo que valoramos. Hay estructuras de plausibilidad para los sentimientos como las hay para los credos. En nuestra cultura, alguien podría decir: «No sé muy bien por qué. Pero estoy seguro de que la libertad de expresarse sexualmente y de elegir tu propia identidad sexual es una libertad necesaria y valiosa. Merece la pena luchar por ella y enfadarse mucho cuando se ve amenazada».

Cuando estoy enojado, quiero que los demás se unan a mi enojo. ¿Cuántas veces en un matrimonio uno le dice al otro que está enojado por algo que se ha dicho o hecho, en el vecindario o en el lugar de trabajo, y cuando el otro no simplemente se niega a afirmar ese enojo, sino que insiste en cuestionar si es correcto, el que está enojado se enoja aún más? No es solo que yo esté enojado; quiero que tú estés enojado conmigo, porque entonces me sentiré mejor con mi enojo.

Entonces la ira tiene una dimensión cultural. Lo que valoramos y, por tanto, lo que nos enfada cuando se ve amenazado, está influenciado profundamente por nuestros semejantes. El privilegio religioso es codiciado por Coré, por la sinagoga de Nazaret, por los discípulos de Jesús; por eso se enfadan cuando su privilegio se ve amenazado. El culto a Artemisa es inseparable de la cultura efesia, por lo que cualquier amenaza a su reputación es una amenaza para nosotros y nuestra identidad como efesios. Cuestionar esto nos avergüenza y, por tanto, nos enfada. Esta es a menudo la raíz de los llamados crímenes de honor en algunas culturas asiáticas.

La relatividad cultural de la ira

Es importante reconocer esta relatividad cultural. En nuestra cultura las personas se enojan cuando no se honra a las mujeres; en otra se indignan cuando se menosprecia la autoridad de los hombres; en otra surge la ira cuando un hijo no obedece a su padre; en otra, nos indignamos cuando no se da autonomía a los niños a una edad temprana. Lo que nos hace enojar juntos expresa lo que valoramos juntos.

La ira no solo revela el corazón individual; también infecta a la multitud

No debemos sorprendernos cuando los enojos del mundo nos infectan. Cuando considero el enojo que experimento, no basta con mirar dentro de mi propio corazón, por necesario que sea. También tengo que mirar a mi alrededor, a mi cultura (o quizá a la cultura de mi iglesia) para ver qué valora esa cultura. Los enojos cambian a medida que las culturas cambian. Si la profesión médica no consigue curar mi enfermedad, me enfadaré con ellos en una cultura que considera la salud como mi derecho de nacimiento. Si me siento frustrado en mi deseo por deleite sexual, estaré lleno de ira en una cultura que dice que debo esperar tenerlo.

En particular, siempre habrá cierta ira cultural contra los discípulos de Jesús. Al hablar de una vida de «sensualidad, lujurias, borracheras, orgías, embriagueces, y abominables idolatrías», Pedro escribe que los que viven así «se sorprenden de que ustedes no corren con ellos en el mismo desenfreno de disolución, y los insultan» (1 P 4:3-4). Se enfadarán porque no te unes a ellos. Tu protesta contracultural, tu vida de bondad, amenaza su cultura compartida de impiedad. Te difamarán airadamente porque amenazas el consenso que afirma su impiedad.

Por tanto, para comprender la ira no basta con conocer la historia del individuo. Eso es necesario, pero no es suficiente. También necesitamos conocer la historia de los valores familiares, los valores impartidos en la infancia y los valores culturales comunes a ese hombre o a esa mujer en virtud del aire cultural que respiran. La ira no solo revela el corazón individual; también infecta a la multitud.


Publicado originalmente en Crossway. Traducido por Equipo Coalición.
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