¡Únete a nosotros en la misión de servir a la Iglesia hispana! Haz una donación hoy.

×

Cuando piensas en el sufrimiento y la aflicción de Jesús, ¿qué es lo primero que viene a tu mente? Lo más probable es su crucifixión. Tal vez piensas en los látigos en su espalda o las espinas en su sien. O incluso puedes pensar en los insultos que recibió.

Todos estos pensamientos son reales y ciertos, pero… ¿has considerado que el sufrimiento de Jesús empezó incluso antes de ser arrestado por los soldados romanos?

Antes de eso, Jesús compartió una cena con sus discípulos. Durante ella, Él les enseñó, los animó, y señaló que Judas sería el traidor. Cristo mojó un pedazo de pan, se lo dio a Judas, y le dijo que hiciera lo que ya había decidido en su corazón (Jn. 13:26-27).

¿No te hierve la sangre al pensar en alguien traicionando al Hijo de Dios? Pero quiero que pienses en lo que Jesús sintió en ese momento: Él se angustió en espíritu (Jn. 13:21).

Angustiado por el pecado

Jesús sabía que estaba a punto de ser entregado por alguien que tuvo bajo sus alas por tres años. Alguien con quien seguramente se rió, se relacionó, cuidó, y hasta amó. ¿Cómo responderías a eso?

Cuando pienso en una traición o pecado contra mí, mi reacción es iracunda. “¿Cómo se atreven a pecar contra mí?”. Pero nuestro Salvador no reaccionó así, aun cuando tenía todo el derecho de hacerlo. Este verso me muestra que Jesús estaba preocupado por la condición del corazón de Judas. En vez de airarse, Jesús se angustió.

La reacción de Jesús, ¿te hace reconsiderar tus propias reacciones ante el pecado de los demás?

En la universidad tuvimos una conferencia de un pastor que compartió por primera vez con nosotros su exposición a la pornografía. Él contó esta historia: cuando era niño, un amigo llevó una revista a su casa para mostrarle algo, y cuando él vió lo que había adentro, corrió fuera de la habitación y vomitó. El pastor nos dijo: “Esa debería ser siempre nuestra reacción ante el pecado”. En ese entonces, recuerdo haber alzado mis cejas al pensar: “Bueno, eso es un poco extremo”. Pero, ¿sabes algo? Él tiene toda la razón.

A veces no me disgusto por el pecado, ni me angustio por él. Generalmente me siento normal con el pecado. Ese sentimiento de “normalidad” que a veces tenemos es una amenaza sutil, y al mismo tiempo, mortal para nuestras almas.

Acostumbrada al pecado

Mientras era estudiante de medicina y trabajaba en el hospital, me fue difícil disgustarme con el pecado. Prevalecía tanto a mi alrededor, que crecí acostumbrada a él.

Dios nos muestra su amor en Cristo para que podamos crecer y responder correctamente al pecado.

Cuando un paciente se enojaba conmigo o me trataba mal, yo le respondía igual. Si no apreciaban mi trabajo hacia ellos a pesar de no haber dormido, no haber comido, y tener mis piernas cansadas, entonces ellos debían lidiar con mi rudeza. También, cuando un compañero decía algo sobre mi trabajo a mis espaldas, yo respondía señalando lo que él hacía mal.

Empecé a sentirme normal con eso, sabiendo que estaba mal, porque me preocupaba más mi propio sentido de justicia que angustiarme por el pecado de ellos, ¡o incluso el mío!

Aunque el pecado estuviera dirigido a mí o no, yo debía angustiarme por él. Yo debí disgustarme con mi respuesta pecaminosa. En cambio, para mí era más fácil reaccionar de manera pecaminosa o decidir no darle importancia. Quería permitirles continuar en su camino pecaminoso lejos de mí, donde yo no podía ser herida por sus pecados, y en el proceso, “salvarme” de no pecar en contra de ellos.

¿Te das cuenta de lo absurdo que es eso? ¡Estaba enferma por mi propio odio hacia ellos! ¿No es odio conocer un Salvador amoroso y decidir no compartirlo con mis compañeros de trabajo y pacientes, porque era más fácil para mí no tratar con ellos para no salir lastimada? En un intento fallido de “salvarme” (tiempo, esfuerzo, inversión emocional), pequé contra otros.

Esta clase de cosas ocurren cuando nos acostumbramos al pecado, el de los demás y el nuestro, y no nos duele como debería.

¿Cómo respondes al pecado?

La próxima vez que te ofendan, te menosprecien, se aprovechen de ti, te critiquen, te juzguen injustamente, o murmuren de ti, ¿podrías tomarte un momento para pensar en el estado espiritual de la persona que te está ofendiendo?

¿Puedes tomar un tiempo para pensar en Cristo, quien sufrió la traición más grande, y no se enojó contra su traidor sino que antes se angustió por él? ¿Podrías tomar un momento para pensar en las ocasiones en que tú has sido el ofensor y no la víctima?

A medida que crecemos más a la imagen de Cristo, recordemos ese momento en la historia en donde Él mostró su amor antes de buscar su propia justicia. En especial en la iglesia. Filipenses 2:3 dice: “No hagan nada por egoísmo o por vanagloria, sino que con actitud humilde cada uno de ustedes considere al otro como más importante que a sí mismo”. Amémonos los unos a los otros como se nos ha dicho (Jn. 13:34), y perdonémonos unos a otros (Col. 3:13).

Esto no es fácil, pero Dios nos muestra su amor en Cristo para que podamos crecer y responder correctamente al pecado. Oremos que Él nos conceda tener los ojos en la cruz, y vernos a nosotros mismos, y al mundo, como personas que necesitan salvación.


Traducido por Carolina Holguín.
Imagen: Lightstock.
Recibe cada día los artículos, podcasts, y vídeos más recientes.
CARGAR MÁS
Cargando