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Nota del editor: 

Este relato corto pertenece a la serie Literatura con propósito, la cual destaca escritos que buscan servir para la gloria de Dios y para iluminación de Su verdad, por medio de distintos géneros literarios.

Tengo lindos recuerdos de mi adolescencia en Lima y sus veranos. Mis hermanos y yo aguardábamos con ansias las vacaciones de enero, febrero y marzo. En especial, porque en esos meses nos visitaba el primo Ignacio.

El primo Ignacio o Nachito, cómo le decía la familia, vivía en Pucallpa, una populosa ciudad al oriente del Perú. La zona más montañosa del país. Su nombre completo es Ignacio García Campbell. Cuando se presentaba ante las personas siempre repetía ambos apellidos: Ignacio García Campbell. Nachito era un multifacético deportista. Aunque era huesudo y bajito, tenía una fuerza descomunal. Corría rápido y jugaba bien al fútbol. Era difícil quitarle la pelota y le gustaba el puesto de puntero derecho.

Cuando llegaba en las vacaciones nos contaba todo lo que hacía en Pucallpa. Nos relataba sus historias, sus peleas y sus encuentros románticos. Nosotros escuchábamos sus hazañas con curiosidad y admiración. Poco a poco se fue integrando a nuestro círculo de amigos. Iba con nosotros a las tiendas y al cine, jugábamos en el parque y era el primero en ser escogido para los equipos de fútbol o para jugar «policías y ladrones». Además, íbamos seguido a la playa. A Ignacio le encantaba ir al mar, porque donde vivía solo había ríos.

Sin embargo, los muchachos del barrio no tardaron en notar el tono pucallpino de Nachito. Su forma de hablar sobresalía y a todos les causaba gracia. En esa época, sin internet ni redes sociales, la única forma de escuchar ese acento era por televisión. Oírlo en persona era una novedad para ellos. Yo estaba acostumbrado al acento porque mis tíos y primos hablan así. No recuerdo quién lo bautizó, pero Nachito pasó a ser conocido como el Charapa. Así le dicen a los naturales del oriente peruano. Cuando lo recuerdo, pienso en esa mezcla de malicia, picardía y curiosidad que nos impulsaba.

A medida que crecimos, las niñas del barrio se hicieron jovencitas y los chicos nos fuimos integrando poco a poco entre sus amistades. Cuando llegó uno de esos veranos, presentamos a Nachito a nuestras amigas, ellas lo miraban con extrañeza. Más aún cuando le oían hablar. Además, su vestimenta llamaba la atención porque solía amarrarse un pañuelo en el cuello y usaba pantalones anchos y camisetas pegadas al cuerpo. Esa forma de vestir era diferente a la nuestra; al menos distinta a los adolescentes de nuestro barrio.

Ese verano fue un desafío para él. Pienso que sentía que no encajaba en el estilo de la capital. Algunas amigas se reían e imitaban su hablar en secreto, pero él lo notaba y se sonrojaba.

Cuando recuerdo esas épocas, y en particular a Nachito, pienso en los sentimientos de inferioridad que los seres humanos experimentamos en el interior. Esa sensación incómoda y vergonzosa de que valemos menos que los demás. Nuestros complejos son tan variados y potentes que nos cuesta escapar de su fuerza. Siempre existe algo que alimenta nuestras inseguridades. Sino es una cosa, es la otra. No soportamos la idea de vernos defectuosos o menos que otros. Los complejos de inferioridad son nuestros miedos soterrados. Los temores de vernos diferentes, incapaces o inferiores a los demás. En definitiva, es una patología humana.

Una de esas noches fuimos a un quinceañero con los amigos del barrio. Habían más chicas que chicos en la fiesta y no conocíamos a todos los que asistieron. En el fondo se escuchaba Guns n’ Roses, UB40, Bob Marley y Soda Stereo, pero la música no estaba muy alta al punto que se podía conversar. Entonces oí una voz extraña por detrás. Era Nachito conversando con dos amigas que no lo habían conocido antes. Mercedes y Aixa. Su acento no era el del típico charapa. Era muy raro, porque sonaba cómo… español. Nos sorprendió que incluso estando frente a todos nosotros siguió hablando así. Cuando nuestro amigo Alfredo Rosenthal, un pelirrojo alto y chistoso, lo escuchó, soltó una carcajada.

–Hostia, Chaval— le dijo en tono irónico. Los que estábamos cerca nos reímos.

Alfredo era de esos muchachos que disfrutaba burlarse de los amigos. Tan pronto te identificaba un defecto, no te soltaba. Nadie quería caer en sus garras porque tenía esa pícara y vil habilidad de encontrarte lo feo. Tenía el talento para exponer y explotar tus deficiencias y limitaciones. No conocía de empatías. Pero debo ser honesto: todos participábamos de sus burlas. Siempre que estábamos con él la pasábamos riendo. A partir de ahí, el Charapa pasó a ser el Chaval. Y así se quedó.

Con el tiempo Nachito se hizo muy amigo de Alfredo y no dejaban de hacer bromas entre ellos. Uno se burlaba de su novedoso acento español y el Chaval se burlaba del mal aliento y los pies chuecos del pelirrojo.

Esa noche de la fiesta, cuando llegamos a casa le pregunté al primo por qué hablaba así.

—Yo hablo normal— replicó con acento español.

Me parece que trataba de sonar como limeño, pero se oía como español. Quería ocultar su acento provinciano ante los demás.

Y así, con el tiempo, se acostumbró al apelativo. Jugando al fútbol, en las fiestas y en la calle, todos le llamaban el Chaval y él respondía a ese nombre. Pero en casa se relajaba y volvía a su acento natural. Adentro sonaba como un charapa y fuera como un chaval.

El pasado verano me volví a encontrar con Nachito. El ex Charapa. El Chaval. Ahora vive en Canadá. No sabía que se había mudado allá. Me escribió diciendo que quería verme y me invitó a cenar. Fue una sorpresa, porque desde que llegué a Estados Unidos había perdido todo contacto con él.

Nos vimos en Embarcadero 41, un restaurante de comida peruana en la ciudad de Pembroke Pines. Antes del encuentro, la comunicación solo fue por mensaje de texto. Deseaba verme, porque supo que yo también era un cristiano evangélico. Uno de sus hermanos se lo comentó.

––Ignacio García Campbell— le dije cuando lo vi entrar al restaurante.

––El primo Rubén García— me dijo mientras me abrazó.

Nos sentamos y allí me contó que hace más de diez años había aceptado al Señor como su Salvador. También me contó que Dios le ayudó a perdonar a uno de sus hermanos con quien estaba enemistado. Desde que abrazó la fe, el Señor lo libró del alcoholismo y de otros vicios.

—Dios ha hecho una obra linda, primo— continuó emocionado.

En el momento de su conversión estaba separado y en trámites de divorcio, pero regresó a casa para reconciliarse con su esposa, restaurar su matrimonio y estar con sus hijos. Aunque reconoció que es difícil, quería seguir luchando por su hogar.

—Un verdadero milagro— me dijo.

No podía creerlo, estaba conversando después de treinta años con Nachito. El primo que ahora es un hermano en Cristo. Hicimos memoria de esos años, recordamos tantas anécdotas y nos reímos. Me habló algunas cosas que lo entristecían de su familia. Me comentó que el tío Rodolfo había dejado a la tía Yanissa después de cuarenta años de matrimonio y del primo Lucho que falleció ahogado en una playa del sur de Lima. También me sorprendió que todavía conservaba un leve acento español. Se lo mencioné rápidamente y se sonrojó. Luego me sentí mal por haberlo hecho. Nachito estaba siendo renovado, pero sin querer seguía siendo el Chaval.

—Primo, mi único deseo es que mis padres y hermanos conozcan del Señor. Ellos están perdidos en sus pecados.

Sus palabras estaban cargadas de sinceridad. Se me hizo un nudo en la garganta. Cuando terminamos de cenar, oramos y dimos gracias al Señor por Su bondad. Mientras orábamos sentimos que el mesero se acercó y preguntó si nos ofrecía algo más. Nosotros continuamos en lo nuestro con ojos cerrados. Nos conmovimos hasta las lágrimas y al terminar nos dimos otro abrazo.

Di gracias al Señor por Su misericordia. Aunque sé que la conversión de un pecador es posible solo por el poder de Dios,1 no deja de sorprenderme y alegrarme cuando un familiar viene a la fe. Es impresionante ver la transformación de alguien tan cercano a nosotros, y más aún cuando lo conocimos sin Cristo y sin Dios en el mundo.2 Es gracia pura. Espero que estas cosas no dejen de asombrarme y llenarme de gratitud.

Quedamos de vernos con las familias la próxima vez que pase por Miami. El mesero nos trajo la cuenta en una libreta color negro. Mi primo sacó su tarjeta de la billetera y la puso sobre la mesa.

––Yo te invité y yo pago— me advirtió.

Alcancé a ver el nombre en la tarjeta: Ignacio Campbell. 

—Que la gracia de Cristo sea contigo, primo— me dijo.

—Contigo también, hasta que el Señor haga todo nuevo en nosotros— le dije y nos retiramos.


1. Romanos 1:16.
2. Efesios 2:12-13.
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