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El origen divino de las Escrituras

Pongamos las cartas sobre la mesa: para el Cristiano, ningún libro es tan importante como la Biblia. La encontramos, por un lado, llena de afirmaciones que hablan de sí misma como miel, como vida, como luz en nuestro caminar. Cuando nos acercamos a ella, de manera humilde, podemos encontrar vez tras vez la solución a la situación que nos ocupe.

La Biblia es lo que es porque viene del gran Yo Soy, y me atrevo a argumentar que esto es evidente de diversas maneras. Un maravilloso argumento del origen divino de la Biblia es la amplia difusión que ha tenido a través de Europa, Asia, África y América. Es cierto que el paganismo se ha difundido mucho, pero esa difusión es con muchas religiones. En ciertos lugares adoran una estrella, una vaca, algunas plantas, y los ritos difieren de acuerdo a la naciones. No así con el Cristianismo, que es uno solo, como la levadura que ha leudado toda la masa: “El reino de los cielos es semejante a la levadura que una mujer tomó y escondió en tres medidas de harina, hasta que todo quedó leudado” (Mat.13:33).

En el espacio de treinta años, la Biblia fue conocida en todo el Imperio romano, llegando hasta la casa del emperador. Sobre esto dijo Agustín: “Si los milagros relatados por nuestros escritores son verdad, entonces ellos dan testimonio de la verdad de las Escrituras. Si son falsos o arreglados, tenemos el mayor de los milagros: que el Cristianismo prevalezca en el mundo como lo ha hecho”. Es aún más maravilloso si se considera que sus doctrinas son contrarias a la naturaleza humana.

No se promete gratificar los sentidos, ni esplendor de vida, ni placeres, ni beneficios terrenales; sino que somos atados a renunciar a todas esas cosas y esperar persecución aun de nuestros amigos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame… Que no reciba cien veces más ahora en este tiempo: casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y en la edad venidera, la vida eterna” (Mat.16:24; Mar.10:30).

Las enseñanzas de la Palabra nos llevan a navegar en contra de los vientos de la carne y del mundo; el hecho que prevalezca es signo de su divino poder. Considere los débiles hombres que la dirigieron o fueron usados para promoverla: algunos fueron pescadores, destituidos de ayuda, sin poder, ni sabiduría, ni autoridad, sin las ventajas que uno pensaría necesarias para una obra tan grande. Piense que si para dar a conocer cualquier producto en el mundo y cambiar el gusto de las personas se necesitan recursos enormes, miles de millones de dólares, ¿cuanto más para convertir los corazones de los hombres? Y ellos predicaron y convirtieron a muchas naciones, y lo hicieron sin contar con el apoyo de los grandes, y sin dinero.

Los primeros que recibieron su mensaje no fueron los ricos, sino los pobres y despreciados entre los pueblos. Es natural que cada uno trate de ganar la sonrisa de los que están arriba, pero aquí fue al revés, puesto que fueron perseguidos por los gobernantes y recibidos por los de abajo: “Oíd: ¿No ha elegido Dios a los pobres de este mundo, ricos en fe y herederos del reino que ha prometido a los que le aman?” (Stg.2:5). Y así como los israelitas crecían con la opresión, el Cristianismo lo hace con las persecuciones.

Es maravilloso. No tenían dones de elocuencia, ni interés terrenal, ni las destrezas que tuvo el mundo, y aun así prevalecieron. Llevaron las Escrituras con sencillez, ni arte ni pompa de palabras: “Y estuve entre vosotros con debilidad, con temor y con mucho temblor. Ni mi mensaje ni mi predicación fueron con palabras persuasivas de sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (1Co.2:3-5), y con esa debilidad trataron y ganaron a la fe hombres talentosos e instruidos, cuya religión habían heredado de sus ancestros por siglos, y les persuadieron abandonarla y abrazar hasta la muerte el Cristianismo.

Los milagros. Nadie puede imaginar que el poder divino se manifestaría para dar apoyo a la falsedad. Los milagros fueron solemne confirmación de que las enseñanzas de ellos venía del cielo, es el testimonio divino que lo dicho con palabras debe ser recibido con estimación y crédito. Antes de la venida del Mesías hubo un silencio total en cuanto a los milagros, como introducción a que el Mesías fuese conocido, pues Él y sus mensajeros hicieron multitud de señales y prodigios, aun frente a sus adversarios más encarnizados.

Cristo no sólo curó sino que restauró a una perfecta salud, por eso le dijo Nicodemo: “Rabí, sabemos que has venido de Dios como maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, a menos que Dios esté con él” (Jn.3:2). Siendo obrados por un poder divino, muestran una misión divina. Como Cristo hizo, así también sus apóstoles: “¿Cómo escaparemos nosotros si descuidamos una salvación tan grande? Esta salvación, que al principio fue declarada por el Señor, nos fue confirmada por medio de los que oyeron, dando Dios testimonio juntamente con ellos con señales, maravillas, diversos hechos poderosos y dones repartidos por el Espíritu Santo según su voluntad” (Heb.2:3-4).

De donde se puede observar que los milagros no fueron hechos cuando los hombres lo requerían o cuando los instrumentos le agradase, sino de acuerdo a la voluntad de Dios sobre ocasiones especiales y de paso, que fuese evidente que Dios fue el obrador de esos milagros, y no que eran para buscar reputación, más bien para establecer el testimonio divino. Así no se perdería la majestad de Dios.

Las profecías. El cumplimiento de las profecías y los juicios es como si Dios ha hecho la Palabra una regla de procedimiento, y como si el gobierno del mundo fuese manejado por las Escrituras. Las profecías de la Biblia son fielmente cumplidas: “Decidnos lo que ha de venir después, para que sepamos que vosotros sois dioses” (Isa.41:23); un hombre puede predecir cosas que dependen de causa naturales, como la lluvia, el viento, la nieve, el calor, el frío, los eclipses. Pero la Biblia predice cosas que dependen de la voluntad de Dios o de la voluntad del hombre; tal como el rechazo de los judíos y el recibimiento de los gentiles; la destrucción de Jerusalén; el surgimiento del papado, y otros.

Las Escrituras no sólo son un registro del pasado, sino también de lo que va a suceder. Sus promesas son cumplidas: “He aquí que yo estoy para ir por el camino de todo el mundo. Reconoced, pues, con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma que no ha fallado ni una sola palabra de todas las buenas promesas que Jehová vuestro Dios os había hecho. Todas se han cumplido para vosotros; no ha fallado de ellas ni una sola palabra” (Jos.23:14). Hay aquí dos hechos que hablan de esta veracidad; que Josué estaba próximo a morir y por tanto no se supone que estuviese engañando, y el otro que apela a la experiencia de que sabían que Dios había sido fiel en cumplir lo prometido.

De manera que el testimonio externo de la Biblia, la difusión, los milagros, sus promesas, confirman que ella es la Palabra de Dios.

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