Este cuento corto pertenece a la serie Literatura con propósito, la cual destaca escritos que buscan servir para la gloria de Dios y para iluminación de Su verdad, por medio de distintos géneros literarios.
Esta narración muestra de manera distópica y cómica cómo los creyentes estamos dispuestos a hacer algo tan antinatural y dañino como ponerle atención a la influencia de nuestro viejo hombre. El muerto viviente representa la naturaleza que ya fue crucificada por Cristo (Ro 6:3-24). Aunque sabemos cuán intencionales debemos ser en cuidarnos de algo tan peligroso, a veces le damos la bienvenida para que influya en nuestras vidas.
Por fin llegó el apocalipsis zombi. Las películas nos enseñaron muy bien que no solo llegaría el día en que los muertos vivientes correrían por las calles, sino que nos adaptaríamos. Y eso hicimos. Lo mismo pasó en su momento con el COVID-19, y quienes hemos visto suficiente cine sabíamos que ya muchos años atrás nos habían puesto en la pantalla grande un virus asiático que venía de los murciélagos. Pero la vida continúa, con COVID o sin COVID, con zombis o sin zombis.
…
Ana María era una diligente ama de casa que lavaba, cocinaba, alimentaba a su bebé y atendía a su esposo. También hacía otras labores propias del mundo postapocalíptico, como aceitar las poleas de la puerta de titanio, recargar las ametralladoras automáticas de detección y limpiar la sangre del frente de la entrada todas las mañanas. En fin, era el prototipo distópico de virtud.
Y uno de esos días tan trabajosos y ocupados ocurrió la siguiente escena en su casa:
«¡Qué diligente esposo tengo!» —pensó Ana, mientras levantaba la ropa sucia de la habitación—. «Trabaja diligentemente para sustentar nuestro hogar». No es que tuviera ese tipo de ensoñaciones todos los días, ni que suspirara de amor por su marido mientras flotaba de un lado para otro por toda la casa, pero recientemente había hecho un esfuerzo significativo por mantener sus pensamientos tan positivos como fuera posible.
Entre las prendas que recogió del suelo, encontró la ropa sucia de su esposo, evidentemente olorosa. Aunque le desagradó, recordó que era parte de la rutina de los cónyuges el soportar los defectos del otro. Sostuvo la respiración, apretó el abdomen y continuó con su labor y sus ensoñaciones.
De repente, escuchó en la lejanía del tercer piso la voz de Miguel: «Amor, ¡el niño se cayó y está llorando!». Como toda buena madre, a Ana María se le puso la piel de gallina de solo pensar en la gravedad del suceso. ¿Quizás estaba intentando tomar una galleta y se resbaló en el intento? Corrió rápidamente a la cocina, pero el niño no estaba allí. Era el mediodía, momento en el que la familia iba al comedor del segundo piso para recibir un almuerzo rico en proteínas y vegetales. ¿Tendría hambre, se adelantó, intentó acomodarse en su silla y se iría para atrás? ¡No lo permita Dios! Corrió entonces al segundo piso a ver en dónde estaba el niño, pero tampoco lo encontró allí.
Finalmente, llegó al tercer piso y encontró que el niño se había tropezado con uno de sus juguetes, justo al lado de la oficina de su padre. «¿Por qué no habrá sido capaz de venir a ayudar al niño si estaba tan cerca?» —se preguntó Ana, guardando la esperanza de que su esposo estuviera en una importante reunión de trabajo—. «Quizás estaba presentando el balance presupuestal a la junta». Ella ayudó a su hijito a levantarse, dándose cuenta de que no había sido nada grave. Pero, ya que estaba en el tercer piso, tuvo curiosidad por ver cómo iba todo para su diligente esposo.
Una vez se acercó a ver la pantalla de su computador vio que el hombre atravesaba un momento realmente crucial. Tanto en la posición alta del edificio contiguo como en las escaleras de abajo, estaba completamente rodeado de zombis. Lo que esas criaturas no se esperaban es que él todavía guardaba dos bombas molotov en su bolsillo, las cuales utilizó para quemar a quince de un solo golpe. Saltó por la ventana, sacó su rennetti y mató a los últimos enemigos que pretendían flanquearlo por las escaleras de abajo.
«¡¿Estás jugando videojuegos?!» —gritó Ana María, con un alarido ensordecedor—. Los quince zombis no lograron producir ni una pequeña fracción del terror que sintió Miguel al ver la furia de su esposa.
Ana María, en uno de sus arrebatos habituales, le dio un golpe al monitor de su esposo, quebrando la pantalla y rompiendo la esquina del teclado. Sin considerar en lo más mínimo el daño que había causado, bajó a toda prisa las escaleras hasta el primer piso, se embutió con afán en la boca cuatro galletas de chocolate que tenía guardadas en la alacena, se encerró en un baño, mordió la toalla con fuerzas, usó todo su aliento en un grito inaudible, salió del baño, se sentó en el sofá de la sala, se quitó los zapatos, abrazó un cojín y se dispuso a mirar la pared blanca con gran frustración, en un silencio sepulcral.
Y las galletas, el grito y el cojín habrían tenido efecto si no fuera porque alguien golpeó la puerta del hogar. ¿Quién tenía la osadía de venir a molestar en casa ajena a la hora del almuerzo? Ana María abrió la puerta y lo que vio en frente suyo fue…
Un zombi. Sí, un zombi, de esos de apocalipsis zombi. Tenía un ojo colgando, la mitad de la mandíbula partida, un pedazo de lata clavado en el cráneo y parte de su cerebro en la parte de atrás, haciendo las veces de cabellera. Como es natural en todos los zombis, este espécimen vio la carne fresca y joven de Ana María y se lanzó a morder su cuello, seguro de que aquel día se daría un gran banquete.
—¡Hoy no! —gritó Ana María al zombi, o más bien, lo regañó. —¡Hoy no estoy de humor!—. Como si estuviera hablando con su hijo y no con los seres que acabaron con el 70 % de la humanidad, reprendió a la criatura. ¿Cómo osaba venir a morderla en un día tan estresante como ese? Sin pensarlo, se dio media vuelta y volvió a su sofá, sin cerrar la puerta siquiera.
El zombi, extrañado del enojo y frustración de esta presa alta en proteína, fue y se sentó a su lado. Con una voz sacada de una película de terror y con la comprensión de una psicóloga, le preguntó qué le sucedía.
—Mira, estamos en medio del apocalipsis, porque ustedes nos están matando a todos, y ¿puedes creer que mi esposo estaba jugando a matar zombis en su computador? ¡Esa gallina no mata ni a una mosca en la casa, mucho menos a un monstruo de verdad! Pero en su falta de hombría, prefiere gastarse el tiempo jugando que trabajando para conseguir el sustento. Como si yo no tuviera suficiente con el cuidado del niño, de la casa, del almuerzo, de las compras y de las ametralladoras, también tengo que dar tutorías virtuales, porque el caballero no se digna a conseguir el dinero suficiente… de hecho, no se digna a recoger al niño cuando se cae, porque es más importante su tonto videojuego.
El zombi, conmovido por lo que esta pobre mujer tenía que vivir por culpa de su marido, comenzó a convencerla de que lo dejara, que ella valía mucho y que no lo necesitaba. Le dijo que vivían en un mundo libre, cuya única restricción era la pequeñez de que no podían salir de sus casas o se los comerían vivos, y por lo tanto podía disfrutar de la vida sin aquel hombre.
Poco a poco, a medida que escuchaba la voz de ultratumba de la criatura, Ana María comenzó a desplazar los sentimientos positivos que se había impuesto a sí misma aquella mañana y le dio lugar a la queja. Claro que sí creía en Cristo, quien murió en la cruz para salvarla; claro que sí, el amor debía primar en ella, pero ¿tenía que resignarse a aguantar la inmadurez de Miguel? ¿Iba a ignorar el hecho de que tenía a un inútil por esposo? Ella hacía todo lo posible por someterse, pero ese hombre que se hacía llamar su cónyuge no le inspiraba ningún respeto.
Minutos después, cuando Ana María estaba llorando sobre el hombro del zombi, y el zombi se debatía entre consolarla y comérsela, se escuchó la tierna voz de un niño.
—Mami.
—¿Sí, mi amor? —preguntó Ana María.
—¿Qué…? —comenzó a preguntar el niño con la voz cortada.
—Sí, cariño. Dime.
Y con un horror que salió desde lo más profundo de sus entrañas, el niño gritó:
—¡¿Qué haces hablando con un muerto?!
Tenía toda la razón. ¿Desde cuando un ama de casa responsable y diligente, hacendosa en todo sentido, cuidadora de su hijo y su marido, se ponía a charlar con un muerto viviente? Después de mirarse por un par de segundos, Ana María y el zombi salieron de su trance y todo volvió a la simple y llana normalidad.
La criatura abrió la boca todo lo que pudo, dejó que salieran saliva y sangre de sus colmillos y se abalanzó contra ella, buscando alcanzar la yugular. Sin embargo, con mucha agilidad esquivó el ataque y logró ponerle el cojín en la boca, distrayéndolo por un instante. De repente, ella tomó un gran florero de vidrio (vacío, porque Miguel había perdido ya la costumbre de ser detallista, pero ese es otro de los errores que ella había decidido dejar en las manos de Dios), lo estrelló contra la cabeza de su oponente y, con uno de los fragmentos que cayeron al suelo, le atravesó el corazón. Su mano quedó destruida, pero la adrenalina le dio fuerzas no solo para tolerar el dolor, sino para disponerse a echar el muerto a la calle, limpiar la sala de miembros humanos y servir el almuerzo, para evitar que el hambre de su esposo siguiera en aumento.
…
Quizás no estamos en un apocalipsis zombi, pero todos los hijos de Dios llevamos un muerto por dentro, un horrible viejo hombre que quiere consolarnos y hacernos «entrar en razón» cuando amamos y obedecemos en contra de toda lógica secular.1 Pero nadie dijo nunca que nuestra obediencia dependiera de la gentileza de otros pecadores o que nuestros afectos estuvieran atados a lo que ocurre en este mundo caído.2 Así que, entre menos dejemos a nuestro monstruo sentarse en nuestro sofá y poner en peligro a nuestra familia, nuestra fe y nuestra santidad, mucho mejor.