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Muchas veces pensamos que el evangelio es un punto intermedio entre dos polos opuestos: el legalismo y el antinomismo.

Estas dos palabras son sumamente importantes, y vale la pena repasarlas.

  • El legalismo es la idea y actitud del corazón que afirma que podemos ganarnos el favor de Dios y la salvación por nuestra obediencia.
  • El antinomismo (que viene del griego y significa “contra ley”) es la actitud y enseñanza de que podemos relacionarnos con Dios y vivir en plenitud sin obedecer su Palabra.

Al ver las dos definiciones, ¿ves lo fácil que es pensar que son dos actitudes completamente opuestas? Y también sería fácil pensar que vivir conforme al evangelio consiste en ser balanceados entre los dos puntos. Por ejemplo, no es raro ver iglesias o creyentes que, combatiendo el legalismo, terminan siendo antinomianos cuando solo querían ser equilibrados y centrados en el evangelio.

¿Pero qué pasaría si aprendemos que el legalista y el antinomiano tienen más en común entre ellos que entre un cristiano genuino y un legalista, o un cristiano y un antinomiano?

La verdad es que el legalismo y el antinomismo no son polos opuestos en un espectro, sino dos cabezas en el cuerpo del mismo monstruo. Y el evangelio no es un punto intermedio entre ambos males. El evangelio, en realidad, es algo totalmente diferente, y las implicaciones de esto son inmensas para la vida cristiana.

Mira cómo el legalismo y el antinomismo, en realidad, son en esencia el mismo mal.

Tienen el mismo objetivo.

Contrario a lo que puede parecer a simple vista, tanto el legalista como el que pretende vivir abiertamente sin obedecer a Dios son movidos en última instancia por las mismas motivaciones y pasiones en sus corazones.

Timothy Keller ha explicado esto de manera excelente en su libro: Dios pródigo, al hablar sobre la célebre parábola del hijo pródigo en Lucas 15.

En aquella historia, el hijo menor, que en el contexto de la parábola representa a los pecadores notables de la sociedad, le pide a su padre que le dé su herencia adelantada. Este hijo, explica Keller, quiere las cosas del padre, pero no quiere al padre ni su autoridad en la vida. Actúa como el típico antinomiano.

La historia sigue. El hijo menor se arrepiente luego de vivir en desorden y vuelve a casa. Su padre le muestra gracia, le prepara una fiesta, y ordena matar un becerro engordado para celebrar que su hijo ha vuelto.

Aquí viene el giro en la historia: la gracia del padre hacia su hijo menor hace que salgan a relucir las motivaciones del corazón del hijo mayor (¿acaso eso no pasa con muchos de nosotros cuando creemos que Dios bendice a otros más que a nosotros?).

El evangelio arregla nuestra visión de Dios: conocemos que Dios es justo y totalmente santo, y al mismo tiempo nos ama.

El hijo mayor, que en el contexto de la parábola representa a los fariseos y legalistas, se enoja con el padre y no quiere entrar a la fiesta. Pero el padre lo ama, sale a buscarlo, y le ruega que entre para que se goce también.

Este hijo mayor está molesto por cómo el padre administra sus cosas, gastando en un banquete para su hijo menor. El hijo mayor siente que, al haber sido siempre obediente, él sí tiene derecho a las posesiones del padre. Por eso le resulta injusto que su hermano menor pueda recibir los regalos del padre.

En otras palabras, el hijo mayor, como el hermano menor anteriormente, también busca controlar las cosas del padre y vencer su autoridad. Esto es revelador. Keller explica:

“Los corazones de los dos hermanos eran iguales. Ambos hijos estaban resentidos con la autoridad del padre y buscaban la manera de librarse de ella. Los dos querían alcanzar una posición en la que pudieran decirle al padre lo que tenía que hacer. Es decir, cada uno se rebeló, pero uno lo hizo siendo muy malo y el otro siendo demasiado bueno. Los dos estaban lejos del padre, ambos eran hijos perdidos”.[1]

Allí tienes una razón de por qué el legalismo es tan terrible como el antinomismo. Al antinomiano (hermano menor) y al legalista (hermano mayor) los mueven los mismos motivos y tienen el mismo objetivo: desean tener las cosas del Padre y vivir sin su autoridad. Esa es la esencia del pecado.

Pero hay más. No solo tienen el mismo objetivo, sino que además están inmersos en el mismo engaño sobre el carácter de Dios.

Creen las mismas mentiras.

El legalista y el antinomiano afirman en lo profundo de sus mentes las mismas mentiras diabólicas.

Mentira #1: Dios no es tan santo.

Si el legalista entendiese que Dios en verdad es santo, vería que él es un pecador que no puede obedecerlo perfectamente o ganarse su bendición. Sería más fácil caminar por toda Latinoamérica descalzo sobre vidrio roto que salvarnos a nosotros mismos o contribuir a nuestra salvación. Y como nadie puede obedecer perfectamente, nuestras acciones no determinan la bondad que Dios derrama sobre nosotros.

El legalista, entonces, rebaja la santidad de Dios al reducir los estándares de los mandamientos para así pensar que puede cumplirlos y estar bien con Dios (cp. Mt. 23:16-23). Pero si el legalista comprendiese la santidad de Dios, diría: “En realidad nunca he obedecido verdaderamente a Dios; nunca lo he adorado con todo mi corazón. ¡Ten piedad de mí, Señor!”.

Y si el antinomiano entendiese la santidad de Dios, sabría que no tomarse en serio los mandamientos de Dios es tonto y suicida. Temblaría ante el Señor santo y soberano.

Mentira #2: Dios no es tan bondadoso.

Si el legalista se diera cuenta de que la bondad de Dios es inagotable, sabría que, incluso aunque obedeciera mucho, eso no determina en última instancia su salvación o la bendición de Dios hacia él. Su legalismo, como tal, se acabaría. En otras palabras, si sabemos en verdad que Dios nos ama y recibe por gracia, entonces sabemos que todo lo que Él nos ordena hacer no nos hará más salvos o amados.

Si Dios nos ama y recibe por gracia, entonces todo lo que Él nos ordena hacer es bueno y deseable.

Por otro lado, si el antinomiano realmente se percatara de que la bondad de Dios es inagotable, entendería que los mandamientos de Dios son buenos para nosotros. Si Dios nos ama y recibe por gracia, entonces todo lo que Él nos ordena hacer es bueno y deseable.

En resumen, tanto el legalista como el antinomiano divorcian los mandamientos de Dios del carácter bondadoso de Dios.[2] Como ha dicho Sinclair Ferguson, “el legalismo y el antinomismo son, de hecho, gemelos no idénticos que surgen del mismo útero”.[3]

¡Pero gloria a Dios que el evangelio lo cambia todo! De eso se trata nuestro último punto.

Requieren el mismo antídoto.

Timothy Keller añade correctamente: “Tanto el legalismo como el antinomismo, en principio requieren el mismo tratamiento: una nueva visión de la belleza de Dios mismo y de Su gracia gloriosa, gratuita y valiosísima. Tanto el legalismo como el antinomismo se curan solo con el evangelio” (énfasis añadido).[4]

¿Y por qué el evangelio es el antídoto preciso? Porque el evangelio arregla nuestra visión de Dios. Lo conocemos como un Dios justo y totalmente santo, que al mismo tiempo nos ama. Es la mejor noticia en el universo, y además es la máxima muestra de que las mentiras del legalismo y el antinomismo son malignas y absurdas.

Entender que somos en extremo pecadores y que Dios es completamente santo, y que por ello Cristo tuvo que morir por nosotros para salvarnos, nos lleva a comprender en realidad la santidad de Dios. Al mismo tiempo, nos muestra el amor de Dios.[5] De hecho, Jesús no vino al mundo para que el Padre nos amara, sino porque ya nos amaba (Jn. 3:16; Ro. 5:18).

Debemos y necesitamos hablar siempre de la gracia de Dios y sus mandamientos sin desconectarlos de la cruz de Cristo.

Y esto es lo que ocurre cuando abrazamos el mensaje de la cruz: estamos agradecidos ante Dios, y eso nos mueve a amarlo y obedecerlo. Así lo explica el apóstol Juan: “Nosotros amamos, porque Él nos amó primero” (1 Jn 4:19). Y ese amor a Dios se expresa en obediencia, como lo afirmó Jesús: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Jn 14:15).

Por lo tanto, ver a Cristo en la cruz extingue al legalismo y al antinomismo como un océano entero extinguiría la llama de una diminuta vela casera. El evangelio cambia nuestras motivaciones y pensamientos para que nuestros corazones giren en una órbita donde Dios es el centro que mueve nuestras vidas.

Conclusión: ¡Atesoremos el evangelio!

Como he dicho, las implicaciones de esto para la vida cristiana son inmensas. Personalmente, apenas estoy rozando la superficie de ellas. Pero si algo vemos de inmediato, es que debemos y necesitamos hablar siempre de la gracia de Dios y sus mandamientos sin desconectarlos de la cruz de Cristo; sin desconectarlos de la Persona y obra de Jesús. Él es la máxima revelación el carácter de Dios. “Nadie ha visto jamás a Dios; el unigénito Dios, que está en el seno del Padre, Él lo ha dado a conocer” (Jn. 1:18; cp. 14:9, Col 1:15, Heb 1:3).

Necesitamos ver que si caemos en la trampa de desconectar tanto la gracia como los mandamientos de Dios del evangelio, sin importar lo mucho que mencionemos palabras como “gracia”, “obediencia”, o incluso “Dios”, no atacaremos al legalismo y al antinomianismo en la raíz, y no disfrutaremos la vida cristiana a la luz del santo amor del Señor. Como decía Charles Spurgeon: “Los sermones sin Cristo hacen regocijar al infierno”.[6]

La centralidad en el evangelio es indispensable para nuestro gozo y para vivir glorificando a Dios desde lo profundo de nuestros corazones. Solo la gracia costosa del evangelio vence de verdad al legalismo y al antinomismo. Si estos dos males son un solo monstruo de dos cabezas, entonces el evangelio es la espada que lo aniquila para liberarnos de la esclavitud que viene de tener una visión errada de Dios.

Por lo tanto, deja de ver estos males como polos opuestos. Si has cometido ese error, al igual que yo en el pasado, no guardes la espada del evangelio en el sótano de tus pensamientos. Tenla en el centro de tu vida.


1. Timothy Keller, El Dios pródigo (Andamio, 2015), loc. 322-325.

2. Esta es una de las tesis del teólogo Sinclair Ferguson en su libro The Whole Christ: Legalism, Antinomianism, and Gospel Assurance—Why the Marrow Controversy Still Matters (Crossway, 2016).

3. Ferguson, p. 84.

4. Timothy Keller, La predicación: Compartir la fe en tiempos de escepticismo (B&H, 2017), p. 48-49.

5. Estoy consciente de que esta forma de hablar del amor de Dios y su santidad puede sugerir a algunos que el amor de Dios y su santidad son polos opuestos dentro del carácter de Dios que se complementan, lo cual sería una desafortunada ironía en este artículo. ¡Nada está más lejos de la realidad! Estoy de acuerdo con David F. Wells en su libro Dios en el torbellino (Andamio, 2016), en que Dios “la santidad de Dios y su amor se encuentran, siempre y en todos sitios, inseparables, porque pertenecen igualmente al mismo carácter absolutamente perfecto y glorioso” (loc. 1715).

6. Charles Spurgeon, Why The Gospel Is Hidden.


IMAGEN: LIGHTSTOCK.
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