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Sin el Espíritu de Dios, todo estudio humano es en vano

Señor, muéstrame Tus caminos,
Enséñame Tus sendas.
Guíame en Tu verdad y enséñame,
Porque Tú eres el Dios de mi salvación;
En Ti espero todo el día (Sal 25:4-5).

Cuando miras un árbol, ¿qué ves? Podría parecer una pregunta absurda. ¿Acaso no todos vemos un árbol? Corteza, hojas, ramas, altura, anchura, sombra, fruto, belleza, potencial de uso. Pero ¿eso es todo? Una vez que hemos visto esos aspectos, ¿hemos visto el árbol? Es decir, ¿realmente lo hemos visto?

Cuando estudiamos el mundo, nos acercamos a lo que ha sido creado por Dios. Si nos contentamos con detenernos en los hechos observables, ¿realmente hemos aprendido a estudiar? ¿Realmente hemos aprendido a ver? No te detengas en los árboles. Dirige tu mirada al mundo. Observa las maravillas que descubres: un pájaro en pleno vuelo, el descenso suave de un copo de nieve, los movimientos coordinados de las hormigas. ¿Qué significan estas cosas? ¿Realmente comprendemos?

El Salmo 25:4-5 nos dice que no somos tan omniscientes como podríamos pensar. En realidad, dependemos del Señor, no solo para los aspectos cotidianos y esenciales de la vida (como el pan de cada día), sino también para la capacidad de discernir la verdad y crecer en entendimiento. El Señor ha usado el Salmo 25 para desafiarme a emprender mis estudios con humildad, reconociendo que, a menos que Él obre para derramar Su luz y guiar mi mente, yo estudio en vano.

Errantes en una tierra lejana

Cuando Adán y Eva comieron lo que Dios había prohibido, sumieron al mundo en la oscuridad. Aunque sus ojos fueron abiertos, llegaron a ser como aquellos que describió el profeta Isaías, quienes viendo ven y no perciben, y oyendo oyen y no entienden (Is 6:9). Aunque fueron creados por Dios para una comunión íntima, terminaron expulsados de Su presencia; sus necios corazones se entenebrecieron y sus razonamientos se hicieron vanos (Ro 1:21). Reflexionando sobre este tema, que sirve de trasfondo al Salmo 25:5, Agustín confiesa: «Expulsado del paraíso por Ti y errante hacia una tierra lejana, no puedo regresar por mis propias fuerzas a menos que Tú vengas a mi encuentro en mi deambular» (Ancient Christian Commentary on Scripture [Comentario cristiano antiguo de la Escritura], 7:194).

Dependemos del Señor para la capacidad de discernir la verdad y crecer en entendimiento

Podemos caer en la tentación de olvidar la naturaleza entenebrecida de nuestra mente cuando se trata de la búsqueda del conocimiento. Adoctrinados por la deificación de la razón posterior a la Ilustración, tendemos a pensar que el aprendizaje y el estudio son independientes de nuestro estado espiritual. Reconocemos que los asuntos espirituales se disciernen espiritualmente y, por eso, cuando abrimos la Palabra de Dios, (es de esperar que) le pedimos que abra nuestros ojos para que contemplemos Sus maravillas (Sal 119:18). Pero relegamos otros aprendizajes al ámbito de la razón pura. Claro, los muros del paraíso son inexpugnables y están bien custodiados, pero ¿no podemos construir torres al oriente del Edén?

Quiero proponer que la oscuridad en la que vagamos es más penetrante de lo que solemos creer.

“Hazme conocer Tus caminos”

El pequeño planeta en el que vivimos, inclinado en el ángulo preciso, girando a la velocidad exacta, situado a la distancia perfecta del sol, es, al igual que el vasto cosmos del que forma parte, creado por Dios. Este hogar que Dios diseñó para nosotros tiene un propósito singular: que lo glorifiquemos viviendo en feliz comunión con Él. Todas Sus obras, en todos Sus caminos son, tomando prestada la metáfora de C. S. Lewis, rayos de luz destinados a atraer nuestra mirada hacia Él (ver Stg 1:17).

Cuando miramos el cielo, cuando vemos el sol, la luna, las estrellas, se supone que debemos ser impulsados a adorar a Dios. Quizás eso nos resulte fácil de entender. Pero ¿qué pasa cuando contemplamos la complejidad de una sola célula? ¿O la maravilla del ciclo del agua? ¿O la rapidez del tamborileo perfectamente sincronizado de un pájaro carpintero? ¿O la majestuosidad de un gran roble? ¿O el poder de la polaridad magnética?

Así como el sol y la luna, todos los detalles infinitesimales del mundo creado están diseñados para llevarnos a adorar a nuestro Creador

Así como el sol y la luna, todos los detalles infinitesimales del mundo creado están diseñados para llevarnos a adorar a nuestro Creador. «Porque de Él, por Él y para Él», escribe el apóstol, «son todas las cosas» (Ro 11:36). Reflexionando sobre estas palabras, Jonathan Edwards escribe:

Toda la belleza que se encuentra en toda la creación no es sino el reflejo de los rayos difusos de ese Ser que posee una infinita plenitud de resplandor y gloria… [Él] no solo es infinitamente más grande y más excelente que cualquier otro ser, sino que es la cabeza del sistema universal de la existencia; el fundamento y la fuente de todo ser y toda belleza; de Quien todo se deriva perfectamente, y de quien todo depende de la manera más absoluta y perfecta (Works of Jonathan Edwards [Obras de Jonathan Edwards], 8:550–51).

Debido a que la creación proviene de Dios y es sustentada por Él, pasamos por alto la verdad fundamental de cualquier cosa que estudiemos cuando no logramos ver cómo debería conducirnos a adorarlo. La oscuridad en la que caminamos nos oculta más que solo nuestra salvación espiritual; nos ciega a la naturaleza del mismo suelo que pisamos, del mismo aire que respiramos.

Hombre ascendente vs. hombre dependiente

Todo estudio que honra a Dios, ya sea de la Palabra de Dios o del mundo que Él creó, debe emprenderse en dependencia. A menos que el Señor dirija la mente, el estudiante estudia en vano.

El pensamiento contemporáneo no modela bien esta dependencia. El espíritu del mundo moderno negó tal necesidad. Con las herramientas adecuadas, el conjunto de datos correcto, cualquiera podría llegar a una comprensión correcta usando la razón independiente. El hombre ascendente. ¿Habrá algo que se proponga hacer que le sea imposible?

El espíritu contemporáneo del posmodernismo es quizás más moderado, pero difícilmente menos idolátrico. Tal vez el razonamiento científico sea más defectuoso, la verdad menos alcanzable. Pero ¿que el mundo reciba coherencia o significado desde el exterior? Difícilmente. No, seguimos los pasos de nuestros antepasados, haciéndonos a nosotros mismos la medida de todas las cosas, deseando tomar el conocimiento como nuestro derecho y a nuestra manera, en lugar de buscarlo en Aquel que «con sabiduría fundó la tierra» y que «estableció los cielos» con entendimiento, «por [Cuyo] conocimiento los abismos se abrieron y las nubes destilan el rocío» (Pr 3:19-20). Somos, como Caín, errantes sobre la tierra.

Todo estudio que honra a Dios, ya sea de la Palabra de Dios o del mundo que Él creó, debe emprenderse en dependencia de Él

Por lo tanto, debemos pedir ayuda. Reconocemos que somos hombres dependientes. Es cierto, se nos ha dado mayordomía sobre la tierra como virreyes de Dios. Pero los mayordomos y virreyes son aquellos que están bajo autoridad, que reciben su comisión y sus tareas de otro. Trabajamos arduamente para aplicar nuestras facultades dadas por Dios mientras buscamos aprender sobre el mundo sobre el cual Dios nos ha dado dominio. Hacemos descubrimientos y buscamos constantemente aplicar lo que aprendemos de maneras nuevas. Lo hacemos como criaturas en la creación, reconociendo que nosotros, y la creación, somos de Dios, por Dios y para Dios.

Dios es misericordioso al brindarnos ayuda. Lo hace en la persona del Espíritu Santo, Quien nos saca de las tinieblas a Su luz admirable. El Espíritu nos da nueva vida en Cristo y abre nuestros ojos para que podamos contemplar la belleza del Señor. En Su luz, comenzamos a ver todo con nuevas tonalidades. Los hechos que aprendemos en el camino sobre historia, ciencia o matemáticas ya no son simplemente nueva información sobre un mundo en el que casualmente vivimos. Para aquellos cuyos ojos han sido abiertos por el Espíritu de verdad, los hechos son pequeñas ventanas a la creatividad y providencia de Dios. Aprender sobre cómo funcionan las personas en la sociedad o leer obras de literatura se convierten en oportunidades para crecer en apreciación por la complejidad aparentemente infinita de aquellos hechos a imagen de Dios.

Una vez hechos ciudadanos del reino de Dios, ya no nos reconocemos como errantes en el desierto, sino como habitantes de Su creación buena y bien ordenada.

¿Qué es un árbol?

Todo esto me impactó de nuevo hace varios años cuando al conversar con un amigo discutimos sobre un árbol. Reconocimos que podíamos aprender mucho sobre ese árbol al estudiarlo. Sus hojas y corteza, las semillas y la savia que producía, su altura y anchura (con suficiente estudio cuidadoso) producirían fuentes de conocimiento sobre cómo crecía y se reproducía, qué edad tenía, a qué familia pertenecía, si estaba sano o enfermo, la fuerza de sus raíces y más. Pero sin la obra del Espíritu en nuestros corazones para abrir nuestros ojos, solo sería un mero árbol. Interesante, bonito, útil. Eso es todo.

¿Qué nos perderíamos? Bueno, no veríamos que fue diseñado por el Creador para revelar algo sobre Él y Sus obras. No veríamos que su fuerza natural apunta a los brazos fuertes de Dios. No veríamos que las hojas mecidas por el viento revelan la manera en que se mueve el Espíritu. No veríamos que la muerte vivificante de cada semilla proclama la obra salvadora del Hijo. No veríamos que el refugio de sus anchas ramas nos invita a refugiarnos en Aquel que hizo todas las cosas. En resumen, aunque pudiéramos saber mucho sobre el árbol, no lograríamos entenderlo.

Dependemos de Dios para que abra nuestros ojos. «SEÑOR, hazme conocer Tus caminos» (Sal 25:4). Sin Su ayuda, podríamos andar a tientas en la oscuridad. Podríamos aumentar en información y ser capaces de discernir grandes misterios en el mundo. Podríamos obtener becas, ganar premios y recibir los elogios de los eruditos. Para muchos, tal andar a tientas parece una gran sabiduría. Pero el principio de la sabiduría es el temor del Señor. Sin el amor de Dios derramado en nuestros corazones, todo estudio es simple vanidad.


Publicado originalmente en Desiring God. Traducido por Eduardo Fergusson.
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