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Las cosas extraordinarias nos cautivan. Nos encantan las historias de superhéroes, de situaciones sorpresivas que cambiaron vidas, y casos similares. Pero la verdad es que estos ejemplos son extraordinarios, fuera de lo común. Nuestras vidas tendrán más momentos de los que llamamos ordinarios, comunes, normales. Pasaremos más tiempos en los valles de lo cotidiano que en las montañas de lo inusual. Pero estos tiempos tienen algo en común. ¿Sabes lo que es? ¡Dios está presente en ambos! Solo que a veces no nos damos cuenta. 

Sin lugar a dudas, nuestro Dios es un Dios grande, de milagros portentosos y poder ilimitado, pero también es el Dios de las pequeñas cosas, de lo ordinario. Aprender a ver a Dios en lo ordinario de la vida requiere intencionalidad.

Un Dios presente

Ocurrió hace unos ocho años. Era una semana de preparativos para un evento, y lo que menos imaginaba yo era que pasaría aquel fin de semana entre médicos y hospitales con su pulcritud, sus uniformes, equipos sonando, y lucecitas parpadeando. Pero en lo ordinario de aquella experiencia tan humana, Dios estuvo presente. 

Aprender a ver a Dios en lo ordinario de la vida requiere intencionalidad.

Sentí miedo, lo admito. No porque lo que me pudieran hacer los médicos, la verdad es que eso no me asusta. El temor vino de pensar que, si algo me sucedía, la vida de mi familia cambiaría mucho. Me repetí lo que intelectualmente sabía: El Señor es más que suficiente para ellos, y si yo me voy, Él seguirá a su lado. Pero igual me dio temor. Y en medio de mi temor oré así: “Señor, no puedo verte, pero aunque así sea, recuérdame que estás a mi lado y hazte una realidad”. 

No fue sino hasta varios días después que entendí las muchas formas en las que Dios se manifestó en lo ordinario de aquellos dos días. Primero, todos los diagnósticos que pasaron por mi mente y por la de los médicos quedaron desechados. No era nada alarmante. Dios estuvo allí. 

Segundo, aprendí que muchas veces somos tú y yo a quienes Dios usa para mostrarse a otros. La sonrisa de mi esposo y su mano estrechando la mía. Amigos y familiares que se encargaron de mis hijos mientras yo estaba con mi esposo en el hospital. Las manos prontas de mi mamá y de una amiga que se encargaron de preparar las comidas. Los teléfonos que no dejaban de sonar con llamadas y mensajes de amigos y familiares que estaban pendientes y, sobre todo, clamaban a Dios. Dios estaba ahí, recordándome su amor a través de otros.

Tercero, incluso en medio de mi temor, podía sentir que una fuerza muy superior a mi debilidad y preocupación me sostenía y me acompañaba de un lugar a otro mientras me movían por los diferentes salones de aquel hospital. Dios iba conmigo.

El Señor siempre está presente, a veces en lo llamativo y extraordinario, a veces en lo apacible y cotidiano.

A veces nuestra naturaleza humana se inclina a buscar “pruebas extraordinarias” de la presencia de Dios. Esto es, en parte, por lo pequeño y limitado de nuestra fe. Queremos ver con los ojos físicos. Sin embargo, esos momentos no suceden a menudo. Me recuerda la experiencia del profeta Elías: 

“Entonces el Señor le dijo: ‘Sal y ponte en el monte delante del Señor’. En ese momento el Señor pasaba, y un grande y poderoso viento destrozaba los montes y quebraba las peñas delante del Señor; pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto, un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego. Y después del fuego, el susurro de una brisa apacible. Cuando Elías lo oyó, se cubrió el rostro con su manto, y salió y se puso a la entrada de la cueva…”, 1 Reyes 19:11-13.

El Señor siempre está presente, a veces en lo llamativo y extraordinario, a veces en lo apacible y cotidiano. ¿Por qué? Porque así lo prometió. ¿Recuerdas las palabras de Jesús casi al despedirse de sus discípulos? 

“… y ¡recuerden! Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”, Mateo 28:20.

Todos los días se refiere a, bueno, ¡todos los días! En todo momento, en toda circunstancia, en lo asombroso y lo común. Aquel día ordinario, en un hospital, me enseñó esa lección. Podemos “ver” a Dios en la sonrisa y el abrazo de otros, en su provisión, en la paz que no podemos explicar, en la fuerza para terminar con las labores a veces tediosas del hogar, en el mensaje que nos llega inesperadamente con una palabra de aliento, en el estacionamiento vacío cerca de la entrada del mercado cuando llueve a cántaros. Él está presente, a cada instante, no importa cuán ordinario pueda ser el momento. Solo tenemos que recordarlo y aprender a mirar con intencionalidad, más allá de lo que se ve.

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