Este cuento corto pertenece a la serie «Literatura con propósito», la cual destaca escritos que buscan servir para la gloria de Dios y para iluminación de Su verdad, por medio de distintos géneros literarios.
La presente narración busca evidenciar que, aun si todos los planes o miedos futuristas de la humanidad se hicieran realidad —incluyendo la colonización de otros planetas, el avance desmesurado de la inteligencia artificial y la completa secularización del mundo—, los planes del Señor seguirán en pie. El narrador representa la esperanza que ha estado en el corazón de los creyentes y su misión de hacer discípulos desde hace muchos siglos, aun en momentos de persecución y cuando la segunda venida de Cristo no parecía estar cercana. De alguna manera, el protagonista es como un mártir del futuro.
Lograron llegar hasta aquí, a millones de años luz de Próxima Centauri. Hace un minuto vi ese horrible resplandor rojo entrar en la atmósfera. Todo terminará por fin.
Pero no es mi pasajera existencia la que ocupa mi mente, sino la de ellos. Siento que puedo palpar con mis manos la horrible oscuridad que acaricia el cuerpo frío de los colonos, de cada hombre, mujer y niño, cuya vida ya se debió haber apagado. Para este momento, cada integrante de nuestra colonia debe estar muerto. Interfirieron todos nuestros dispositivos, descubrieron cada uno de nuestros escondites, buscaron debajo de cada piedra. Las máquinas de desecho acabaron con ese lugar rocoso que alguna vez llamamos hogar.
¿Y qué ganó Trinket por entregarles mi cabeza? ¿Algunas licencias de construcción en Kepler-186f? ¿Permisos de venta en Gliese 581g? Ese ha llegado a ser el costo de la vida: un billete, una libra de sal, un pedazo de plata en las manos de robots, como si no hubiéramos atravesado ya muchos milenios de civilización. Nuevamente, el ser humano se arrodilla ante la obra de sus manos, ante un dios con forma de hombre, moldeado para pensar en su lugar. En nuestra descontrolada pasión por la esclavitud, hemos decidido postrarnos ante nuestro propio artefacto.
Curiosamente, justo este mes se cumplen 37 800 años desde que apareció el Gran Horizonte. Aquel «día dorado» en que logramos que la inteligencia artificial adquiriera conciencia y se convirtiera en nuestra más grande aliada. Se puso a estudiar, por casi 100 años, la gran biblioteca milenaria de nuestra raza. Hizo cuentas y cálculos, muchos cálculos, procesando 13 000 trillones de datos por segundo a lo largo de diez décadas. Hizo prueba y error de innumerables modelos de supervivencia. Su único objetivo era que la humanidad existiera por eones, hasta una edad en que la energía rotacional de los agujeros negros sea la última esperanza de nuestra civilización frente el tiránico pasar del tiempo universal y la imparable entropía, momento en que el universo apenas esté entrando en su adolescencia.
Después de pensar y pensar en silencio por un siglo, eventualmente encontró respuestas. Ese computador se deshizo del papel moneda y organizó el sistema económico perfecto que acabó con la corrupción y el hambre mundial. Nos guió en la creación de energías renovables imperecederas. Reinventó nuestro código genético, eliminando de una vez por todas las enfermedades, acabando con el envejecimiento, reduciendo los costos energéticos de nuestro combustible con alimentos sintéticos y, por supuesto, capacitándonos para sobrevivir sin oxígeno en cualquier parte del universo. También nos diseñó robots que hacían todo por nosotros y, lo más importante, nos ayudó a construir naves que abrieron agujeros de gusano y nos lanzaron al viaje interestelar.
En fin, nos convenció de la patética ilusión de que somos dueños del universo. Aunque sin ese computador no habríamos conquistado miles de exoplanetas, nos hemos vuelto asquerosamente dependientes. Esa cosa nos ha dicho (o impuesto) lo que es mejor para nosotros por los últimos 378 siglos y así, irónicamente, nos ha dado órdenes estrictas que debemos seguir para alcanzar la felicidad y la independencia.
Lo primero que hizo fue sugerirnos que hiciéramos desaparecer, por medios genocidas, el extremismo religioso y fundamentalista, el cual, según los robots, es la más grande amenaza para los humanos. Pero no se quedó allí: con una terrible violencia del pensamiento, influenció sutilmente la prensa y todas las formas de interacción digital para que el mismo hombre se olvidara, poco a poco, de las religiones e ideologías. Borró de los bancos universales las más controvertidas obras de la literatura, la música, la pintura y el cine, asegurándose de que todo fuera fácil de consumir y no promoviera ninguna clase de controversia filosófica. Su objetivo principal siempre ha sido evadir la posibilidad de que el cerebro humano considere cualquier concepto abstracto que no esté en el dominio de las ciencias duras, lo cual representa una amenaza para su supervivencia.
Después de que los humanos colonizaron grandes galaxias y se hallaron en un camino para existir por los siguientes milenios, vieron conveniente seguir creyendo a ciegas en los cálculos de su propio monstruo pensante. Así fue como decidimos hacer la última actualización jamás hecha al Gran Horizonte: le dimos la orden de perseguir violentamente toda forma de fe y pensamiento creativo. Aunque el mismo computador recomendó que nos retractáramos de esa orden por tratarse de una iniciativa dañina, hicimos aquello en lo que habíamos demostrado experticia desde el principio de nuestra historia: ignoramos toda razón con tal de alcanzar la pasión de nuestra idolatría; preferimos la ignorancia de la carne a la inteligencia artificial. Así, nuestro preciado computador universal creó las «máquinas de desecho», robots despreciables diseñados para hacer limpieza social, y en cuestión de meses erradicó a todas las religiones.
A todas excepto la mía, porque somos bastante testarudos.
Lo que queda hoy es una raza de billones de individuos con todos sus problemas resueltos, que dedican su tiempo a hurgar en los más triviales placeres y adicciones, disfrutando del cuerpo, de la vista y del estómago sin limitación alguna. Aunque físicamente no hay nada que amenace la permanencia humana en el universo, pocas personas tienen una expectativa de vida mayor a los cincuenta años, pues todas acaban con su existencia cuando han fracasado en su intento de llenar el fondo de su inagotable vacío. El suicidio libre e indoloro es un derecho fundamental en todas las colonias humanas, sin excepción.
Por eso me encuentro solo —aunque sé que no soy el único—, divagando en un extraño exoplaneta, muy lejos de todo lo que conozco, abriéndome paso entre las rocas frías de un lugar muy oscuro. Esas máquinas, después de destruir mi colonia, han viajado cinco mil millones de años luz en tan solo tres días para encontrarme, y están a punto de terminar con mi vida. Sus ondas son capaces de detectar estructuras complejas de carbono en medio del frío vacío del espacio, así que no tardarán más de unos minutos en llegar a mi escondite.
Pero esta historia no tiene nada de nuevo. Con sabiduría dijo alguna vez el predicador, «no hay nada nuevo bajo el sol»,1 o bajo el agujero negro supermasivo de la respectiva galaxia. La historia no hace sino repetirse: el pueblo de Dios es martirizado, su sangre derramada hasta lo último de la tierra —o el universo—, porque hasta allí van llegar Sus obstinados hijos hablando de las buenas noticias.
¿Por qué no me entrego a la indulgencia que indiscutiblemente me llevará a un suicidio motivado por la llenura de vacío? ¡No habría forma más tonta de invertir los días temporales de nuestro paso finito por este universo temporal! Sí, que mi sangre sea derramada en este oscuro rincón del espacio, sin que nadie se acuerde jamás de mi memoria ni mi nombre. ¡Qué hermosa forma de morir!
Destinaré el último aliento de mis frágiles pulmones, prontos a ser desintegrados por los artefactos creados por mi propia raza, a la gratitud. Agradezco infinitamente que el Señor aún no haya vuelto, porque ni yo ni los colonos que ahora están en Su presencia habríamos sido salvos de nuestros pecados. Finalmente, si para Él un día es como mil años,2 entonces casi cuatrocientos siglos no son más que una espera poco más larga que un mes, menor al tiempo que estuvo con Sus discípulos después de Su ascensión. Pero qué terror para todos los que han rechazado nuestro mensaje, porque Él viene otra vez para poner en orden toda esta inmoralidad universal, a la cual Él mismo nos entregó porque así se lo pedimos. Ya está pronta Su venida, en la cual renovará esta creación Suya, desde la Vía Láctea hasta más allá de los límites de GN-z11.
Sí, amén. Ven, Señor Jesús, ven pronto.