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El Espíritu Santo es la tercera persona de la Trinidad. Es la persona en la deidad que tiene la tarea de “manifestar la presencia activa de Dios en el mundo, y especialmente en la iglesia”.[1] Sin embargo, es evidente que todo lo referente al Espíritu “siempre se encontrará con algo imposible por explicar, es decir, con algún área de misterio”.[2]

Es claro que la obra del Espíritu Santo en la era del Nuevo Pacto es mucho más pronunciada que la que vemos en el Antiguo Testamento. La redención está marcada por el ministerio del Espíritu en una medida que sobrepasa a lo visto en el Antiguo Pacto. No en vano Pablo llama a la redención el “ministerio del Espíritu” (2 Co. 3:8)

Cuando lo entendemos de esta manera, entonces las profecías de Ezequiel 36 y Joel 2 tienen más sentido. Dios prometió por medio de sus profetas derramar de su Espíritu sobre su pueblo de una manera desconocida hasta entonces.

Pero todo esto no debe entenderse como si el Espíritu estaba inactivo en el Antiguo Testamento. Sería errado pensar en esos términos. No se puede concebir al Espíritu de Dios como estando pasivo hasta Malaquías y muy activo desde Mateo.

¿Cómo debemos entender la obra del Espíritu Santo antes de la Redención? ¿Hay alguna conexión entre sus operaciones anteriores y sus operaciones presentes? ¿Cuál es la naturaleza del ministerio y obra del Espíritu Santo en el Antiguo Pacto?

Al dar una mirada a las operaciones generales del Espíritu antes y después de Pentecostés, encontraremos una tremenda similitud entre ambas. Sus actividades en el Antiguo Testamento son como paralelas a sus actividades en el Nuevo. Es decir, la obra y ministerio del Espíritu Santo en el Antiguo Pacto es, en un sentido, un anticipo de su obra y ministerio en la redención. Sus operaciones en la época de Israel fueron como un adelanto de sus operaciones en la iglesia neotestamentaria. Para usar el lenguaje del apóstol Pablo, las obras del Espíritu que encontramos en el Antiguo Testamento son como sombras de la realidad de su obra en la iglesia del Nuevo Testamento.

Podemos resumir esta actividad en tres categorías generales: La actividad de dar vida y sustentarla; la actividad de dar poder y fuerza; y la actividad de iluminar (dar sabiduría, revelación, y entendimiento).

La actividad del Espíritu en el Antiguo Testamento

El Espíritu Santo como dador y sustentador de la vida

En el relato de la creación, el autor dice: “el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas (Gn. 1:2). El mismo Dios, después de haber formado al hombre, “sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (Gn. 2:7). Este es el entendimiento que Job tenía de su origen, por eso dice: “El espíritu de Dios me hizo, y el soplo del Omnipotente me dio vida” (Job 33:4).

Esto quiere decir que el Espíritu es quien genera la vida en la creación, incluyendo la vida humana, vegetal, y animal. Así lo entiende el salmista al decir: “Escondes tu rostro, se turban; les quitas el aliento, expiran, y vuelven al polvo. Envías tu Espíritu, son creados, y renuevas la faz de la tierra” (Sal. 104: 29-30).

Pero esta actividad del Espíritu no está limitada a dar vida, sino también a sustentarla. Es decir, Dios, por medio de su Espíritu cuida, sustenta, y preserva su creación. Por eso el profeta decía: “Así dice Jehová Dios, Creador de los cielos, y el que los despliega; el que extiende la tierra y sus productos; el que da aliento al pueblo que mora sobre ella,y espíritu a los que por ella andan” (Is. 42:5).

“Con toda evidencia, se desprende del Antiguo Testamento que el origen de la vida, su mantenimiento y su desarrollo dependen de la operación del Espíritu Santo. Retirar al Espíritu significa muerte”.[3]

El Espíritu Santo como dador de poder

Esta capacidad estaba relacionada con el rol de liderazgo que algunas personas cumplieron en Israel. En particular, sobresale esta capacitación en la época de los Jueces, aunque también otros recibieron el Espíritu para la tarea de liderar. Por ejemplo, aquellos jueces que el Señor levantaba para libertar a su pueblo eran personas con una gran capacidad y fortaleza que provenía del poder que Dios les dio por Su Espíritu.

La Biblia nos dice que el Espíritu del Señor vino sobre Otoniel, luego sobre Gedeón, también sobre Jefte, y sobre otros más (Jue. 3:10; 6:34;11:29; 14:6; 15:14). El caso más notable de este empoderamiento es el de Sansón, quien derrotó a los filisteos con el poder del Espíritu (Jue. 16). Asimismo, cuando Saúl y David fueron elegidos para ser reyes, ambos fueron ungidos como una señal de la presencia del Espíritu para capacitarlos a dicha tarea.

El Espíritu Santo vino sobre Saúl con poder y lo habilitó para la guerra contra los enemigos de Israel (1 S. 11:6). Y cuando David fue ungido como rey, “El Espíritu del Señor vino con poder sobre David y desde ese día estuvo con él” (1 S. 1:16:13) habilitándolo para que cumpliera con la tarea de reinar para la cual Dios lo había llamado.[4]

El Espíritu Santo como dador de iluminación

Esta función, en un sentido, agrupa y resume varias otras funciones que tienen que ver con el intelecto y el discernimiento del creyente. “La penetración intelectual o la capacidad para entender los problemas de la vida se atribuyen a una influencia iluminadora del Espíritu Santo”.[5] Pero esta función también implica el dar sabiduría, dar revelación y entendimiento.

José tenía el Espíritu del Dios y se le reveló los sueños de Faraón y su interpretación (Gn. 41:1-38). El Espíritu fue dado a los setenta ancianos que ayudarían a Moisés en la tarea de administrar justicia al pueblo y profetizar (Nm. 11:17, 25). Durante la construcción del tabernáculo, el Señor llenó de su Espíritu a Bezaleel y a Aholiab “en sabiduría, y en inteligencia, en ciencia y en todo arte para inventar diseños, para trabajar en oro plata y en bronce (Éx. 31:2-4). Otros también fueron llenados del Espíritu de Dios para la confección de las vestiduras de los sacerdotes (Éx. 28:3).

Asimismo, el Espíritu era quien revelaba, informaba, y capacitaba a los profetas para profetizar. Por eso Esdras dice: “Les soportaste por muchos años, y les testificaste con tu Espíritu por medio de tus profetas” (Neh. 9:30). El profeta Isaías anunció: “El Espíritu de Jehová el Señor está sobre mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón” (Is. 61). Además, el mismo Ezequiel confiesa: “Y vino sobre mí el Espíritu de Jehová, y me dijo: Di: Así ha dicho Jehová: Así habéis hablado, oh casa de Israel” (Ez 11:5)

Estas operaciones generales del Espíritu durante el Antiguo Pacto fueron entonces un anticipo de una actividad y obra más poderosa y completa en la redención. Estas actividades que hemos mencionado ilustran lo que Él haría al aplicar la gracia divina (los beneficios de la redención) sobre la iglesia.

La profecía de Joel de que Dios derramaría de su Espíritu sobre toda carne (Jl. 2), y la profecía de Ezequiel de que ese Espíritu estaría dentro de los creyentes (Ez. 36), ya anunciaban esa actividad en el pueblo de Dios.

La actividad del Espíritu Santo en el Nuevo Testamento

El Espíritu Santo como dador y sustentador de la vida

El Espíritu Santo es quien da vida al pecador en la regeneración. La nueva vida impartida en el nuevo nacimiento es la obra del Espíritu Santo. Jesús dijo. “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Jn. 3:6) y luego, “el Espíritu es el que da vida” (Jn. 6:63)

Por eso el apóstol Pablo decía que fuimos salvados “por medio del lavamiento de la regeneración y la renovación por el Espíritu Santo” (Tit. 3:5).

Pero esta nueva vida que imparte no solo es un contacto inicial que el Espíritu hace con el creyente, sino que incluye una permanente presencia en su interior. El Espíritu habita en el creyente. El Espíritu permanece con el creyente para sustentarlo y vivificarlo. Es por eso que somos llamados el templo del Espíritu (1 Co. 6:19).

El Espíritu Santo como dador de poder

Jesús dijo a sus discípulos antes de ascender, “recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo” (Hch. 1:8). Cuando el Espíritu es dado al creyente en la conversión, comienza en su vida la obra de santificación. Para el efecto, el Espíritu le da poder a los cristianos para vivir para la gloria de Dios. El Espíritu Santo es dado al creyente para que pueda crecer en el carácter de Cristo y agradar a Dios. Pablo dice que los creyente debemos estar “fortalecidos con todo poder, conforme a la potencia de su gloria, para toda paciencia y longanimidad” (Col. 1:11). El mismo apóstol oraba por los efesios para que Dios les diera “el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu” (Ef. 3:16).

Pero también, el Espíritu dio poder a la iglesia para hacer milagros, poder para la predicación del evangelio (Hch. 1:8), y poder para servir. Además, el Espíritu concede a los creyentes los dones necesarios para la edificación de la iglesia (1 Co. 12).

Robert Saucy dice:

“Sin negar la presencia de lo milagroso en la iglesia del Nuevo Testamento, el énfasis claro de la instrucción apostólica es que los creyentes experimenten el poder sobrenatural para vivir como Cristo en el mundo: para tener esperanza cuando parece que no la hay, para perseverar en medio de pruebas y, sobre todo, para amar a los demás (incluyendo a nuestros enemigos). Esa forma de vivir necesita de un poder sobrenatural tanto como lo necesita el hacer milagros”.[6]

El Espíritu Santo como dador de iluminación

El Espíritu también cumple, como vimos, una función de capacitación intelectual. Es decir, la actividad de iluminar, que incluye dar sabiduría, dar revelación y entendimiento.

Para empezar, debemos destacar que el Espíritu iluminó a los apóstoles y profetas en su tarea de hablar y escribir en nombre de Dios. El Espíritu también les recordó las palabras de Jesús para ese efecto (Jn. 14:26). Pablo dice que el misterio del evangelio fue “revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu” (Ef. 3:5), para que luego ellos lo dejaran por escrito.

El mismo Pedro recuerda que “nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 Pe. 1:21). En resumen, la actividad del Espíritu Santo también implica una prominente obra de iluminación para el pueblo de Dios.

Además, el Espíritu es quien convence de pecado (Jn. 16:8) y nos revela a Cristo (Jn 16:14). Es Él quien nos da la claridad para ver y apreciar el valor, la suficiencia, y la belleza de nuestro Salvador. El Espíritu también nos da discernimiento para entender las cosas espirituales, es decir las verdades del evangelio (1 Co. 2:12-15). El Espíritu es quien da a los pastores y maestros la habilidad para entender y enseñar las Escrituras.

Conclusión

La obra y ministerio del Espíritu durante el pacto mosaico, con toda su gloria y majestad, con toda su vida, poder e iluminación, solo nos ilustraron y anticiparon cuán gloriosa sería su obra para la iglesia de hoy. Esa misma actividad continúa hoy, pero en una medida más completa y poderosa.

Mientras meditamos en esa realidad, podemos crecer en tres aspectos. Podemos crecer en humildad, mientras reconocemos que la vida que tenemos ha sido dada por Espíritu y no fue una obra nuestra. La consciencia de la obra soberana del Espíritu para regenerarnos, nos librará de una medida de jactancia. También podemos crecer en confianza de que tenemos el poder para glorificar a Dios, y que ese mismo poder nos fortalece en el hombre interior. Y podemos crecer en dependencia de la capacitación, instrucción, e iluminación del Espíritu para la vida diaria.

Sin embargo, creo que también debemos cultivar una sensación de expectativa, pues la obra del Espíritu en la aplicación de la redención, con toda su gloria y belleza, es también sólo un anticipo de la gloria venidera y la manifestación de los hijos de Dios. De acuerdo a Pablo, los cristianos tenemos los primeros frutos (primicias) de una manifestación aun más gloriosa que experimentaremos en la vida eterna. Dicho de otra manera, incluso ahora el ministerio del Espíritu, con toda su abundancia, es una evidencia de lo glorioso que será cuando seamos finalmente librados de las consecuencias del pecado (Ro. 8:21-23).


1. Wayne Grudem, Systematic Theology, p. 666.

2. Richard Gaffin Jr., Are miraculous gifts for today?, p. 33.

3. Louis Berkhof, Systematic Theology, p. 505.

4. Grudem, p. 667.

5. Berkhof, p.506.

6. Robert Saucy, Are miraculous gifts for today?, p. 103.

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