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La vida cristiana inicia por fe, cuando decides no tener tu propia justicia que es según la obediencia a ley, sino tener la justicia de Dios que es según Jesucristo (Fil. 3:9). Luego de eso, la vida cristiana sigue por fe: “Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a Sí mismo por mí” (Gá. 2:20). Por último, la vida cristiana termina por fe: “He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, he guardado la fe” (2 Ti. 4:7).

Toda la vida del creyente se caracteriza por la fe. Como dice Romanos 1:17: “Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe”. Algunas versiones traducen: “De hecho, en el evangelio se revela la justicia que proviene de Dios, la cual es por fe de principio a fin” (NVI). Por supuesto, al hablar de esto no me refiero al conjunto de doctrinas (¡aunque es indispensable!), como cuando hablamos de la “fe cristiana” para hablar de las cosas que creemos, sino de la fe como nuestra confianza en Dios.

La fe definida en Hebreos 11

Entonces, ¿qué es exactamente la fe y cómo se ve en nuestras vidas? El extenso y rico capítulo de Hebreos 11, conocido como “el salón de la fama de la fe”, es el mejor lugar de la Biblia para acudir por una respuesta. El autor explica la fe de esta manera:

“Ahora bien, la fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve. […] Y sin fe es imposible agradar a Dios. Porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que Él existe, y que recompensa a los que lo buscan. […] Por la fe Abraham habitó como extranjero en la tierra de la promesa como en tierra extraña […] porque esperaba la ciudad que tiene cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios”, Hebreos 12:1-10.

Allí se nos explica que la fe es estar seguros y convencidos de algo (v. 1), creer en algo (v. 6), y esperar en eso (v. 10). Solemos usar la palabra “creo” para hablar de algo que pensamos posible –como cuando decimos: “creo que mañana va a llover”—, pero la Biblia habla de la fe como una convicción firme.

La fe nos permite contemplar con nuestros corazones lo que todavía no podemos mirar con nuestros ojos.

Es una seguridad tal, que el creyente puede incluso “ver” lo que no se ve: “Todos estos murieron en fe, sin haber recibido las promesas, pero habiéndolas visto desde lejos y aceptado con gusto” (v. 13). De alguna manera, casi imposible de describir, la fe nos permite contemplar con nuestros corazones lo que todavía no podemos mirar con nuestros ojos. Nos permite saborear ahora un adelanto de lo venidero.

Eso nos lleva a un punto crucial: el objeto de nuestra fe, aquello en lo que creemos. Ese objeto no somos nosotros mismos. Ni siquiera es nuestra propia fe, ya que sin importar cuánta fe tengamos, ella en última instancia no puede cambiar las cosas. Solo Dios las puede cambiar. Y si nuestra fe no está puesta en el objeto correcto, nada vale en realidad.

En cambio, el capítulo nos dice una y otra vez que el objeto de nuestra fe son las promesas de Dios: “También por la fe Sara misma recibió fuerza para concebir, aun pasada ya la edad propicia, pues consideró a Aquel que lo había prometido” (v. 11); “Todos estos murieron en fe, sin haber recibido las promesas” (v. 13); “Por la fe Abraham, cuando fue probado, ofreció a Isaac” (v. 17); “Todos estos, habiendo obtenido aprobación por su fe, no recibieron la promesa” (v. 39).

La fe consiste en estar seguros y esperar en lo que Dios prometió.

¿Por qué creer en las promesas de Dios?

Hebreos también nos dice cuál es el soporte de esa confianza. Consta de dos pilares, y el primero de ellos es la fidelidad de Dios: “También por la fe Sara misma recibió fuerza para concebir, aun pasada ya la edad propicia, pues consideró fiel a Aquel que lo había prometido” (v. 11). Nuestra esperanza de que Dios cumplirá sus promesas se basa en su  fidelidad.

Nuestra esperanza de que Dios cumplirá sus promesas se basa en su fidelidad.

Por supuesto, en el mundo hay personas fieles y confiables, con muchas buenas intenciones, pero sin el poder para darnos todo lo que prometen. Pero ese no es el caso de Dios, y por eso el segundo pilar para el soporte de nuestra fe es el poder de Dios: “[Abraham] consideró que Dios era poderoso para levantar [a Isaac] aun de entre los muertos, de donde también, en sentido  gurado, lo volvió a recibir” (v. 19).

Al pensar en estos dos pilares, no puedo evitar pensar en Romanos 4, cuando dice que Abraham “estaba como muerto puesto que tenía como cien años” (v. 19) cuando recibió la promesa de que sería padre de muchas naciones. Era un hombre viejo y acabado. Cuando miraba a su esposa, también veía a una mujer vieja y estéril. ¡Esto era esterilidad por todos los lados! Sin embargo, creyeron en esperanza contra toda esperanza contraria (Ro 4:18). Ellos consideraban que Dios era poderoso para darles lo prometido (v. 20).

Luego de la cruz de Cristo, nosotros conocemos mucho más que Abraham sobre la fidelidad de Dios y su poder. Tenemos razones de sobra para confiar con convicción en nuestro Dios, esperando en sus promesas para nuestras vidas. Sí, como los creyentes de Hebreos 11, seguramente partirás de este mundo sin ver aquí el cumplimiento todas ellas. Sin embargo, por la fe puedes empezar a vislumbrar ahora lo que Dios hará más adelante.


Imagen: Lightstock.
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