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Cuando entendemos la naturaleza pecaminosa del hombre, el efecto del pecado en su vida y la brecha insalvable que el pecado provoca entre el hombre corruptible y su Creador, magnificamos la relevancia que tiene el sacrificio de Jesucristo.

Éramos  pecadores por naturaleza y condición, corruptos por el pecado que moraba en nosotros hasta el punto de destrucción. Quebrantábamos la ley de Dios diariamente. Éramos criminales sin excusa delante de la justicia de Dios.

Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia,  entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás”, Efesios 2:1-3.

No merecíamos nada más que la muerte y la condenación eterna. Pero aun así cuando no había nada en nosotros que por voluntad propia buscara a Dios, el Creador del cielo y la tierra,  por amor, nos dio vida a través del sacrificio de su hijo Jesucristo. Por gracia y solamente por gracia somos salvos.

Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas; la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios,  siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús”, Romanos 3:21-24.

Cuando éramos pecadores sin esperanza y enemigos de Dios, merecedores del castigo eterno, Dios nos mostró su misericordia, entregando a Jesucristo a morir por aquellos que le rechazaban.

Más Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”, Romanos 5:8.

“Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo”, Efesios 2:4.

A través de Jesucristo y su sacrificio, ahora tenemos acceso a Dios. A través de Jesucristo y su sangre derramada somos redimidos y nuestras transgresiones olvidadas por medio de las riquezas inmensurables de su gracia.

“En quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia”, Efesios 1:7.

A través de Jesucristo y su sacrificio somos salvos del pecado que nos separaba de Dios y nos conducía a la condenación eterna. Este precioso acto de amor nos reconcilió con nuestro Creador y nos permite una relación con nuestro Padre celestial como sus hijos. ¿Qué más podemos desear? ¿Qué más podemos necesitar? ¿No tenemos razones de sobra para vivir para aquel que dio su vida por nosotros?

No existe mayor regalo, no existe mayor bendición, no existe mayor milagro que el que Jesucristo hizo en la cruz del calvario hace ya más de 2,000 años. Cualquier palabra contraria a esta debe ser examinada a la luz de la palabra de Dios. “Ya viene tu milagro”; “tu bendición está por venir” y muchas otras frases más que se escuchan ahora no solamente apelan a nuestras emociones sino que “minimizan el regalo más grande que la humanidad pudo haber recibido”.

Vivir una vida de acuerdo a las Escrituras, siguiendo los mandamientos, principios y estatutos de Dios, seguramente mejorará la situación espiritual de nuestras vidas y familias. Pero no debemos perder de vista nunca que hemos sido bendecidos con la muestra de amor más grande que jamás podamos recibir.

Si algún día perdiéramos a todas las personas que amamos; si perdiéramos todas nuestras posesiones; si nuestro cuerpo padeciera enfermedades incurables (como Job); si sufriéramos persecución por causa de la fe; si nuestra familia nos diera la espalda por causa de nuestro amor a Dios; si tuviéramos que abandonar nuestra casa, nuestra ciudad, nuestro país (como los cristianos en Irak, Siria, Nigeria, etc.); si por anunciar este regalo a otros fuéramos encarcelados (como Pablo y Bernabé); si supiéramos que somos aprendidos sin esperanza solo esperando la muerte (como miles de cristianos en la iglesia primitiva que murieron en los circos romanos), aun así debemos encontrar en nosotros la devoción necesaria para exaltar, amar y servir a Dios.

Que nuestras circunstancias y nuestras pruebas no nos hagan anhelar algo que ya nos fue dado, sino más bien que sea su Palabra y el Espíritu Santo quienes nos guíen a superarlas y moldear nuestra carácter como el de Jesucristo por medio de ellas. El mensaje de Jesucristo que encontramos en los Evangelios y las Epístolas estaba dirigido a una iglesia que iba a sufrir en carne propia por causa de la fe. Que nuestro corazón tenga agradecimiento eterno por la salvación que alcanzamos por medio de Jesucristo, y que nuestra vida sea un ejemplo de una santificación progresiva que produzca un fruto visible de la transformación diaria que Dios hace en nuestro corazón.

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