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Crecí en una familia católica «de nombre». Recuerdo asistir a misa con mi familia algunos domingos y en fechas importantes. Recuerdo los eventos navideños donde se narraba la historia del nacimiento de Jesús, ver las películas clásicas de Semana Santa y celebrar la cuaresma. Recuerdo hacer mi primera comunión e incluso ir a confesarme ante el sacerdote de la iglesia. Sin embargo, yo no conocía quién era Dios ni entendía mi verdadera necesidad de Cristo.

En mi adolescencia, una de mis mejores amigas del colegio me invitó a su iglesia. Accedí a asistir porque quería complacerla. Sus invitaciones insistentes me hicieron entender que era algo muy importante para ella. Honestamente, no sabía qué esperar y tampoco recuerdo muchas cosas de ese domingo. En mi memoria solo quedan fragmentos del sermón y la adoración final. El pastor Miguel Núñez, de la Iglesia Bautista Internacional, predicaba de la ocasión en que Jesús fue caminando sobre el agua hasta donde estaban los discípulos en la barca. Tras su explicación del pasaje, recuerdo sentirme muy identificada con Pedro. Al igual que él, yo me estaba hundiendo y necesitaba ser rescatada.

Solo tenía 15 años, pero se habían dado los factores necesarios para crear un ciclón tropical típico de una adolescente: un hogar fragmentado por el divorcio, problemas de aceptación, presión de grupo, depresión, inestabilidad económica, entre otras cosas.

Yo me estaba hundiendo y necesitaba ser rescatada

Pero no eran solo mis circunstancias, el pastor explicó que había una separación entre Dios y yo, y que solo había un camino hacia Él: Cristo, quién pagó el precio para rescatarnos. Al final del mensaje, el grupo de adoración cantó la canción «Tu Mirada», hablando de que no podía esconder nada del Señor y que Él sabía todo de mí.

Dios utilizó ese mensaje y esa canción para abrir mis ojos a la necesidad que tenía de Él. Me guió a entender que me estaba hundiendo en mis pecados y no podía esconder mi pecaminosidad delante de Él. Necesitaba ser salva viniendo a Cristo en arrepentimiento y fe en su obra en la cruz en mi lugar. Ahí fue cuándo pude decir como Pedro: «¡Señor, sálvame!» (Mt 14:30), y empezar a poner mi vista en ese Jesús que podía calmar la tempestad.

Sin embargo, desvíe mi mirada de Cristo con mucha facilidad. Los próximos dos años fueron de gran inestabilidad. Mi asistencia a la iglesia era muy irregular, pues mi padre no estaba muy de acuerdo con mi decisión de congregarme en una iglesia evangélica. No tenía a alguien que me discipulara, así que seguí mi vida «normal» como cualquier otro adolescente en un ambiente secular. Mis circunstancias externas tampoco habían cambiado como yo hubiese esperado. Entendía poco de lo que leía en las Escrituras y oraba de vez en cuando.

El poco cambio que veía en mí y en mi alrededor me hizo alejarme del Señor. Sin embargo, hoy puedo ver que Él estaba obrando en mi corazón lentamente a pesar de mí. Sabía que necesitaba a Dios, pero me sentía indigna de correr a Él otra vez después de alejarme y seguir los mismos patrones de pecado de antes. Lloraba mucho cuando el Espíritu Santo me convencía de pecado, pero yo me quedaba atascada en mi culpabilidad.

Casi tres años más tarde, Dios usó otras tormentas que me llevaron a clamar a Él nuevamente. No tenía otro lugar donde ir. En ese momento fue increíble entender que a pesar de mí, Dios no se había alejado, ni su mano se había acortado para perdonar. Su gracia era abrumadora y ya no podía continuar resistiéndome. ¡Qué Salvador tan grande y qué Padre tan paciente y fiel! Doy gracias al Señor por esas tormentas que me empujaron hacia Él; doy gracias porque Él abrió mis ojos para que yo pudiera verle como mi única esperanza y salvación.

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