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Existe una di­fe­ren­cia cru­cial en­tre sim­plemen­te pro­fe­sar la fe en Cris­to y creer ge­nui­na­men­te para vi­vir conforme a la realidad de Su persona y obra.

Esto es algo de lo que nos habla la carta de Santiago, cuando nos enseña que la fe ver­da­de­ra en Je­sús es aquella que no solo es­cu­cha la Pa­la­bra de Dios, sino que tam­bién la obe­de­ce (Stg 1:22).

Es con eso en mente que Santiago nos enseña que el favoritismo en la iglesia es una de las evidencias de una fe falsa y una mentalidad mundana, que sin duda de­be­mos aban­do­nar. Esto es algo que aborda en una extensa sección en el capítulo dos (vv. 1-13).

El fa­vo­ri­tis­mo demuestra que estamos fallando en ser ha­ce­do­res de la Pa­la­bra y que ne­ce­si­ta­mos creer en el evan­ge­lio con ma­yor en­tre­ga y sin­ce­ri­dad, de ma­ne­ra que nues­tra fe no sea solo in­te­lec­tual o religiosa, sino genuina y transformadora.

El pecado de juzgar por las apariencias

El favoritismo desvía nuestros ojos de Cristo y los lleva hacia la gloria terrenal de las personas. Por eso San­tia­go nos exhorta: «Hermanos míos, no tengan su fe en nuestro glorioso Señor Jesucristo con una actitud de favoritismo» (2:1). Pres­ta aten­ción a cómo ha­bla de Je­sús, con las palabras «nues­tro glo­rio­so Se­ñor Jesucristo». Está di­ri­gien­do nues­tra mi­ra­da a Aquel que se hizo po­bre para ha­cer­nos es­pi­ri­tual­men­te ri­cos, Aquel que fue exal­ta­do por en­ci­ma de toda ri­que­za y glo­ria te­rre­nal.

Si un día lle­ga a vi­si­tar nues­tra igle­sia una per­so­na muy po­de­ro­sa o in­flu­yen­te según los estándares del mundo, ¿lo trataremos igual que haríamos con alguien po­bre o con poca edu­ca­ción? Cuan­do un gru­po de gen­te —ri­cos, famosos, po­de­ro­sos, in­flu­yen­tes— es tra­ta­do me­jor que otro —po­bres, des­co­no­ci­dos, dé­bi­les, sin edu­ca­ción—, es­ta­mos empleando las mis­mas ca­te­go­rías del mun­do para de­cir quién vale más que otro.

San­tia­go dice que el fa­vo­ri­tis­mo es ha­cer dis­tin­cio­nes en­tre no­so­tros y con­ver­tir­nos en jue­ces con ma­los pen­sa­mien­tos (v. 4). Es ha­cer dis­crimi­na­ción con­tra otras per­so­nas y juz­gar se­gún las apa­rien­cias. Es creer que por­que al­guien es rico o me­jor edu­ca­do es una persona su­pe­rior y más apta para el reino de Dios que una persona po­bre y con me­nos edu­ca­ción.

¿Pue­des ver lo in­jus­to que es evaluar a las personas se­gún las apariencias? Cuan­do San­tia­go dice «no tengan fa­vo­ri­tis­mo» (v. 1), está prácticamente di­cien­do: «no juz­guen como juz­ga el mun­do, con base en lo ex­te­rior de las per­so­nas».

Habiendo señalado esto, Santiago prosigue mostrándonos cómo el fa­vo­ri­tis­mo —juz­gar se­gún las apariencias y va­lo­rar a unas per­so­nas más que a otras— es con­tra­rio al evangelio (lo que Dios hizo por no­so­tros) y con­tra­rio a la ley de Dios (cómo debemos vi­vir a la luz del evan­ge­lio).

El favoritismo es contrario al evangelio

Todas las personas, por instinto, preferimos relacionarnos con grupos sociales similares al nuestro. Esto pasa incluso dentro de las iglesias. Todos lo ha­ce­mos de ma­ne­ra na­tu­ral por­que nos hace sen­tir más se­gu­ros y có­mo­dos. No quie­ro ge­ne­ra­li­zar, pero mu­chas ve­ces de­trás de esa ac­ti­tud existe un co­ra­zón que juz­ga se­gún las aparien­cias y que bus­ca lo que pa­re­ce con­ve­nien­te, en vez de re­fle­jar el amor que recibió en Cristo.

Si no mos­tra­mos mi­se­ri­cor­dia a los de­más en res­pues­ta al evan­ge­lio, es por­que no he­mos creí­do en la mi­se­ri­cor­dia de Dios ha­cia nosotros

La pri­me­ra ra­zón que San­tia­go ar­gu­men­ta de por qué el fa­vo­ri­tis­mo está mal es pre­ci­sa­men­te que es con­tra­rio al evan­ge­lio. «Hermanos míos amados, escuchen: ¿No escogió Dios a los pobres de este mundo para ser ricos en fe y herederos del reino que Él prometió a los que lo aman? Pero ustedes han despreciado al pobre» (Stg 2:5).

Esto no sig­ni­fi­ca que los po­bres au­to­má­ti­ca­men­te sean más piadosos y dig­nos del evan­ge­lio. Na­die es más digno que na­die, y ese es el pun­to del evan­ge­lio. La idea que transmite Santiago es que cuan­do te­ne­mos fa­vo­ri­tis­mo ha­cia los ri­cos y po­de­ro­sos, es­ta­mos des­pre­cian­do a per­so­nas que fueron es­co­gi­das por Dios: los po­bres y despreciados del mundo (1 Co 1:26-29).

Dios se de­lei­ta en mos­trar Su gra­cia aten­dien­do a los vul­ne­ra­bles (Is 11:3-4). Ese amor se re­ve­la ple­na­men­te en Je­sús, quien vino a mo­rir por ricos y po­bres para que todos seamos ri­cos en Su reino.

De­be­mos vi­vir sin fa­vo­ri­tis­mos por­que to­dos dependemos de Cris­to.

El favoritismo es contrario a la ley  

San­tia­go enseña que el fa­vo­ri­tis­mo no solo es in­con­sis­ten­te con el evan­ge­lio, sino que además es con­tra­rio al man­da­to de amar al pró­ji­mo como Dios nos llama a hacerlo: «Si en verdad ustedes cumplen la ley real conforme a la Escritura: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, bien hacen. Pero si muestran favoritismo, cometen pecado y son hallados culpables por la ley como transgresores» (Stg 2:8-9).

Cuando pensamos en esto, de­be­mos en­ten­der que amar al pró­ji­mo como a uno mis­mo no es una nota al pie en la ley de Dios. Es el se­gun­do gran man­da­mien­to, lue­go de amar a Dios, y re­su­me cómo de­be­mos tratar a las personas (Mt 22:37-40). Evaluar de manera injusta a nues­tro pró­ji­mo está re­la­cio­na­do con la fal­ta de amor.

Al quebrantar un mandamiento, el fa­vo­ri­tis­mo nos hace cul­pa­bles de rom­per toda la ley (Stg 2:10). Para nues­tras sen­si­bi­li­da­des mo­der­nas, esta declaración sue­na exa­ge­ra­da. ¿Por qué soy cul­pa­ble de fa­llar en toda la ley si mues­tro fa­vo­ri­tis­mo? Por­que la ley es como un ta­piz de­li­ca­do y her­mo­so que, si tiras de un hilo y lo rom­pes, ter­mi­narás ras­gando todo, aun­que no rom­pas es­pe­cí­fi­ca­men­te cada man­da­mien­to de Dios para tu vida.

Toda la ley se re­su­me en amar a Dios con todo lo que eres y a tu pró­ji­mo como a ti mis­mo. Quien no ama a su prójimo, en resumidas cuentas, rompe toda la ley. Pero San­tia­go profundizar más en este tema y nos apun­ta al ca­rác­ter de Dios, al hacernos ver que la ra­zón por la que rom­per un man­da­mien­to nos hace cul­pa­bles de todos es por­que todo man­da­mien­to vie­ne de Él (v. 11).

Esto nos recuerda que siem­pre que pecamos, es­ta­mos ac­tua­ndo de forma egoísta y bus­can­do en otras par­tes (como en nuestro estatus social o el de nuestro círculo de creyentes) la sa­tis­fac­ción y se­gu­ri­dad que solo Dios pue­de dar­nos. Es­ta­mos ofendiendo a un Dios in­fi­ni­ta­men­te bueno, san­to y jus­to.

El pun­to no pue­de ser más cla­ro: si te­ne­mos al­gu­na for­ma de fa­vo­ri­tis­mo ha­cia los de­más, so­mos trans­gre­so­res de la ley de Dios. ¿Cómo debemos, entonces, res­pon­der los cristianos a esta ver­dad? 

Vivamos a la luz del juicio venidero  

Santiago cierra el tema del favoritismo en la iglesia con esta conclusión: «Así hablen ustedes y así procedan, como los que han de ser juzgados por la ley de la libertad. Porque el juicio será sin misericordia para el que no ha mostrado misericordia. La misericordia triunfa sobre el juicio» (Stg 2:12-13). Estas palabras nos recuerdan que de­be­mos vi­vir como per­so­nas que sa­ben que se­rán juz­ga­das.

Jesús vino a sal­var­nos y a cam­biarnos para que po­da­mos extender mi­se­ri­cor­dia a otros sin fa­vo­ri­tis­mo, como Él la ex­tien­de ha­cia nosotros

Es co­mún entre cristianos pen­sar que la ley no tie­ne que ver con no­so­tros: «Ya no es­ta­mos bajo la ley, sino bajo la gra­cia», se suele decir. Es cier­to que si hemos puesto nuestra fe en Jesús no hay con­de­na­ción para no­so­tros (Ro 8:1). También es cierto que en el nue­vo pac­to hay as­pec­tos de la ley que es­tán cum­pli­dos en Cris­to (como la ley ce­re­mo­nial). Pero nada de esto anula el hecho que Dios nos llama a obe­de­cer Su ley, la cual se re­su­me en amar a Dios y nues­tro pró­ji­mo, para ca­mi­nar en co­mu­nión con Dios y ex­presar en nuestras relaciones la li­ber­tad que te­ne­mos en Él. Por eso San­tia­go ha­bla de la ley como la «ley de la li­ber­tad» (v. 12).

Lle­ga­rá el día en que to­dos se­re­mos juz­ga­dos por esa ley. Pero si mues­tras mi­se­ri­cor­dia a tu pró­ji­mo, no tie­nes que temer el juicio: «Porque el juicio será sin misericordia para el que no ha mostrado misericordia. La misericordia triunfa sobre el juicio» (v. 13). Esto no sig­ni­fi­ca que si mues­tras mi­se­ri­cor­dia a los de­más, en­ton­ces ga­nas que Dios te mues­tre mi­se­ri­cor­dia. ¡En ese caso la mi­se­ri­cor­dia de Dios de­ja­ría de ser mi­se­ri­cor­dia! La Biblia es clara al mostrarnos que la sal­va­ción es algo que no me­re­ce­mos.

La idea, entonces, no es que nues­tras ac­cio­nes nos sal­van, sino que nues­tras ac­cio­nes re­ve­lan si nues­tra fe en el Sal­va­dor es ge­nui­na (como Santiago sigue hablando en el resto de su carta). Si no mos­tra­mos mi­se­ri­cor­dia a los de­más en res­pues­ta al evan­ge­lio, es por­que no he­mos creí­do en la mi­se­ri­cor­dia de Dios ha­cia nosotros.

Los cristianos podemos vi­vir con valentía aman­do a nuestro pró­ji­mo como a nosotros mis­mos —por más di­fí­cil y contracultural que eso pueda llegar a ser—, sabiendo que podremos es­tar de pie en el día del jui­cio, cuan­do vea­mos a nues­tro glo­rio­so Se­ñor Je­su­cris­to. Él vino a sal­var­nos y a cam­biarnos para que po­da­mos extender mi­se­ri­cor­dia a otros sin fa­vo­ri­tis­mo, como Él la ex­tien­de ha­cia nosotros.

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