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​​Uno podría pensar que, con más de diez años de ser creyente, ya sabes todo lo que necesitas para vivir en Cristo. Esa era yo hace algunos años. Creía que ya lo había logrado. 

En un viaje a República Dominicana para asistir a un evento, una familia abrió amorosamente las puertas de su casa para hospedarme. Fue en medio de la cotidianidad de ese hogar que Dios empezó a «susurrarme al oído».

Esa familia piadosa vivía diferente. Era como si pudiese «palpar» a Jesús en sus vidas. Palabras llenas de gracia brotaban de sus bocas y tenían un anhelo profundo por agradar a Dios. Lo veía en la crianza de sus hijos y en su relación matrimonial. Pero lo que más llamaba mi atención era cómo me extendían gracia y amor, aun sin conocerme. 

Quería entender qué tenían ellos que yo no. Me preguntaba: «¿Por qué no lo tengo si creo lo mismo que ellos creen? ¿Acaso alguna vez experimenté así la vida cristiana?».

Un pedido de ayuda

Entonces, pude ver lo que estaba sucediendo. Me había dedicado a cumplir con los requisitos de «ser cristiana», mientras este mundo calaba más profundo en mí que la Palabra de Dios. Yo hacía lo que suponía que tenía que hacer y nada más.

Las palabras de Jesús me parecían distantes hasta este momento: «Y esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado» (Jn 17:3). Debo ser honesta: yo no estaba interesada en conocer a Dios, solo estaba conforme con «ser cristiana». Mi verdadero interés era ser feliz y que Él respondiera mis oraciones.

Yo no estaba interesada en conocer a Dios, solo estaba conforme con «ser cristiana». Mi verdadero interés era ser feliz y que Él respondiera mis oraciones

Mi nueva amiga, que me había hospedado esos días, bajó a despedirme la madrugada que debía regresar a Perú. En medio de la oscuridad de la habitación la tomé de los brazos y le supliqué: «por favor, ayúdame a conocer a Jesús como ustedes lo hacen». Llorar y pedir ayuda delante de una desconocida no es algo que me caracterice.

Volví a casa sin saber por dónde empezar. Aquella amiga se convirtió en una persona fundamental que me enseñó cómo es una vida en Cristo. En mi impaciencia, yo quería ver cambios de la noche a la mañana. Pero ella me recordaba que los cambios no llegarían por mis palabras, sino por una vida transformada. Me enseñó a callar infinitas veces y a orar en lugar de responder. Me repetía que el poder de Dios se perfecciona en mi debilidad y no en mi habilidad.

Fue un proceso largo en el que entendí que no se trata de mí, sino de honrar a Dios. Mi amiga me confrontó con mis pecados, me acompañó a pesar de la distancia y siempre me apuntó a la Palabra. Ella me guió, como a un animal desenfrenado, a doblegar mi voluntad y buscar la de Dios a través de las Escrituras.

Ahora mis ojos te ven

Yo sabía de Dios solo de oídas, pero ahora mis ojos le podían ver (Job 42:5). Aunque habían pasado trece años desde que confesé mi fe en Cristo, aún no entendía que la vida eterna consiste en conocer a Dios y a Jesucristo (Jn 17:3). Había hecho todo lo que en teoría debía hacer, pero me había olvidado de las palabras de Jesús: «Marta, Marta, tú estás preocupada y molesta por tantas cosas; pero una sola cosa es necesaria, y María ha escogido la parte buena, la cual no le será quitada» (Lc 10:42).

La pura bondad de Dios cambió mi corazón para llevarme a escoger «la parte buena que no me será quitada». Empecé a descubrir a Jesús a través del estudio de Su Palabra y a entender que solo Él puede justificarme delante del Padre.

Desde aquel viaje, estos años han sido los más fructíferos de mi vida. Experimenté de forma tangible Su paternidad amorosa y verdadera libertad del pecado. Dios continúa Su obra de transformación en esta mujer necia y orgullosa para ser alguien que camine decidida a agradarlo.

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