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Ezequiel 43 – 45 y Santiago 5 – 1 Pedro 1

“Me incliné rostro en tierra, y la gloria del SEÑOR entró al templo por la puerta que daba al oriente. Entonces el Espíritu me levantó y me introdujo en el atrio interior, y vi que la gloria del SEÑOR había llenado el templo” (Ez. 43:4-5 NVI).

Recuerdo una ocasión en la que tuve insomnio, y mientras daba vueltas en la cama tratando de conciliar el sueño, se me ocurrió hacer algo a la antigua en lugar de ir a googlear o darme vueltas por el Twitter. Encendí la radio y empecé a sintonizar las emisoras de amplitud modulada. La mayoría eran programas de conversación o de noticias y, muy al final del dial, había un par de radioemisoras cristianas. La primera de ellas transmitía melodiosos himnos antiguos, y en la segunda se escuchaba a un predicador dando un mensaje que supongo que era la grabación de algún servicio dominical.

Me quedé escuchando al predicador por algunos minutos. Él hablaba con gran vehemencia  del testimonio de los cristianos y la importancia de una relación fuerte y real con Dios. Cuando ya iba cambiar de emisora, él dijo algo como esto: “El Señor no nos ha llamado a ser sus ‘abogados’, sino sus ‘testigos’. Él no quiere que le defendamos de nada ni de nadie porque nadie se le puede oponer. Lo que realmente quiere, es que nosotros seamos sus testigos. Pero para ser testigos tengo que haber estado presente donde Él estuvo presente, tengo que haberle escuchado con atención, y tengo que haberle visto hasta el punto de recordarle. Por eso, ¿qué clase de testigos podemos ser si no le hemos visto ni le hemos escuchado ni hemos pasado tiempo con Él? ¿De qué puede testificar un testigo ausente?”.

Las palabras de este predicador desconocido me remecieron con fuerza. El Señor me ha declarado su testigo ante el mundo, y tengo la responsabilidad de compartir como los apóstoles de la antigüedad de “aquello que hemos visto y oído”, como decía el apóstol Juan. Sin embargo, poco es lo que sabemos de lo que el Señor ha dejado revelado con minuciosidad y fidelidad poderosa en el pasado, y menos de las actividades del Dios presente en nuestras vidas. Nuestra labor como testigos tampoco queda restringida a lo que vemos que se realiza en las cuatro paredes de alguna iglesia ni tampoco al reportar la elocuencia de algún ministro aparentemente privilegiado al que acabamos de escuchar. El testimonio cristiano tiene que ver con el Señor. Él le dijo a sus discípulos antes de partir que nosotros seríamos testigos particulares de su obra y su actuar, no reporteros de la actualidad religiosa humana del momento.

Hay mucha gente religiosa que no puede testificar del obrar del Señor porque nunca han estado en la presencia de Dios.

Hay mucha gente religiosa que no puede testificar del obrar del Señor porque nunca han estado en la presencia de Dios. Es importante que aclaremos que la presencia de Dios ya no tiene que ver un lugar religioso particular, como lo era el Lugar Santísimo del templo judío de la antigüedad. Ya no hay un velo divisor ni tampoco sacerdotes humanos, que son los únicos con pase especial para acercarse a ese lugar único. Por el contrario, ahora Jesucristo, a través de su obra perfecta en la cruz del calvario, ha abierto libre entrada a la presencia de Dios para todos aquellos que han sido redimidos por su obra. Tampoco el que entra a la presencia de Dios puede ser visto como Moisés, cuyo rostro resplandecía después de haber estado cerca de Dios en el monte santo, atemorizando a todos los que le veían y haciéndoles sentir que eso era algo que ellos nunca experimentarían. En el Nuevo Pacto, cuando Jesucristo ya realizó su obra y abrió el camino al Padre a través de la cruz y su resurrección, el Dios omnipresente se hace presente de una manera cercana y distinta, como veremos a continuación.

Debemos saber que Dios está presente porque así lo desea. No habrá rito ni alabanza suficiente que le haga descender; solo su soberana y misericordiosa voluntad lo garantiza. Así se lo hizo saber Dios a Ezequiel: “Hijo de hombre, éste es el lugar de mi trono, el lugar donde pongo la planta de mis pies; aquí habitaré entre los israelitas para siempre…” (Ez. 43:7a NVI). Su presencia está prometida por Dios mismo y, por lo tanto, es objetiva y espiritual porque creemos por fe que el Dios soberano que lo prometió es capaz de cumplirlo. No es producto de nuestra insistencia religiosa hasta que Dios nos haga caso. Nada de eso. Eso sería ofuscación y no fe. Tenemos fe en lo que Dios ha revelado de sí mismo y vamos aprendiendo a descubrir al Dios presente que es el mismo que se revela en las páginas de la Biblia.

Pedro explicó así esa realidad: “Ustedes lo aman a pesar de no haberlos visto; y aunque no lo ven ahora, creen en él y se alegran con un gozo indescriptible y glorioso, pues están obteniendo la meta de su fe, que es su salvación” (1 Pe. 1:8 NVI). El apóstol había vivido las más gloriosas y sensoriales experiencias con Jesucristo, pero él concuerda en que el ser testigo espiritual de la presencia de Dios no es menos glorioso que el haber sido testigo físico de la presencia de Dios. En ambos casos, el resultado es siempre el “gozo indescriptible y glorioso”, una sensación de plenitud al saber a Dios presente y actuante, la seguridad de la salvación producto de una obra de redención recibida y no ganada, como lo explica Pedro al final del pasaje.

Cuando llegamos a ser testigos de la residencia de Dios en medio de nosotros, entonces todo nuestro ser se mueve en verdadera y profunda adoración.

Cuando llegamos a ser testigos de la residencia de Dios en medio de nosotros, entonces todo nuestro ser se mueve en verdadera y profunda adoración. David Morse, un querido expositor bíblico galés, decía que adorar es “cuando con todo lo que soy, me deleito en todo lo que el Señor es”. El Señor llena con su presencia gloriosa el lugar en donde estamos, ocupa todos los espacios, llenando aún nuestro corazón. ¡De eso somos testigos!

La única respuesta posible que nos queda es postrarnos ante su presencia: “Al ver que la gloria del SEÑOR llenaba el templo, me postré rostro en tierra” (Ez. 44:4b NVI). Este acto de sumisión es voluntario, pero también es cierto que no podremos hacer otra cosa delante del glorioso Dios todopoderoso. Ezequiel mismo dobla sus rodillas, él mismo se inclina, doblegándose por completo delante del glorioso Creador. 

No dudo que el Señor tendrá muchas veces que doblegar corazones como el de Saulo camino a Damasco, tirándolo al suelo y dejándolo ciego después de contemplar la luz poderosa del Señor. Imagino que fue la manera de domar a un indomable, incrédulo e ignorante (según sus propias palabras). Pero después de su conversión, Pablo vivió en la simple y poderosa presencia de Dios por el resto de sus días. Ese era justamente su testimonio cuando habló a sus perseguidores del concilio: “Varones hermanos, yo con toda buena conciencia he vivido delante de Dios hasta el día de hoy” (Hch. 23:1b NVI).

No quisiera entrar en polémica, pero ahora muchos hablan de la manifestación de la presencia de Dios como una experiencia mística, inconsciente, que produce aturdimiento mediante una experiencia abstracta y subjetiva. No dudo en pensar que la grandeza de Dios nos debe dejar absortos en muchísimas oportunidades, y que es necesaria en algunos casos, como el que les mencioné del Pablo. Pero quisiera darle una nueva dimensión a nuestra reflexión de ser “testigo de un Dios presente” tomando las palabras que Ezequiel, postrado en adoración ante la magnífica gloria de Dios, escuchó de Dios: “Entonces el SEÑOR me dijo: ‘Hijo de hombre, presta mucha atención. Abre bien los ojos y escucha atentamente todo lo que voy a decirte sobre las normas y las leyes concernientes al templo…” (Ez. 44:5 NVI). Una experiencia espiritual puede ser física, pero también debe ser inteligible. Dios manifiesta su amor al abrirnos su corazón y exponernos su Palabra.

Dios manifiesta su amor al abrirnos su corazón y exponernos su Palabra.

No debemos olvidar que el Dios de los cristianos es el Dios Revelado, que Jesucristo es el Logos, el Verbo Encarnado, y que el Espíritu Santo tiene entre sus principales funciones recordarnos lo que Jesús dejó dicho y guiarnos a toda verdad. La prueba evidente de su presencia entre nosotros es su Palabra Viva, que le da sentido y profundidad a nuestra relación con Él. El Señor nos invita a prestarle suma atención a lo que quiere decirnos. Por eso, una experiencia mística no tiene sentido sin revelación de Dios, sin la manifestación de su voluntad, sin invitación a vivir con rectitud y en santidad. Nuestra sociedad hedonista también intenta que la experiencia espiritual sea gratificante y placentera, pero siempre manteniendo a Dios en silencio para que no interrumpa justamente esa mera gratificación.. 

Entrar en la presencia de Dios es percibirle y prestar atención a lo que tenga que decirnos porque es el Dios soberano el que habla. No será la experiencia lo que nos santifique, sino la obediencia a lo que Dios nos dijo en su presencia. Así lo dio a conocer Pedro en su carta: “Ahora que se han purificado obedeciendo a la verdad y tienen un amor sincero por sus hermanos, ámense de corazón los unos a los otros” (1 Pe. 1:22 NVI).

Un verdadero encuentro con Dios generará un insaciable apetito por escuchar sus palabras y un irrefrenable afecto por los que nos rodean.

Un verdadero encuentro con Dios generará un insaciable apetito por escuchar sus palabras y un irrefrenable afecto por los que nos rodean. Solo cuando escuche sus palabras sabré que estuvo presente; y solo cuando obedezca, entonces sabré que soy fiel; y solo cuando ame, los que me rodean sabrán que he estado en la presencia de Dios. 

Cuando aprendemos a vivir en la presencia de Dios involucramos al Señor en todos los momentos de nuestra vida, sean estos tristes o alegres, religiosos o seculares, importantes o intrascendentes. Allí es cuando nos volvemos testigos de un Dios presente y actuante. 

El consejo de Santiago justamente tenía que ver con ese estilo de vida: “¿Está afligido alguno entre ustedes? Que ore. ¿Está alguno de buen ánimo? Que cante alabanzas” (Stg. 5:13 NVI). Cuando estoy triste o en pruebas, Él me escucha, sé que está conmigo, puedo conversar con Él. Cuando estoy alegre, festivo, contento, entonces puedo cantarle porque sé también que no se ha alejado de mí. Estar en la presencia de Dios no depende de un poderoso mediador humano de entre nosotros, o de alguna forma espiritual o religiosa especial. Jesucristo prometió estar con nosotros “siempre”, por lo que su presencia se hace cotidiana, pero no por eso menos poderosa. 

¿Has estado en la presencia de Dios últimamente? ¿Qué te dijo? ¿Obedeciste? ¿Amaste? ¿Qué me podrías testificar hoy acerca de Él y solo de Él?


Imagen: Lightstock.
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