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Todos hemos escuchado la frase: “Se puso verde de envidia”. Honestamente, no sé por qué se le atribuye ese color a la envidia, lo que sí sé es que no se trata de cualquier pecado. Es un pecado que genera muchos otros pecados.

Y lo que lo hace aun más terrible es lo difícil que resulta detectarlo en nosotros mismos. Es relativamente raro escuchar a alguien confesar que tiene envidia. Y es que se trata de un pecado tan mezquino que se nos hace muy difícil reconocer que tenemos ese problema.

¿Qué es la envidia? J. Edwards la define como “un espíritu de insatisfacción con, y una oposición a, la prosperidad y la felicidad de otros, al compararla con la nuestra”. Y otro dice que la envidia es “un resentimiento y desagrado contra otro porque posee algo que nosotros deseamos”.

Hay una tendencia en nosotros a procurar los primeros puestos, los primeros honores, a tener las mejores cosas. Y cuando vemos que otros tienen lo que nosotros queremos nos resentimos. La envidia nace del descontento y el desamor. Sentimos descontento por lo que no tenemos, pero nos molesta mucho más que otros lo tengan.

El envidioso ve la prosperidad del otro como si fuese una maldad contra él, una especie de afrenta personal; como si el otro fuese culpable de algo, simplemente por el hecho de haber prosperado, o tener lo que él no tiene. Y cuando permitimos que ese sentimiento encuentre lugar en nuestro corazón, de inmediato se genera indisposición y una mala voluntad hacia la persona envidiada (en la Biblia encontramos ejemplos como el de José y sus hermanos o el de Saúl y David).

Supongamos que una creyente va a un centro comercial en busca de algo que necesitaba, pero al pasar por una tienda se topa con un vestido que atrapó de inmediato su atención. El vestido posee la moda y el color que a la hermana le gusta. Cualquiera diría que fue diseñado especialmente para ella.

Pero cuando mira el precio ve que está por encima de sus posibilidades. Así que esta hermana piensa sensatamente: “Me gustaría tenerlo, pero yo sé que no puedo. Aparte de que en realidad no lo necesito. Voy a olvidarme del asunto”.

Hasta aquí todo va bien. Esta creyente ha tenido un deseo, pero lo ha manejado bien. Los deseos no son pecaminosos en sí mismos. Pero unas semanas más tarde, la hermana vuelve al centro comercial, y ve que el vestido sigue ahí.

Y esta vez decide probárselo para ver cómo le queda, y la verdad es que el vestido le queda perfecto. Parece haber sido diseñado para ella. Si le gustaba cuando estaba en la vitrina, ahora le gusta mucho más. Así que la hermana se va de la tienda con una sola idea en la cabeza: “¡Yo quiero ese vestido!”

El deseo se ha convertido en codicia. La hermana se encuentra a sí misma soñando despierta con el vestido, sumando y restando para ver cómo encaja en el presupuesto, pero por más que trata, no le da. Y el descontento se ha adueñado de su corazón. Ahora, noten, que aunque ya hay pecado envuelto (codicia y descontento), todavía no hay envidia.

Pero el domingo próximo la hermana llega a la iglesia, y se encuentra con que otra hermana con un posibilidad económica más holgada que la de ella ha comprado el vestido, y ¡para colmo le queda bien! Eso la pone verde de envidia, a la vez que levanta en ella un mal sentimiento hacia la hermana.

“Claro, como a ella le sobra el dinero. Tal vez tiene en su closet como 50 vestidos similares a ese, pero como ella es insaciable, nada le basta, nada le es suficiente”. Y de repente comienza a ver a la hermana con otros ojos. “No me había dado cuenta hasta ahora de lo altanera que es; se cree que es una princesa”, y así por el estilo.

Es en ese contexto que surge la envidia, cuando la desigualdad se hace evidente en una forma concreta entre personas que se relacionan de algún modo entre sí.

Y ¿qué podemos hacer para defendernos de la envidia? Cultivar el amor verdadero, hacia Dios y hacia el prójimo. Pablo dice en 1Cor. 13:4 que el amor no tiene envidia. El amor es lo único que puede guardar  nuestros corazones de ese horrible monstruo que tanto daño nos hace, y que muchas veces nos mueve a hacerle daño a otros. ¿Cómo actúa el amor en nosotros para refrenar la envidia?

Comp. Mt. 22:34-40. El amor verdadero parte de nuestro amor a Dios como el Objeto supremo de nuestro deleite, consuelo y adoración. Y cuando dirigimos nuestros afectos hacia Dios de ese modo, de ahí surge como una fuente nuestro amor al prójimo.

Ahora bien, cuando hablamos de amar a Dios, estamos hablando de amarle tal como Él se revela en Su Palabra, y Él se revela a Sí mismo como un Dios soberano que hace con lo Suyo como a Él le place, conforme a Su sabiduría, y nadie puede pedirle cuentas (comp. Dn. 4:35).

Alguien puede estar preguntándose ¿y qué tiene todo esto que ver con la envidia? Tiene mucho que ver. Los que aman a Dios saben  que Él es bueno y sabio, y por lo tanto, no se amargan cuando distribuye las cosas como a Él le place.

Cuando aquella hermana de la que hablábamos hace un momento llegue a la iglesia y se tope con esta otra que ha comprado el vestido que ella quería, y perciba los movimientos pecaminosos de su corazón, aquietará su alma diciéndose a sí misma: “Dios es soberano, y Él sabía que ese vestido no era para mí, no me convenía. Tal vez me hubiese hecho tropezar al ver que me quedaba tan bien, tal vez iba a ser un combustible para mi vanidad”.

¿Dios está en control y Él es bueno y sabio? Entonces no hay razón para envidiar a aquel que tiene lo que yo no tengo. Por eso decía el puritano Stephen Charnock que la envidia no es otra cosa que ateísmo práctico. El envidioso es en la práctica un ateo; razona como si no hubiese un Dios controlando todas las cosas para Su gloria y el bien de Su pueblo.

Pero el que ama a Dios no solo se amparará en Su soberanía para defenderse de la envidia, sino que su amor a Dios lo llevará de la mano a amar al prójimo y desear su bien. Cuando veamos al hermano prosperar, daremos gracias a Dios por su prosperidad; podremos gozarnos con los que se gozan y alegrarnos con los que se alegran, porque queremos el bien de ellos como queremos el nuestro.

Solo así podremos frenar el avance de la envidia en nuestros corazones. El amor verdadero es la única pared de contención que puede frenar el avance de ese horrible monstruo verde en nuestro ser interior.

© Por Sugel Michelén. Todo Pensamiento Cautivo. Usted puede reproducir y distribuir este material, siempre que sea sin fines de lucro, sin alterar su contenido y reconociendo su autor y procedencia.

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