Sufrir como consecuencia de haber hecho algo incorrecto es doloroso pero entendible: en nuestro interior sabemos que estamos recibiendo lo que sembramos. Pero cuando sufrimos por causa de una injusticia el sentimiento es distinto. Se siente como que algo que nos pertenece nos es arrancado sin preguntarnos.
Las injusticias nos molestan por naturaleza. Una de las características de Dios es la justicia (Sal 97:2, 6), por lo que Su imagen en nosotros hace que la anhelemos y sintamos frustración cuando no está presente (cp. Ro 2:15). Desear lo que es justo es bueno, pues es un deseo acorde al carácter de Dios (Mt 5:6). Pero entonces ¿qué hacemos cuando se comete una injusticia en nuestra contra? ¿Cuál debería ser el sentir de nuestro corazón? ¿Está bien levantarnos y pelear por nuestros derechos o deberíamos guardar silencio y esperar?
La Biblia nos exhorta con el ejemplo de nuestro Señor Jesús:
Pues ¿qué mérito hay, si cuando ustedes pecan y son tratados con severidad lo soportan con paciencia? Pero si cuando hacen lo bueno sufren por ello y lo soportan con paciencia, esto halla gracia con Dios. Porque para este propósito han sido llamados, pues también Cristo sufrió por ustedes, dejándoles ejemplo para que sigan Sus pasos, el cual no cometió pecado, ni engaño alguno se halló en Su boca; y quien cuando lo ultrajaban, no respondía ultrajando. Cuando padecía, no amenazaba, sino que se encomendaba a Aquel que juzga con justicia (2 P 2:20-23).
Siguiendo Sus pasos
En este pasaje encontramos una manera de cómo proceder cuando somos tratados injustamente. Pedro menciona que, cuando atravesamos injusticias, hay mérito y recompensa en soportar con paciencia, siguiendo los pasos de Jesús.
Ahora bien, esto no quiere decir que si te encuentras en medio de una situación de abuso o cuando tu vida está en peligro por la injusticia de otros, solo debas aguantar en silencio y no hacer nada. Si estás en una situación de ese tipo, quiero decirte que me duelo contigo y te animo a buscar ayuda. Si lo amerita, debes ir a las autoridades civiles; esto es algo que también puedes y debes hacer en situaciones como esas, mientras tu corazón se sigue encomendando al Señor.
Cuando vivimos injusticias quizás nos dedicamos a defendernos, pues queremos limpiar nuestro nombre, o buscar la manera de aclarar que se nos ha hecho un agravio. Nos cuesta confiar nuestra vindicación en manos de alguien más, y creo que es así porque tenemos una idea de cómo debería lucir la justicia. O quizás tenemos algún tiempo aguantando una situación difícil y, en medio del dolor de las injusticias, creemos que es mejor resolver la situación por nuestra cuenta.
Cuando somos menospreciados, el ejemplo de Jesús nos llama a encomendarnos por completo en Aquel que juzga con justicia
Sin embargo, el ejemplo de Jesús al que nos apunta el apóstol Pedro es distinto. Jesús jamás hizo nada malo: nunca cometió pecado, nunca salió de Sus labios una palabra engañosa y —a pesar de todo esto— fue ofendido, insultado, amenazado y ejecutado, al mismo tiempo que seguía en obediencia el plan soberano del Padre. Siendo Jesús quien era (el Hijo de Dios y, por tanto, Dios mismo), teniendo todo el derecho y las razones de defenderse, no lo hizo. Jesús guardó silencio y se encomendó a Aquel que obra con justicia. De modo que, la respuesta de Jesús nos da un ejemplo que podemos seguir, por el poder del Espíritu Santo en nosotros, en medio de las injusticias cometidas en nuestra contra.
Cuando nuestro nombre es difamado, cuando se nos trata de una manera inapropiada, cuando no recibimos aquello que nos tocaba, cuando somos menospreciados, el ejemplo de Jesús nos llama a encomendarnos a Dios, a arrojarnos por completo en las manos de Aquel que verdaderamente juzga con justicia.
¿Por qué es justo encomendarnos a Dios?
Guardar silencio y esperar en medio de las injusticias del día a día parece ser una respuesta no solo inapropiada, sino incluso injusta. ¿Por qué callar cuando hemos sido los afectados? ¿Por qué no hacer algo cuando nuestro nombre está en juego? Aunque este proceder se sienta injusto, no lo es. Aquí algunas razones:
Nos encomendamos a Aquel que conoce la historia por completo.
Dios conoce mejor que nadie cada detalle de lo que sucede en todos los eventos: no solo conoce los hechos, también las motivaciones, los pensamientos y el corazón de cada parte involucrada. Él ve donde nosotros no podemos ver (1 S 16:7). Al encomendarnos a Él en medio de las injusticias, no nos estamos soltando en las manos de un inexperto, estamos descansando en los brazos del Único que genuinamente sabe todo.
Mientras oramos, confiando al Señor nuestro dolor, Él puede movernos a reconocer si tenemos responsabilidad en el asunto, a mostrar más compasión a nuestros ofensores o quizás a crecer en nuestra confianza en Su cuidado y soberanía.
Yo también he sido injusto.
Como dijo el Predicador: «Tampoco tomes en serio todas las palabras que se hablan, no sea que oigas a tu siervo maldecirte. Porque tú también te das cuenta que muchas veces has maldecido a otros de la misma manera» (Ec 7:21-22).
Desear la justicia es bueno, pero debemos anhelar la justicia de Dios y no la nuestra
Jesús es el único humano limpio de pecado, el único que nunca hizo nada malo, quien nunca cometió una injusticia. En cambio, tú y yo hemos sido injustos, quizás hasta hemos hecho sufrir a otros de la misma forma en que hoy otros nos hacen sufrir. Reconocerlo nos ayuda a tener un corazón compasivo. No es injusto encomendarnos al Señor porque solo Él puede obrar con toda justicia.
La justicia será hecha.
Una vez más, desear la justicia es bueno, pero debemos anhelar la justicia de Dios y no la nuestra. Si de algo podemos tener certeza es que Dios hará justicia. Santiago nos da esperanza en medio de las injusticias, recordándonos que el Juez está a la puerta (Stg 5:9).
Jesús hará justicia —no sabemos si en nuestra vida o en el juicio final en la venidera—, y por eso podemos descansar en Él ante las injusticias que otros cometen contra nosotros.
La mayor victoria
Regresemos al ejemplo de nuestro Señor, insultado, maltratado, calumniado y quien nunca se defendió o amenazó. A los ojos humanos, una respuesta como esta —incluso mientras Su cuerpo colgaba en una cruz— parecía ser la muestra de debilidad más grande y la mayor derrota de todas. Pero lo que pareció ser una derrota, fue la mayor victoria: Jesús pagó la deuda por nuestro pecado y venció a la muerte misma:
Yo lloraba mucho, porque nadie había sido hallado digno de abrir el libro ni de mirar su contenido. Entonces uno de los ancianos me dijo: «No llores; mira, el León de la tribu de Judá, la Raíz de David, ha vencido para abrir el libro y sus siete sellos» […] «Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos, porque Tú fuiste inmolado, y con Tu sangre compraste para Dios a gente de toda tribu, lengua, pueblo y nación. Y los has hecho un reino y sacerdotes para nuestro Dios; y reinarán sobre la tierra» (Ap 5:4-5, 9).
El que fue humillado y herido se levantó de entre los muertos y se le dio el nombre que es sobre todo nombre. Un día, quienes lo maltrataron, humillaron, insultaron y calumniaron doblarán sus rodillas delante de Él y nosotros, los que hemos creído en Él, también lo haremos. A ese victorioso Señor, quien también conoce el dolor (Is 53:3), podemos encomendarnos en medio de las injusticias y seguir Sus pasos.