El abuso, en cualquiera de sus formas, es un pecado atroz por parte de quienes lo cometen y una carga inmensamente difícil y pesada de llevar para quienes son sus víctimas. Como todo pecado, el abuso es, por encima de todo, una ofensa contra un Dios santo. Quienes perpetran el abuso deben ser confrontados en su pecado, llamados a la fe y al arrepentimiento, y se les debe ofrecer la única esperanza verdadera que solo se encuentra en Cristo. Aquellos que sufren el pecado deben ser consolados en su sufrimiento, ayudados a despojarse de la vergüenza indebida, y se les debe ofrecer la única esperanza verdadera que solo se encuentra en Cristo.
Hasta aquí, confío en que todo cristiano está de acuerdo con estas afirmaciones.
Pero más allá de estas verdades fundamentales, la discusión actual sobre el abuso, tal como se desarrolla en Internet, en artículos, en libros y en las iglesias, se enreda y se complica rápidamente. En cierta medida, esto es simplemente lo que sucede cuando se debaten temas con una alta carga emocional en Internet (especialmente en Twitter). Las redes sociales no se han caracterizado por fomentar un espíritu de caridad ni por cultivar una atmósfera intelectual interesada en distinciones cuidadosas y una deliberación paciente. La otra dificultad es que, dependiendo de toda una serie de factores, como la personalidad, la posición, la experiencia o el contexto de cada uno, tendemos a ver que los peligros actuales apuntan en diferentes direcciones. Para algunos, la preocupación más apremiante es, obviamente, que el abuso se cometa, se minimice y se encubra en la iglesia. Para otros, existe otra preocupación: que el abuso se está convirtiendo en una categoría totalizadora y que incluso la acusación de abuso arrasa con todos y todo a su paso.
Admito que me preocupa que, en algunos lugares, el corregir las fallas de la iglesia en cuanto al abuso haya dado paso a una sobrecorreción poco saludable. Por supuesto, en cierto sentido, no puedes corregir demasiado un error. Sin embargo, puedes corregir un error de tal manera que produzcas nuevos errores. Eso es lo que veo a veces en la discusión actual sobre el abuso.
Reconozco que hay puntos importantes que deben señalarse por ambas partes. A continuación, presento varios puntos que advierten contra la sobrecorrección, pero no quiero minimizar la necesidad que ha habido (y sigue habiendo en muchos lugares) de la corrección inicial. Así que procuraré plantear con sinceridad la corrección y advertir contra la sobrecorrección.
Lo que debemos decir
Estas son cinco cosas que debemos decir sobre el abuso.
Primero, en la iglesia hay abusos. Por mucho que nos esforcemos por ser diferentes del mundo, todavía hay mundanalidad en la iglesia. Los niños han sido abusados por adultos. Las esposas han sido abusadas por sus esposos (y a veces al revés). Los miembros de la congregación han sido abusados por líderes. Los miembros del personal de menor rango han sido abusados por miembros del personal de mayor rango. Nosotros, en la iglesia, no siempre hemos hecho un buen trabajo al proteger a los vulnerables o al pedir cuentas a los poderosos. Depredadores, narcisistas y pecadores de diversa índole han encontrado con demasiada facilidad en la iglesia un lugar para esconderse y, a veces, un lugar para prosperar en sus obras de oscuridad.
Segundo, la iglesia no siempre ha manejado bien el abuso. Incluso cuando los líderes de la iglesia no han sido culpables ellos mismos de comportamiento abusivo, ni han buscado encubrir patrones de abuso, a veces han fallado al manejar situaciones de abuso con fidelidad bíblica, sensibilidad pastoral y gracia cristiana. Estas fallas pueden incluir: no implementar medidas de seguridad adecuadas, no actuar de manera oportuna, no advertir a otros ni compartir información con las partes o asambleas pertinentes, no incluir a las mujeres (cuando sea apropiado) en asuntos de abuso doméstico, aplicar Mateo 18 de manera rígida, tratar las situaciones de abuso como simples asuntos de reconciliación personal, ser lentos para escuchar y desconocer los procedimientos de denuncia adecuados.
Tercero, hay muchas maneras devastadoras en las que podemos pecar unos contra otros. A estas alturas, todos deberíamos saber que el dicho popular de que «los palos y las piedras pueden romper mis huesos, pero las palabras nunca me herirán» es una mentira. Podemos ser profundamente heridos tanto por palabras como por acciones, tanto por el dolor emocional como por el daño físico, tanto por líderes sutilmente manipuladores como por aquellos obviamente tiránicos.
Cuarto, las víctimas necesitan nuestra ayuda. Las víctimas a menudo lidian con una vergüenza indebida y necesitan ser reafirmadas en su inocencia y en la gracia de Dios. Los clamores de las víctimas a veces no han sido escuchados; necesitan personas en posiciones de influencia que las escuchen y que hablen por ellas y con ellas. A menudo necesitan que personas con poder intervengan y las protejan del daño.
Quinto, el primer instinto de los líderes cristianos debería ser ayudar a las víctimas genuinas. Puede existir una tendencia pecaminosa en aquellos que están en posiciones de autoridad a ver a las víctimas de abuso como amenazas que deben ser neutralizadas en lugar de personas que sufren y que necesitan ayuda y consuelo. Por supuesto, las juntas institucionales, los presidentes y los pastores no pueden dejar de ser líderes sabios y responsables. Pero ser un buen administrador de la organización no es excusa para tratar las situaciones de abuso como asuntos estrictamente legales o como desastres de relaciones públicas que deben mitigarse. Debemos pensar en las víctimas antes de pensar en nuestras propias responsabilidades institucionales.
Sobre qué debemos tener cuidado
Todos los puntos anteriores son importantes. No se pueden dar por sentados. No deben minimizarse. Comienzo con estos cinco puntos porque es necesario decirlos.
Al mismo tiempo, hay otras cosas que es necesario decir, para que en nuestro celo por cuidar a las víctimas no terminemos creando nuevas víctimas. Permíteme, pues, añadir cinco puntos más.
Primero, apenas hay margen para añadir algo a los primeros cinco puntos sin que algunas personas te acusen de que en realidad no te importan esos puntos. A veces, el tema del abuso se coloca en una categoría propia donde, a diferencia de otros temas pastorales o teológicos, cualquier esfuerzo por introducir matices o un análisis desapasionado es totalmente inadmisible. Como resultado, a menudo se empuja a las personas a extremos opuestos: o lo entiendes y estás cien por ciento del lado correcto, o eres un opresor y parte del problema.
A esta mentalidad de todo o nada se suma una expectativa poco realista de que toda discusión sobre el abuso deba proceder como si uno estuviera en un entorno de consejería íntima. Es decir, sin importar la plataforma (libro, blog, tuit) ni el género (artículo académico, investigación teológica, análisis cultural, exploración exegética), el escritor o el orador debe comunicarse con un compromiso tal, aparentemente por encima de todo lo demás, que la persona más agraviada o el crítico más vehemente no puedan de ninguna manera malinterpretar o apropiarse indebidamente de lo que se dice. Con demasiada frecuencia existe la expectativa poco realista de que cada artículo de Internet, comentario de podcast o sermón desde el púlpito deba expresarse como tú lo harías en una situación de consejería individual. No generamos un pensamiento equilibrado al convertir Internet en un consultorio de consejería, ni se ayudará a las víctimas a largo plazo si se les da la expectativa de que el cuidado que necesitan pueden encontrarlo en extraños en Internet.
Segundo, a veces existe una falta de disposición para distinguir entre el abusador y cualquier otra persona en «el sistema». Es cierto, el sistema y quienes forman parte de él pueden fallarle a las víctimas y encubrir al abusador. Sin embargo, debemos ser cautelosos al acusar a «la cultura» de producir iniquidad, una acusación que generalmente es imposible de probar o refutar. No debemos imputar culpa a toda persona que esté de alguna manera conectada con «el sistema».
Asimismo, debemos tener cuidado de distinguir entre el pecado deliberado, el pecado no intencional, los errores honestos y el simple hecho de estar relacionado con una persona pecadora o una situación trágica. Es demasiado fácil, ya sea por un celo sincero por mitigar la injusticia o por un deseo de parecer virtuoso, difamar a otros sin pruebas ni el debido proceso. Un compromiso de ayudar a las víctimas no debería implicar una separación de segundo grado (y mucho menos de tercero o cuarto) de cualquiera considerado «controversial» o de aquellos que han sido acusados de abuso sin el debido proceso. «Culpable hasta que se demuestre lo contrario» no es una forma cristiana de buscar la justicia, ni es amar a nuestro prójimo como quisiéramos ser amados.
Tercero, el abuso se ha convertido en un término cada vez más amplio. Debido a que «abuso» es un término tan explosivo, que avergüenza al acusado y otorga poder al ofendido, no debemos usar la palabra a la ligera. No hace mucho tiempo, si decías «abuso», todos habrían asumido que te referías a daño físico o a la explotación sexual de un menor. Como dije antes, es importante darse cuenta de que hay formas en las que se puede pecar gravemente contra nosotros sin que nadie nos ponga un dedo encima. El problema no está en reconocer las muchas maneras en que podemos pecar y ser objeto de pecado. El problema está en impedir preguntas y conversaciones adicionales simplemente mencionando la palabra «abuso». El peligro de la inflación verbal es real. El lenguaje de la violencia y el trauma se usa ahora para interacciones cotidianas. Cuando los sentimientos heridos, las personalidades ásperas, las bromas desafortunadas, los desacuerdos comunes entre el personal y los malentendidos ordinarios de la vida se etiquetan como «abuso», no solo corremos el riesgo de calumniar al acusado, sino que también dificultamos que quienes verdaderamente han sufrido abuso reciban la ayuda y la atención que necesitan.
Cuarto, cuando se trata de acusaciones de abuso, a veces se comunica (implícita o explícitamente) que la única postura aceptable es el apoyo inmediato e incuestionable. Una vez más, permíteme aclarar lo que no estoy diciendo. No estoy diciendo que el apoyo sea incorrecto. Ciertamente, hay muchas ocasiones en las que lo más útil, valiente y cristiano que se puede hacer es asegurarse de que la víctima sepa: «Estoy de tu lado y lucharé por ti». Lo que digo es que no deberíamos esperar que el apoyo inmediato e incuestionable sea la única respuesta apropiada y que, de hecho, a veces puede ser la respuesta incorrecta, cuando se hacen acusaciones graves. Por mucho que queramos escuchar a las personas y empatizar con ellas en su dolor, debe haber lugar para la investigación de los hechos, para escuchar a ambas partes y para el análisis objetivo, ya sea por parte de periodistas, juntas, pastores, investigadores o quienquiera que sea.
Todos somos capaces de malinterpretar los hechos, incluso los hechos que conforman nuestra historia. Ninguno de nosotros experimenta la vida pasivamente. Interpretamos activamente lo que nos sucede y, a veces, interpretamos nuestras experiencias incorrectamente. Los abusadores pueden ser ciegos a su comportamiento abusivo, y quienes se consideran víctimas pueden malinterpretar lo que realmente sucedió. Debemos admitir la posibilidad de que las ovejas puedan etiquetar erróneamente como «abuso» lo que, en realidad, es corrección y supervisión pastoral necesaria. Después de todo, «Al presente ninguna disciplina parece ser causa de gozo, sino de tristeza; sin embargo, a los que han sido ejercitados por medio de ella, les da después fruto apacible de justicia» (He 12:11).
Quinto, la discusión sobre el abuso puede olvidar que todos somos tanto personas que sufren como pecadores. Hay opresores reales y víctimas reales. No todos sufren en la misma medida. No todos pecan de las mismas maneras ni en el mismo grado. Sin embargo, debemos recordar que las personas heridas a menudo hieren a otras personas. Puede que no tengan la intención. Puede que estén tratando de lidiar con un dolor genuino de la mejor manera posible. Debemos ser pacientes con aquellos contra quienes se ha pecado de manera atroz. Pero quienes han sido objeto de pecado siguen siendo pecadores. El sufrimiento no nos hace soberanos. Nuestro dolor no nos hace infalibles. A veces, nuestro sentido de trauma está fuera de lugar. A veces somos menos frágiles de lo que pensamos.
Finalmente, y sé que es un tanto controversial, debemos reconocer que incluso cuando alguien ha pecado contra nosotros, seguimos siendo responsables de los pecados que cometemos. Una disparidad de poder, por ejemplo, no elimina automáticamente la responsabilidad personal. Claramente, en algunas situaciones (cuando se trata de menores, por ejemplo, o cuando alguien es dominado físicamente) existe una exoneración completa de culpa. Pero en otras situaciones, quien tiene menos poder aún puede tener responsabilidad moral, incluso si quien tiene más poder es culpable de una transgresión mucho más atroz (ver Catecismo Mayor de Westminster 151). Si José se hubiera acostado con la esposa de Potifar, que era poderosa y amenazante, ella habría cometido el pecado mayor, pero las acciones de José aún habrían sido una gran maldad y un pecado contra Dios (Gn 39:9).
Conclusión
Hemos escuchado mucho en los últimos dos años sobre el peligro de la autoridad, lo cual es comprensible. Hemos visto algunos abusos de poder absolutamente terribles en el mundo cristiano. Las dinámicas de poder son reales. El narcisismo es insidioso. Ponerse del lado del abusador talentoso e ignorar a la víctima oprimida es algo que ocurre. La autoridad, triste y trágicamente, se usa con demasiada frecuencia para fines diabólicos.
Pero la respuesta a un incendio en la cocina no debe ser quemar toda la casa. Toda autoridad en el cielo y en la tierra le ha sido dada a Jesús, así que no debemos desconfiar de toda autoridad. El abuso de autoridad es una profunda distorsión del carácter de Dios, porque Él es quien gobierna soberanamente sobre todas las cosas. En mi experiencia de más de veinte años de ministerio, creo que la mayoría de los pastores merecen el beneficio de la duda. La mayoría hace su mejor esfuerzo, aunque imperfecto, por liderar, servir y enseñar en días cada vez más difíciles. Para ayudar a las personas a ver a Dios como Él es, debemos corregir el abuso donde exista, sin exagerar el problema, sin poner en tela de juicio toda autoridad y sin dañar la reputación de aquellos que no merecen ser denigrados.