El término quizá no te resulte familiar, pero es probable que el concepto detrás de él sí lo sea: el síndrome del impostor. Es esa sensación, común en contextos profesionales o académicos, de que no eres capaz de cumplir con lo que otros creen y esperan de ti. Te sientes como un impostor. Cualquier éxito que hayas alcanzado hasta ahora parece haber sido solo una casualidad. Sientes que eres un fraude y que, en cualquier momento, todos lo descubrirán. Es solo cuestión de tiempo.
Quizá te has sentido así en el trabajo o en la escuela. Yo lo viví hoy. Participé como orador en una conferencia donde los demás ponentes eran personas a las que admiro profundamente, personas con talentos y habilidades extraordinarias, el tipo de personas que uno espera ver en este tipo de eventos. Entonces, ¿qué hacía yo allí? Seguramente debía haber algún error. En cuanto suba al podio, todos lo notarán: no pertenezco aquí.
En una ocasión, mientras participaba en el ministerio universitario en la Universidad de Oxford, recuerdo que, al inicio de un nuevo año académico, apareció en Facebook un grupo llamado: «Entré a Oxford por error: ¿Puedo irme a casa, por favor?». En pocos días, el grupo reunió a varios cientos de miembros. Para algunos, seguramente era solo una broma. Pero muchos de los estudiantes con los que hablé lo decían en serio. Se sentían completamente fuera de lugar.
Sin embargo, la existencia de un grupo así también resultaba reconfortante. Saber que tantos otros se sienten como impostores te ayuda a darte cuenta de que no estás solo, y poco a poco comienzas a sentirte menos como un impostor. Parte del mecanismo de este síndrome es creer que todos los demás encajan perfectamente y que el problema lo tienes únicamente tú.
Es común que los cristianos experimenten una forma de síndrome del impostor. Al observar a los demás en la iglesia, parece que todos encajan perfectamente. Han resuelto la vida cristiana y saben lo que hacen. Pero con nosotros es diferente. Tal vez llevamos años como cristianos, pero aún sentimos que no lo hemos asimilado por completo. Queremos ser cristianos auténticos, pero nos preguntamos si alguna vez lo lograremos. No parece algo que nos surja de manera natural; seguimos sintiéndonos lejos de tenerlo todo claro.
¿Impostores espirituales?
Esto se siente con mayor intensidad cuando hablamos de la santidad. Sabemos que es un mandato para nosotros y, sin duda, deseamos vivir de una manera digna del evangelio. Queremos cambiar, ser más como Jesús. Sin embargo, la santidad puede sentirse como algo completamente ajeno. Incluso la palabra «santo» suena como de otro mundo. Nuestra inclinación natural parece llevarnos en la dirección opuesta. Sea lo que sea la santidad, no es algo que yo sea.
Es como tratar de hablar un idioma desconocido o usar una ropa que no nos queda bien. Nos preguntamos si realmente vale la pena seguir intentándolo. ¿Por qué esforzarnos en ser alguien que, evidentemente, no somos? Así, cuando estamos rodeados de otros creyentes que parecen vivir la vida cristiana con cierto éxito, terminamos sintiéndonos como los extraños. Como impostores.
En esta vida, el pecado nunca quedará completamente en el retrovisor; siempre será algo con lo que tendremos que lidiar
Es normal sentirse así. Sin embargo, debemos recordar dos cosas: (1) muchas más personas sienten lo mismo y (2) estamos comparando lo que ocurre en nuestro interior con lo que vemos en el exterior de sus vidas, una comparación que difícilmente es justa. Es como la diferencia entre estar en primera fila en un cine y tratar de escuchar desde afuera con la cabeza pegada a la pared. Nuestro propio corazón está expuesto ante nosotros las veinticuatro horas del día, los siete días a la semana en alta definición, pero el de los demás no. Por eso, cuando nos sentimos tentados a mirar a otros creyentes y preguntarnos cómo parece que han descifrado la vida cristiana con tanta facilidad, debemos recordar que probablemente otros nos están viendo de la misma manera.
Reconsidera el pecado
Por más natural que parezca sentirse como un impostor, en realidad es completamente falso. La Biblia, por supuesto, es profundamente realista respecto a la continua presencia de tendencias pecaminosas en nuestras vidas. Aún no nos hemos despojado de nuestra naturaleza pecaminosa. El apóstol Juan nos muestra que pensar lo contrario es un grave error: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros… Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos a Él mentiroso y Su palabra no está en nosotros» (1 Jn 1:8, 10).
No podemos negar la realidad del pecado en nuestras vidas. Decir que no hemos pecado o que el pecado no forma parte de nuestra naturaleza es mentirnos a nosotros mismos y, además, llamar a Dios mentiroso. Reconocer nuestro pecado es esencial para una vida cristiana saludable. Incluso los discípulos más maduros y «avanzados» no han dejado de luchar contra el pecado. En esta vida, el pecado nunca quedará completamente en el retrovisor; siempre será algo con lo que tendremos que lidiar.
Pero eso no es todo lo que se puede decir al respecto. Si un error consiste en afirmar que nuestra fe en Cristo significa que hemos terminado definitivamente con el pecado, otro es no entender cuán radicalmente diferentes son las cosas ahora que Jesús forma parte de nuestras vidas.
¿Quién soy yo?
Es fácil comparar la vida cristiana con esa escena de la clásica película de acción En busca del arca perdida. Indiana Jones logra saltar al costado del camión de los nazis, se cuela por la puerta lateral, lanza a un pasajero sorprendido a la carretera y luego lucha con el conductor en un intento por tomar el control del vehículo. Mientras pelean, el camión se tambalea y zigzaguea de forma descontrolada.
Es un recurso común en las películas de acción: el héroe y el villano luchan por el control de un vehículo, avión o nave espacial en un momento clave de la historia. Y esa escena refleja muy bien lo que se siente que sucede dentro de nosotros como cristianos. Cristo ha venido a nuestras vidas y ahora lucha contra nuestra naturaleza pecaminosa. En nuestros peores días, llegamos a preguntarnos si Él realmente prevalecerá.
La maravillosa noticia del evangelio es que mi relación con el pecado ha cambiado radicalmente
Pero la maravillosa noticia del evangelio es que mi relación con el pecado ha cambiado radicalmente. Sí, el pecado sigue presente en mi corazón, pero ahora me relaciono con él de una manera diferente. ¿La razón? Quién yo soy es fundamentalmente diferente: «Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gá 2:20).
Es cierto que hay una batalla en nuestro interior: una lucha entre lo que Pablo llama los deseos de la carne y los deseos del Espíritu (Gá 5:17). Pero no debemos pasar por alto el punto principal que Pablo ha estado enfatizando: «Ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí».
Esto nos lleva al corazón de algo central en la enseñanza bíblica sobre lo que significa ser cristiano. Nuestra unión con Cristo no solo implica que Él se identifica con nosotros (lo cual es maravilloso), sino que también significa que nosotros nos identificamos con Él, y lo hacemos de una manera que «lo cambia todo». Esta unión implica que nos identificamos con Él en Su muerte y en Su resurrección: morimos con Él y ahora tenemos nueva vida en Él. Ambos aspectos son fundamentales para entender cómo y por qué conocer a Jesús nos transforma verdaderamente.
Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Eduardo Fergusson.
Este artículo se publicó en TGC en colaboración con Crossway y es una adaptación del libro de Sam Allberry, One with My Lord: The Life-Changing Reality of Being in Christ [Uno con mi Señor: La realidad transformadora de estar en Cristo] (2024).