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Una de las cosas que más hace sufrir a los padres fieles al Señor es ver cómo algunos de sus hijos no son creyentes y viven en el mundo a espaldas de Dios. ¡El dolor es desgarrador!

Yo soy una de esas madres, así que puedo entender ese dolor. Aunque luchamos con sentimientos de culpa, no debemos enfocarnos en nosotras mismas. Sin justificar nuestros fallos y pecados —que los hay y muchos— preguntarnos una y otra vez qué hemos hecho mal solo nos hace daño.

A lo largo de los años, he tenido que aprender unas cuantas lecciones que me gustaría compartir contigo. Cada una de ellas me ha ayudado a ver esta dolorosa situación con una perspectiva bíblica:

1. Nuestros hijos no nos pertenecen.

Dios nos los ha prestado para que los amemos y los guiemos en el camino del Señor. Desde antes de nacer, tenemos que volver a entregar nuestros hijos a Dios, su creador, como Ana hizo con Samuel (1 Samuel 1:11).

2. Nosotros no somos sus salvadores.

Como padres, nuestra responsabilidad es educar a nuestros hijos en el temor al Señor, pero nosotros no podemos salvarlos. La salvación es obra del Espíritu Santo en los corazones; no se recibe por herencia, ni por obra o voluntad de carne o sangre (Juan 1:12-13).

 3. Debemos dejar de sermonear.

Si él o ella ya conoce el evangelio, lo que necesita son unos padres que oran sin cesar a su favor y que viven lo que predican. Recuerda a Mónica, la madre de Agustín de Hipona. Ella era una creyente fiel y su hijo llevaba una vida descarriada cometiendo pecados graves que hicieron sufrir mucho a su madre. Sin embargo, ella no dejó de orar e interceder por su hijo. De ahí la frase del obispo de Cartago que le dijo a Mónica, “No se perderá el hijo de tantas lágrimas”. A quien tenemos que clamar e insistir es a Dios, no a ellos, porque Dios es el único que puede cambiar su corazón (Lucas 18:1-8).

 4. No esperemos un comportamiento cristiano.

No esperes comportamientos de un cristiano si tu hijo no es creyente. Nos duele verlos fumar, decir palabras obscenas, vestir como el mundo, ser inmorales, etcétera. Pero esos son síntomas y fruto de un corazón no arrepentido. Lo que tenemos que buscar no es que cambie su comportamiento, sino su corazón; si cambia el corazón cambiará su vida, será una nueva criatura y se verá el fruto del Espíritu en su vida (Gálatas 5:22-24).

 5. No olvidemos el poder de la Palabra.

Recuerda que todo lo que les has enseñado de la Palabra de Dios está ahí; el Señor puede usar cualquier circunstancia para traer a su memoria un versículo o un pasaje de la Escritura y hablarle directamente a su conciencia y corazón. “Así será mi palabra que sale de mi boca, no volverá a mí vacía sin haber realizado lo que deseo, y logrado el propósito para el cual la envié”, Isaías 55:11.

 6. Amemos incondicionalmente.

Como Dios nos ama a nosotros. No estés constantemente echándole en cara todos sus errores, pecados, y estilo de vida. Tu hijo lo sabe. Quizá incluso esté luchando con sus propios pecados; no lo sabemos, pero Dios sí lo sabe. Muéstrale respeto por su persona aunque no estés de acuerdo con su conducta, al igual que el Señor nos amó a nosotros con amor eterno (Efesios 2:4-5).

 7. Apuntemos constantemente a Cristo.

Tu hijo necesita ver a Cristo y sentir la necesidad de ir a Él. Muéstrales a Cristo en tu vida, en tus palabras, en tus hechos, en tu trato con los demás, y en tu relación con él o ella. Háblales de Él de una manera natural, buscando siempre oportunidades para hablar de su obra en la cruz por nosotros. Que puedan ver la belleza de Jesús en ti. Puedes enviarles mensajes con un versículo de la Biblia de vez en cuando, decirles que los quieres, que los echas de menos, y quedar con ellos a comer o tomar algo. Aunque no te lo digan, estos pequeños detalles les agradan (Efesios 5:1-2).

 8. No perdamos la esperanza.

Sé paciente; mientras hay vida hay esperanza. Aunque solo Dios sabe si algún día será un verdadero cristiano, no debemos perder la esperanza. Dios llama a unos por la mañana, a otros al mediodía, y a otros por la noche (Mateo 20:1-16).

No caigas en la tentación de pensar que tu hijo o hija será condenado; eso solo le compete a Dios y no a nosotros. A nosotros nos corresponde seguir orando, amando, y esperando a que vuelvan al Padre celestial, y recibirlos con gozo y hacer fiesta como la parábola del hijo pródigo (Lucas 15:11-32). Confía en Dios.

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