Imagínate de pie junto a un río que fluye con fuerza y pureza. Sus aguas cristalinas descienden del templo de Dios y, allí donde corren, todo lo muerto revive. Lo estéril se convierte en un jardín, los árboles brotan cargados de fruto y hasta el mar salado es sanado por su poder.
Así describe Ezequiel la visión de un río que sale del templo y transforma la tierra (Ez 47). Esta imagen —llena de belleza, vida y esperanza— nos ayuda a comprender las palabras de Jesús a la mujer samaritana: «La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque ciertamente a los tales el Padre busca que lo adoren» (Jn 4:23).
Cuando escuchamos la frase «adorar en espíritu y en verdad», muchos la reducen a ideas centradas en el ser humano: autenticidad, sinceridad, intensidad emocional. Pero Jesús nos está llamando a algo mucho más glorioso: una adoración trinitaria que fluye como un río desde el verdadero templo, Cristo, y nos guía hacia la comunión con el Padre en el poder del Espíritu.
Malentendidos comunes: centrados en el hombre, no en Dios.
A lo largo de toda la historia, pero especialmente en nuestro tiempo, las palabras de Jesús sobre «adorar en espíritu y en verdad» han sido entendidas de diversas formas. Algunas de ellas, aunque contienen destellos de verdad, no alcanzan la plenitud de lo que el Señor tuvo en mente en estas palabras que el apóstol Juan plasmó.
La adoración verdadera no descansa en lo coherentes que podamos ser, sino en quién es Cristo y lo que Él ha hecho
Por ejemplo, hay quienes piensan que «adorar en espíritu» significa experimentar emociones intensas o espontáneas. En esta visión, lo esencial es lo que sentimos: pasión, éxtasis, lágrimas. Otros lo identifican con lo místico: señales sobrenaturales, visiones, manifestaciones externas del Espíritu. Y aunque la adoración debe involucrar el corazón y ciertamente el Espíritu puede obrar de maneras asombrosas, reducirla a esto es quedar por debajo de lo que Jesús enseña.
Otros creen que «adorar en verdad» significa adorar con sinceridad o sin hipocresía. Según esta interpretación, lo que más importa es que nuestras palabras correspondan con lo que sentimos, que no haya engaño en nosotros. Es claro que Dios aborrece la hipocresía y desea un corazón íntegro (Is 29:13; Sal 51:6), pero Jesús no nos está diciendo simplemente que seamos auténticos. La adoración verdadera no descansa en lo coherentes que podamos ser, sino en quién es Cristo y lo que Él ha hecho.
También hay quienes leen «en espíritu» como sinónimo de algo interno y «en verdad» como referencia a lo doctrinalmente correcto, como si el punto fuera o bien lo íntimo o bien lo racional. Otros asocian «en verdad» con cantar letras bíblicas y «en espíritu» con lo que espontáneamente brota del corazón. Aunque estas ideas tocan realidades válidas (la adoración debe ser bíblica y debe involucrar nuestro interior), siguen poniendo el foco en lo que producimos, no en lo que Dios provee.
Jesús no está describiendo un estilo, una técnica o un sentimiento para la adoración. Está describiendo un milagro de gracia: adoradores formados por la obra inseparable del Padre, del Hijo y del Espíritu, unidos al río de vida que fluye del trono de Dios.
En Verdad: Jesucristo, la verdad encarnada.
Cuando Jesús dice que los verdaderos adoradores adoran en verdad, no se refiere primero a nuestra sinceridad. En el Evangelio de Juan, la verdad no es una idea, es una persona. «Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por Mí», afirmó Jesús (Jn 14:6). Él es la verdad porque es el cumplimiento de las promesas de Dios, la revelación perfecta del Padre (1:18), el Mediador que nos abre el camino a la presencia divina.
Nuestros cantos, oraciones y acciones no giran en torno a lo que sentimos, pensamos o hacemos, sino en torno a quien Cristo es y lo que ha hecho
Adorar en Verdad es adorar al Padre mediante Cristo. Todo intento de adoración que no pase por el Hijo es en vano, por más sincero o intenso que parezca. Él es el verdadero templo (2:19-21), el Cordero que quita el pecado del mundo (1:29), el Sumo Sacerdote que nos representa ante el trono celestial (He 7:26). La adoración cristiana es cristocéntrica porque Jesús es el único que nos concede acceso al Padre.
Cuando adoramos en Verdad, nuestros cantos, oraciones y acciones no giran en torno a lo que sentimos, pensamos o hacemos, sino en torno a quien Cristo es y lo que ha hecho. Su vida, muerte y resurrección son el fundamento firme de la adoración verdadera.
En Espíritu: el Espíritu Santo, el río de vida.
Adorar en espíritu tampoco se refiere primariamente a lo que sucede en nuestro interior. Jesús no dice «en nuestro espíritu», sino en Espíritu: es el Espíritu Santo quien nos capacita para adorar. Jesús enseña que debemos nacer del Espíritu para ver el reino (Jn 3:5-6) y más adelante promete que del interior del que cree en Él correrán ríos de agua viva, refiriéndose al Espíritu que recibirían los creyentes (7:37-39).
Aquí es donde la visión del profeta Ezequiel encuentra su expresión escatológica: el agua que brota del templo y sana la tierra es figura del Espíritu Santo que Cristo, el nuevo templo, derrama sobre nosotros. El Espíritu fluye de Cristo, como el río que desciende del trono, trayendo vida donde había muerte, restaurando lo que estaba roto.
El Espíritu no viene simplemente a producir emociones o momentos extraordinarios. Viene a unirnos a Cristo, a transformarnos en templo santo, a capacitarnos para glorificar al Padre. Adorar en Espíritu es adorar como aquellos que han sido hechos nuevos, que han sido vivificados, que han sido sumergidos en el río de la gracia divina.
Un Dios, tres personas: la adoración trinitaria.
Cuando Jesús nos llama a adorar en Espíritu y en Verdad, nos está invitando a participar de la comunión gloriosa del Dios trino. El Padre envía al Hijo. El Hijo da el Espíritu. El Espíritu nos une al Hijo para llevarnos al Padre. Así obra Dios: una obra inseparable, perfecta y armoniosa.
Esto nos libra de la trampa de pensar que la adoración depende de nosotros. Nuestra tarea no es fabricar experiencias, sino rendirnos ante la obra del Dios que salva. Cada acto de adoración verdadera es un milagro trinitario: el Espíritu nos abre los ojos para ver la gloria de Cristo, el Hijo nos presenta ante el Padre y el Padre recibe nuestra adoración con gozo.
El nuevo templo: la iglesia como morada de Dios.
Cuando la mujer samaritana pregunta por el lugar de adoración —Gerizim o Jerusalén— Jesús responde que el lugar deja de importar, y esto es porque ahora el templo es Él. Y unidos a Él como Su cuerpo, el pueblo de Dios es edificado como templo santo (Ef 2:19-22; 1 P 2:4-5).
Aunque adoramos a Dios en todo lugar y tiempo, es en la asamblea de los santos donde la adoración en Espíritu y en Verdad halla su expresión más plena
Esto nos debe llevar a valorar más la adoración comunitaria. La iglesia reunida es el templo vivo donde el Espíritu habita, donde la Verdad es proclamada, donde el Padre recibe gloria. Por eso, aunque adoramos a Dios en todo lugar y tiempo, es en la asamblea de los santos donde la adoración en Espíritu y en Verdad halla su expresión más plena.
Hacia la doxología: el fin de toda verdadera adoración.
Si comprendemos esto, ¿cómo no estallar en alabanza? Al mirar al Padre que busca adoradores, al Hijo que nos abre el acceso, al Espíritu que nos renueva y vivifica, todo en nosotros clama: ¡Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso! La adoración deja de ser un deber pesado o un intento de fabricar algo para Dios. Se convierte en un deleite por lo que Dios ha hecho, una respuesta gozosa y un anticipo del río de alabanza que un día llenará la nueva creación.
La próxima vez que cantes, ores o escuches la Palabra con tu iglesia local, recuerda: no se trata de ti. Sino que más bien estás sumergido en el río de la gracia, eres parte del templo vivo, estás unido a Cristo y lleno del Espíritu, eres amado por el Padre. Y eso es motivo suficiente para cantar con todo tu ser: «Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el dominio por los siglos de los siglos» (Ap 5:13).