×

Seguramente habrás escuchado tanto fuera como dentro de la iglesia a personas aconsejar a otras a amarse a ellos mismos. Por lo general, este aparentemente noble consejo, procura crear una consciencia de lo importante que somos. Esta exhortación pretende advertirnos a no descuidar la estima por nosotros mismos, en especial cuando estamos más ocupados por el bienestar de otros.

Pero si queremos ser legítimos sería bueno analizar el pasaje que usualmente se cita para justificar esta popular exhortación. Debemos ser fieles a las Escrituras también cuando aconsejamos.

Este consejo procede de palabras pronunciadas por el mismo Jesús. En esa ocasión, un escriba se le acerca y le pregunta cuál era el principal de todos los mandamientos. Ante la pregunta nuestro Señor le respondió diciendo:

Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Éste es el principal mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo… (Marcos 12:29-31).

La respuesta contiene dos aspectos importantes. El primero tiene que ver con nuestra responsabilidad ante Dios y el segundo se enfoca en nuestra responsabilidad hacia nuestro prójimo. En ambos casos la demanda es la misma: Amar.

Es interesante que este doble mandato resume los 10 mandamientos de la ley de Dios expresados en Éxodo 20. Los reformadores llamaron a estos mandamientos la primera y la segunda tabla. Porque los primeros cuatro mandamientos se enfocan en nuestra devoción hacia Dios y los otros seis comprenden nuestra responsabilidad ante los hombres.

Ahora bien, cuando miramos la última parte de este mandato, Jesús termina diciendo: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mar 12:31). A partir de este texto, la interpretación común es que tenemos amar a nuestro prójimo y también que debemos amarnos a nosotros mismos. Es decir, según esta interpretación, el mandato del Señor son tres y no dos: Amar a Dios, al prójimo y a nosotros mismos.

Pero si hacemos un examen detallado del texto, llegaremos a la conclusión de que esta última parte del versículo antes de ser un mandato es mas bien un punto de referencia o un parámetro. Cuando Jesús dice “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, nos está mandando amar al prójimo y para ayudarnos a entender la medida y la clase de amor que debemos mostrar, él usa como regla el amor que nos tenemos a nosotros mismos. Dicho de otra manera, De la misma manera que nos amamos a nosotros mismos, así deberíamos amar a nuestros semejantes. Con la misma intensidad que amamos nuestras propias vidas, debemos también amar al prójimo.

Otros texto que nos ayuda a entender esto del amor a nosotros mismos lo encontramos en una de las epístolas pastorales cuando Pablo advierte a su discípulo acerca de tiempos peligrosos diciendo: También debes saber esto: que en los postreros días vendrán tiempos peligrosos. Porque habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios… (2 Timoteo 3:1-2). En esta advertencia, una de las cualidades que son condenadas en los hombres de los últimos tiempos es que son “amadores de si mismos”.

Nuestra naturaleza caída ha hecho de nosotros hombres corruptos, insensibles y sobre todas las cosas egoístas y vanagloriosos. Los hombres no necesitamos que se nos exhorte a amarnos porque eso lo hacemos por naturaleza. Los seres humanos no nos aborrecemos, sino que nos amamos con desbordada pasión. Por eso cuando Pablo exhortaba a los esposos decía que “nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida”, (Efesios 5:29). Somos naturalmente proclives a cuidarnos con excesiva y enfermiza estima. Es por eso que la vida cristiana es un llamado a negarse a uno mismo y a tomar su cruz, un llamado a abstenernos y a no dejarse llevar por los deseos carnales (Mateo 16:24; 1 Pedro 2:11; Gálatas 5:16).

Entonces, si las palabras de Jesús no fueron un mandamiento ¿Cuál es la actitud que los creyentes debemos tener hacia nosotros mismos? ¿Cuál es el llamado y la disposición que debemos observar a nosotros?

El llamado que tenemos los creyentes es a valorar y dar gracias a Dios por su doble obra en nosotros. Es decir lo que ha hecho al crearnos y al redimirnos. Fuimos creados a la imagen de Dios (Gen 1:26) y fuimos rescatados con gran precio (1 Cor 6:20). He ahí nuestra dignidad. Portamos la imagen de Dios y hemos sido redimidos con un alto precio.

Primeramente, la actitud del creyente debe estar marcada por el aprecio, la alabanza y agradecimiento al Señor por crearnos. Por eso el rey David podía irrumpir en alabanza al considerar lo que Dios había hecho en él:  Porque tú formaste mis entrañas; Tú me hiciste en el vientre de mi madre. Te alabaré; porque formidables, maravillosas son tus obras; Estoy maravillado, Y mi alma lo sabe muy bien. (Salmos 139:13-14). Debemos ser conscientes que hemos sido creados a imagen de Dios y nuestra responsabilidad es cuidar y apreciar la vida que Dios nos concedió.

En segundo lugar la actitud del creyente debe contemplar el gran precio que se pagó para rescatarnos. Fuimos rescatados con la sangre preciosa de Cristo (1 Pedro 1:18-19). Su muerte nos otorgó vida. Su sacrificio nos redime. Nuestra responsabilidad es apreciar y dar gracias por nuestra redención y la manera como lo hacemos es viviendo para la gloria de Dios. Por eso el apóstol Pedro decía: “por precio habéis sido comprados; por tanto, glorificad a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios” (1 Corintios 6:20 LBLA).

Por lo tanto, la actitud correcta con respecto a nosotros mismos es valorar, apreciar y estimar la obra de Dios en nosotros: La creación y la redención. Somos obras suyas. De ahí proviene nuestra dignidad.

CARGAR MÁS
Cargando