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C. S. Lewis acertó en muchas cosas. También se equivocó en otras. Cuando se equivocaba, se equivocaba de verdad.

Uno de los puntos en los que se equivocó fue en cómo veía los salmos imprecatorios o «maldicientes», definidos (en inglés) por Trevor Laurence como «un discurso que pide, exige, solicita o expresa el deseo de que el juicio divino y la venganza caigan sobre un enemigo, ya sea un individuo o una entidad corporativa».

Si amas el Salterio, y si intentas la práctica cristiana antigua de orar los 150 salmos cada mes (¡tengo un recorrido de oración de Salmos en 30 días [en inglés] justo para ti!), no llegarás muy lejos antes de encontrarte con oraciones para que Dios haga justicia, peticiones para que Dios se vengue de los enemigos de Su pueblo. Algunos de los salmos son principalmente imprecatorios por naturaleza, pero un gran número incorpora elementos imprecatorios, incluso el amado Salmo 139 («Tú me has escudriñado y conocido»), el cual al final expresa odio hacia los enemigos de Dios. También está el infame final del Salmo 137, en el que se pide al Señor que estrelle contra las rocas las cabezas de los infantes del enemigo.

Lewis pensaba que (en inglés) estos salmos eran ingenuos, «diabólicos», dados a la «mezquindad» y a la «vulgaridad». Creía que ese «odio vengativo» era despreciable, lleno de pasiones «infectadas, presuntuosas y no disimuladas» que de ningún modo pueden ser «condonadas o aprobadas». Lewis se las arregló para asegurar un lugar pedagógico para estos antiguos cantos, pero descartó para el cristiano cualquier sentimiento imprecatorio contra enemigos humanos.

El Nuevo Testamento no se avergüenza

Los cristianos con una visión elevada de las Escrituras, que creen que estos salmos forman parte de la Palabra inspirada e inerrante de Dios para nosotros, pueden seguir preguntándose qué lugar pueden tener estos salmos imprecatorios, si es que tienen alguno, en la adoración corporativa o en la devoción personal. ¿Son obsoletos de alguna manera? ¿Son sustituidos por la gracia del Nuevo Testamento? ¿Deberíamos seguir orando estos salmos? Si es así, ¿cómo?

A lo largo de los años, he considerado diferentes formas de reformular o reinterpretar los salmos imprecatorios, sintiendo yo mismo la punzada de estas peticiones. Pero el mayor problema con el que me encuentro es que no veo ni una pizca de vergüenza por parte de Jesús o de los apóstoles respecto a estos cantos del libro de oraciones de Israel. Es más, Jesús cita salmos imprecatorios. Parece extraño pretender que, debido a la venida de Cristo, ya no debamos cantar ni orar las mismas canciones que Cristo no tuvo problemas en cantar ni orar. Es más, la Biblia termina con un libro que incluye peticiones para que Dios destruya a los malvados.

Si descubro que mis sentimientos y sensibilidades no coinciden con los de Jesús y los apóstoles, entonces soy yo quien debe hacer el trabajo de volver al mundo de la imaginación en el que orar canciones como estas tendría sentido. Ahí es donde el libro de Trevor Laurence, Cursing with God [Maldiciendo con Dios], es tan útil. No es una exageración decir que debería convertirse en el recurso de referencia del evangélico para entender los salmos imprecatorios y cómo orarlos. Laurence no solo defiende su uso, sino que insiste en él:

«Los salmos de ira no son meramente un elemento permisible sino, de hecho, necesario en la comunión de la iglesia con Dios, oraciones que conllevan una capacidad insustituible para dar forma al cuerpo de Cristo para la sanidad, la virtud y el testimonio en un mundo que va mal» (p. 4). 

¿Qué ocurre en estos salmos? Los suplicantes ruegan a Dios que interrumpa los asaltos de los malvados, que reivindique a los justos que sufren y que cumpla Su promesa de dictar sentencia contra todo lo que amenace el carácter sagrado del templo-reino de Dios.

El mundo de los salmos

Para entender el qué de los salmos, debemos situarnos en la misma historia. Dios creó un mundo bueno como un templo cósmico para Su presencia. Los humanos recibieron el encargo de ejercer un dominio real y someter la tierra como una casa santa para Dios. Estábamos destinados a ser reyes y sacerdotes que sirvieran y guardaran este mundo bueno. Los seres humanos fracasaron en esta tarea al desobedecer el mandamiento de Dios, y aun así Dios prometió que uno de los descendientes de Eva aplastaría la cabeza de la serpiente.

El resto del Antiguo Testamento narra la historia de Israel como hijo de Dios, un sacerdocio real encargado de seguir los mandatos de Dios y erradicar el mal entre ellos, en anticipación del día en que «toda la tierra será llena de la gloria del Señor» (Nm 14:21). El rey David, como representante del pueblo, debía preparar al pueblo de Dios para la construcción del templo. Los que oran junto a David comparten las mismas preocupaciones: por la gloria del nombre de Dios, la justicia del gobierno justo de Dios y la preservación de la pureza en favor de los inocentes.

Avancemos hasta la época de la iglesia. Ahora oramos los salmos junto a Jesús, el Hijo de David, quien es el único perfectamente justo. En Él, Sus oraciones se convierten en nuestras oraciones, y nuestras oraciones permanecen en línea con las promesas del pacto de Dios.

«El oficio divinamente concedido a la iglesia, una participación en el sacerdocio real del Hijo de Dios al que está unida, la inviste con la autoridad de proteger el templo-reino de Dios en oración» (p. 261). 

Dentro del mundo de los salmos, la oración imprecatoria es un medio por el que hoy entonamos cánticos contra el maligno. Laurence describe esta oración como una forma de proteger al pueblo de Dios y de esperar el día en que toda la tierra se llene de Su presencia (y el mal sea erradicado). Los cantos de maldición son una participación pacífica y suplicante en la promesa de Dios de herir a la simiente de la serpiente y restaurar la paz del jardín.

Orar mientras se espera

En lugar de considerar los salmos imprecatorios como un modo problemático o anticuado de orar, Laurence cree que son «las plegarias de los que tienen hambre y sed de justicia» (p. 256). Oramos contra «los depredadores violentamente injustos que acechan y se abalanzan sobre los inocentes» y contra «los asaltos injustificados de los malvados» que «aterrorizan a los piadosos».

Por supuesto, el Nuevo Testamento da forma a nuestra manera de orar estos salmos, pues ya no vivimos en el antiguo Israel. Podemos ver cómo Jesús se convierte en el cumplimiento de estas oraciones, tanto al asumir Su papel de Rey perfectamente inocente que recibe vindicación, como al convertirse en Aquel que es maldecido por nuestras transgresiones, cargando con el peso del pecado del mundo.

  • En y junto a Cristo, oramos para que Dios haga justicia, en lugar de tomar venganza en nuestras propias manos.
  • Oramos para que Dios desbarate los planes de los malvados, con la esperanza de que ejerza Su misericordia y Su juicio rescatando al malhechor del pecado mediante el arrepentimiento o deteniendo los planes que llevan a la injusticia.
  • Oramos contra Satanás y las fuerzas espirituales que combaten contra nosotros, que tratan de profanar nuestros templos terrenales llevándonos a la infidelidad.
  • Incluso dirigimos estas oraciones a nuestros propios pecados, pidiendo a Dios que sea implacable a la hora de purificar nuestros corazones de todo mal y tentación.

Oramos las oraciones imprecatorias. Ellas están en el Salterio por una razón.

Oremos por el reino

Laurence afirma que encontramos una recomendación implícita de los salmos imprecatorios en la segunda petición del Padrenuestro. Cada vez que decimos: «Venga a nosotros Tu reino», estamos suplicando la manifestación del reino de Dios en la tierra. Queremos ver a los creyentes reflejar el carácter del reino, a los pecadores convertidos para unirse al reino y a los enemigos violentos interrumpidos en su oposición al reino, mientras esperamos el día del regreso de Cristo.

C. S. Lewis se equivocó con los salmos imprecatorios; sin embargo, cada vez que pronunciaba el Padrenuestro, estaba incorporando todas las esperanzas y peticiones de estos cánticos impetuosos, rogando a Dios que hiciera justicia, cumpliera Su pacto y trajera la plenitud del reinado de Cristo como Rey. Así, junto con los mártires que incluso ahora claman por su vindicación, también nosotros decimos: «Ven, Señor Jesús. Haz nuevo el mundo».


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Eduardo Fergusson.
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