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¿Realmente soy cristiano?

Quizás para ti esta pregunta aparece como una sombra en el fondo del alma, amenazando tu esperanza más preciada y tu paz. Otros pueden tener dificultades para entender por qué. Llevas todas las marcas externas de un cristiano: lees, oras y te reúnes fielmente con tu iglesia. Sirves y sacrificas tu tiempo. Buscas oportunidades para compartir a Cristo con tus vecinos. No escondes pecados secretos.

Sin embargo, “el corazón conoce su propia amargura” (Pr 14:10) y también sus propias tinieblas. No importa cuánto obedezcas por fuera, cuando miras hacia dentro, encuentras una mezcla de deseos y ambiciones en conflicto. Todo impulso piadoso parece mezclado con uno impío; cada deseo santo con algo vergonzoso. No puedes orar con fervor sin sentirte después orgulloso de ti mismo. No puedes servir sin que una parte de ti quiera ser elogiada.

Recuerdas a Judas y Demas, hombres cuya apariencia exterior engañaba a los demás y también se engañaban a sí mismos. Sabes que en el último día muchos se sorprenderán y tocarán la puerta del cielo solo para escuchar tres palabras alarmantes: “Jamás los conocí” (Mt 7:23; 25:11-12).

Es así como, en la quietud antes de dormir, en los momentos tranquilos del día y, a veces, en medio de la adoración misma, la sombra regresa: ¿Soy real o simplemente me estoy engañando a mí mismo?

En Ti hay perdón

A veces, las respuestas más adecuadas a nuestras preguntas más urgentes han estado enterradas por cientos de años. Cuando se trata del tema particular de la seguridad de salvación, es posible que nunca superemos la sabiduría pastoral de esos médicos del alma del siglo XVII, los puritanos.

La seguridad de salvación resultó ser una lucha común para los cristianos de esa época, de modo que John Owen dedicó más de trescientas páginas al tema en su magistral exposición del Salmo 130 (en inglés), la cual en su mayoría aborda un solo versículo: “Pero en Ti hay perdón, para que seas temido” (Sal 130: 4).

Cuando se trata de la seguridad de nuestra salvación, lo que más importa no es la permanencia del pecado, sino nuestra resistencia a él

Con Dios hay perdón: perdón gratuito, perdón abundante, perdón gozoso, basado en la sangre y la justicia de Jesucristo. Pero Owen sabía que algunos cristianos dudarían en creer que el perdón era para ellos. Sabía que algunos creyentes introspectivos, heridos por su pecado interior, responderían: “Sí, hay perdón en Dios, pero veo tanta oscuridad dentro de mí, ¿hay perdón para ?”

De cierta manera, todo el libro de Owen es su respuesta a esta pregunta. Sin embargo, él dedica especial atención a tales creyentes en una sección breve, no con el objetivo de eliminar todas las dudas necesariamente (algo que solo Dios puede hacer), sino simplemente de ayudar a los lectores a verse a sí mismos desde un ángulo nuevo y con más gracia.

El dolor puede ser una buena señal

Cuando algunos cristianos escudriñan su corazón, solo tienen ojos para su pecado. Su adoración más sublime parece estar teñida de egocentrismo; su mejor obediencia parece estropeada por la falta de sinceridad. Están dispuestos a suspirar con David: “Porque me rodean males sin número; mis iniquidades me han alcanzado, y no puedo ver; son más numerosas que los cabellos de mi cabeza, y el corazón me falla” (Sal 40:12). Pero ese dolor puede ser una buena señal.

Owen nos pide que imaginemos a un hombre con una pierna entumecida. Mientras su pierna ha perdido la sensibilidad, el hombre “soporta cortes profundos y heridas, y no las siente”. Sin embargo, tan pronto como sus nervios se despiertan, “se siente la más mínima cortada y puede pensar que los instrumentos son más afilados que antes, cuando toda la diferencia es que ahora percibe la sensación” (Works of John Owen [Obras de John Owen], 6:604).

Fuera de Cristo, nuestras almas están entumecidas a la maldad del pecado. La culpa y las consecuencias del pecado pueden habernos herido de vez en cuando, pero difícilmente podíamos sentir su maldad (si es que la sentimos), sin importar la frecuencia con la que nos golpeara. Sin embargo, una vez que nuestras almas cobran vida, solo necesitamos un corte de papel para quejarnos del dolor. El pecado nos agobia, nos oprime, nos entristece, no porque seamos peores de lo que éramos antes, sino porque finalmente sentimos el pecado por lo que es: las espinas que coronaron la cabeza de nuestro Salvador, la lanza que traspasó a nuestro Señor.

Entonces, Owen escribe: “‘¡Miserable de mí! ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte? (Ro 7:24) es una mejor evidencia de gracia y santidad que ‘Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres’ (Lc 18:11)” (601). El dolor por nuestro pecado, lejos de descalificarnos del reino, sugiere que nuestro consuelo viene en camino (Mt 5:4).

Tu resistencia, no la permanencia del pecado, es lo más importante

La tentación es tan persistente que nos hace sentir frustrados. El pecado nos ocasionaría menos tristeza si dejara de perturbarnos un poco: si el orgullo no estuviera listo para surgir en todas las ocasiones, si la ira no se encendiera con las chispas más pequeñas, si los pensamientos necios no llenaran nuestras mentes con tanta frecuencia. Si para nosotros el pecado es despiadadamente tentador, ¿podemos tener alguna confianza en la seguridad de nuestra salvación?

Owen nos lleva a 1 Pedro 2:11, donde el apóstol escribe que “se abstengan de las pasiones carnales que combaten contra el alma”. Él comenta: “Ahora bien, combatir no es una oposición débil o suave… sino que es ir en contra con gran energía, usar astucia, sutileza y fuerza, poniendo en peligro todo el asunto. Así es que combaten estos deseos” (605).

El pecado combate, y no en contra de aquellos a quienes mantiene cautivos, sino contra aquellos que han sido rescatados de su autoridad y ahora luchan bajo el estandarte de Cristo. Entonces, cuando se trata de la seguridad de nuestra salvación, lo que más importa no es la permanencia del pecado, sino nuestra resistencia a él. En palabras de Owen: “Tu estado no debe medirse en absoluto por la oposición que te hace el pecado, sino por la oposición que le haces a él” (605).

El pecado puede cargarte y tentarte, hacerte oposición y oprimirte. Eso es lo que hace un ejército. ¿Pero tú, por tu parte, resistes? ¿Subes corriendo a la atalaya y das la alarma? ¿Agarras tu escudo y sacas tu espada? ¿Trabajas, te esfuerzas, velas, oras y te mantienes cerca de tu Capitán? La guerra del pecado en tu contra puede ser una señal de que estás dentro de las tropas de Cristo.

Cristo purifica nuestra obediencia

El ‘bien hecho’ de Dios dice menos sobre el valor de nuestras obras y más sobre la maravilla de su misericordia

Los cristianos más sensibles, escribe Owen, a menudo “encuentran que su corazón es débil y que todas sus obras son inútiles… En el mejor de ellos hay una mezcla de egoísmo, hipocresía, incredulidad, vanagloria que les avergüenza y les trae frustración al recordarlos” (600). Cualquier fruto que producen parece estar cubierto con el moho del pecado que mora en ellos.

A menudo, Dios ve más gracia en su pueblo cargado por el pecado de lo que ellos ven en ellos mismos. Recuerda a Sara, dice Owen: aún cuando ella caminaba en incredulidad, Dios se percató del hecho —una insignificancia a nuestros ojos— de que ella llamaba a su esposo “señor” (Gn 18:12; 1 P 3:6). Así también, en el último día, Jesús elogiará a su pueblo por las buenas obras que han olvidado durante mucho tiempo y que luchan incluso por reconocer (Mt 25:37-40).

Por supuesto, el “bien hecho” de Dios dice menos sobre el valor de nuestras obras y más sobre la maravilla de su misericordia. Nuestro Padre cuelga nuestros dibujos en su pared porque Cristo los adorna con las joyas de su propia corona. Owen escribe:

Jesucristo quita todo lo que es malo y desagradable de ellas y las hace aceptables… Él quita todos los ingredientes del yo que están en ellas, y agrega incienso a lo que queda, y se lo presenta a Dios… Para que Dios acepte [nuestras obras] pequeñas y Cristo las magnifique” (603).

Las únicas obras que Dios acepta son las que han sido lavadas en la sangre de Jesús (Ap 7:14). Toda obra que es lavada en la sangre de Jesús es transfigurada, un pequeño pero resplandeciente reflejo de “Cristo en ustedes, la esperanza de la gloria” (Col 1:27). Por eso Dios, con gracia inefable, “recuerda las obras que olvidamos y olvida los pecados que recordamos” (603).

La seguridad de la salvación surge de la fe

El último consejo de Owen puede parecer contradictorio para el corazón inseguro. Muchos de los que luchan con la seguridad de la salvación dudan en descansar toda su carga en las promesas salvadoras de Cristo hasta que sienten alguna garantía interna de que las promesas les pertenecen a ellos. Para acercarse confiadamente al trono de la gracia, esperan hasta que tengan algo que traer consigo. Este orden está exactamente al revés.

Owen escribe: “No te propongas no comer carne hasta que seas fuerte, cuando no tienes ningún medio para ser fuerte sino es comiendo” (603). Cuando esperamos para enfocar nuestra mirada en las promesas de Cristo hasta que seamos lo suficientemente santos, somos como un hombre que espera ser fuerte para comer, que espera sentirse lleno de energía para dormir o que espera volverse sabio para estudiar. Sinclair Ferguson, un alumno moderno de Owen, lo expresa de esta manera:

“El creer [da] lugar a la obediencia, no que la obediencia diera lugar a la seguridad independientemente del creer. Nuestros esfuerzos por ser obedientes no pueden imponernos ese tipo de fe; esta solo nace cuando tenemos una perspectiva más amplia y más clara de Cristo” (El Cristo completo).

La fe que nutre tanto la obediencia como la seguridad de salvación surge solo de una visión más amplia y clara de Cristo. Si nos mantenemos alejados de Jesús hasta que seamos lo suficientemente santos, nos mantendremos alejados para siempre. Pero, si acudimos a Él ahora mismo y todas las mañanas en el futuro (sin importar cuán muertos nos sintamos) buscando ser bienvenidos sobre la base de su sangre en lugar de nuestros esfuerzos, entonces podemos esperar, con el tiempo, encontrar nuestra fe floreciendo hacia una obediencia más plena y una seguridad más profunda.

Pero vendremos solo si sabemos, con Owen, que “en Ti hay perdón, para que seas temido” (Sal 130:4). Todos los que vienen a Cristo, confían en Cristo y abrazan a Cristo, encuentran el perdón que está en Cristo. Tú no eres una excepción.


Publicado originalmente en Desiring God. Traducido por Equipo Coalición.
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