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Job 11 – 15 y Lucas 9 – 10

“Cállense delante de mí para que yo pueda hablar;
Y que venga lo que venga sobre mí.
¿Por qué he de quitarme la carne con mis dientes,
Y poner mi vida en mis manos?”
(Job 13:13-14)

Hace poco se anunció el retiro del Príncipe Felipe, esposo de la reina Isabel de Inglaterra, de toda actividad pública. Él ya tiene 95 años y su esposa 91 años. Ambos han tenido una vida pública intensa de más de seis décadas. Pero aunque son longevos, no podemos olvidar que la madre de Isabel vivió muy activa hasta los 101 años. Ella y su esposo, el Rey Jorge VI, llegaron al poder producto de la abdicación al trono del hermano de Jorge, el entonces Príncipe de Gales. Hasta antes de la abdicación, parecía que sus vidas iban a ser las de un cuento de hadas, sin más preocupación que disfrutar del arte, la diplomacia y la vida social más refinada, pero se convirtieron de la noche a la mañana en las figuras principales de un reino que estaba a las puertas de ser protagonista de una guerra sangrienta y dolorosa.

Sin embargo, la pareja no se amilanó. Asumieron sus tareas con dedicación y se convirtieron en símbolos de una nación adolorida por los quebrantos de la guerra, pero dispuesta a vivir y luchar con sacrificio sus batallas. Leí alguna vez una larga crónica del New York Times con respecto al carácter de la difunta reina Madre. Uno de los momentos más memorables de su vida fue cuando no aceptó la seguridad del exilio mientras duraba la Segunda Guerra Mundial y prefirió quedarse en el Londres de los temibles bombardeos alemanes. Así lo mencionó el diario americano: “La guerra se desató en agosto, cuando Hitler invadió Polonia, y Elizabeth fue formalmente aconsejada por el gabinete Británico que tome a sus hijas consigo y viaje a Canadá hasta que pase el peligro. Ella se rehusó a ir, declarando vigorosamente: ‘las princesas nunca se irán sin mí, y yo nunca me iré sin el Rey, y el Rey nunca se irá’”. Y se quedó con su esposo y sus hijas, quienes nunca dejaron de dar la cara y alentar al pueblo inglés en los momentos más difíciles y desalentadores.

Estoy seguro de que han habido oportunidades en que hemos sentido que nuestras vidas están siendo puestas, sin nosotros buscarlo, en situaciones dramáticas o peligrosas que nos alejan del bienestar y la tranquilidad por las que estuvimos luchando y trabajando. Lo primero que sentimos ante eso es un profundo aturdimiento… “¿Cómo puede estar pasándome eso a mí?” Sin embargo, casi inmediatamente nos podemos a trabajar para tratar de arreglar el entuerto y volver a la calma.

Pero hay otras personas que, ante tamaña presión, optan por la trágica decisión de quitarse la vida de un porrazo o de ir quitándose la vida de a pocos, como un suicidio progresivo en donde se trata de escapar de la supuesta injusticia inexplicable o de las consecuencias de algún acto equivocado. A pesar de lo dramático de su situación, el sufriente Job supo ver lo ilógico de un infeliz acto suicida cuando dijo: “¿Por qué he de quitarme la carne con mis dientes, y poner mi vida en mis manos?” (Job 13:14). Me atrevería a conjeturar con Job que el suicidio no es solo un acto instantáneo y sangriento, sino que es también un largo y prolongado “arrancarse la carne con los propios dientes”, causando poco a poco heridas mortales que, en realidad, la misma vida y aun las difíciles circunstancias no están llegando a causar.

El suicidio progresivo se da cuando nuestras lágrimas rebalsan el tamaño del dolor, cuando el reproche es superior a la ofensa, cuando la preocupación toma prisionera a nuestra razón, cuando la angustia excede con creces al dilema; en fin, es como si en medio de la batalla se nos ocurriera dispararnos a nosotros mismos producto de la ansiedad que nos produce la falta de puntería del enemigo. ¿Por qué arrancarnos la piel con los dientes si los perros que nos persiguen no tienen una mordida tan poderosa como para lograr atravesar nuestra epidermis? El suicidio progresivo es otros de los tantos sin-sentidos de nuestra cruel realidad humana.

Lo importante ahora es saber cómo librarse del suicidio progresivo. Job nos vuelve a dar una lección cuando en medio de su dolor, advierte con sinceridad que la vida del ser humano está realmente en las manos de Dios: “¿Quién entre todos ellos no sabe… que en Su mano está la vida de todo ser viviente, Y el aliento de todo ser humano?” (Job 12:9-10). Para Job estaba fuera de toda duda que su vida era concesión y propiedad de Dios. Eso no significaba que su vida era fácil, pero tampoco negaba el hecho de que su vida era de por sí frágil y pasajera: “El hombre, nacido de mujer, corto de días y lleno de tormentos, como una flor brota y se marchita, y como una sombra huye y no permanece… Ya que sus días están determinados, el número de sus meses te es conocido, y has fijado sus límites para que no pueda pasarlos” (Job 14:1-2,5).

Job tenía la convicción de que la dignidad del ser humano se prueba en vida, en medio del dolor y la amargura, porque es allí donde se demostrará “la madera” de la que estamos hechos, “Porque hay esperanza para un árbol cuando es cortado, que volverá a retoñar, y sus renuevos no le faltarán. Aunque envejezcan sus raíces en la tierra, y muera su tronco en el polvo, al olor del agua reverdecerá y como una planta joven echará renuevos” (Job 14:7-9). Parece como si Job nos dijera en voz alta: “¡Las pruebas son para pasarlas y no para lamentarse!”. Con tales convicciones, no había lugar para el suicidio progresivo, sino para la lucha tenaz por dignificar y hacer valer la vida que Dios mismo le había concedido.

La Reina Madre, de la que hablamos al principio, tuvo que pagar el precio por su osado discurso ante el gabinete británico. No hay duda que las palabras siempre serán probadas con fuego para que puedan grabarse en el tiempo. Ella estaba con su esposo cuando el palacio de Buckingham fue bombardeado. Después del ataque, y en medio de los escombros, ella afirmó estar dichosa de que su casa haya sido bombardeada porque ahora podría mirar a la cara a sus compatriotas que habían sufrido la misma calamidad. Ella pudo haber muerto, pudo haber quedado malherida, pudo perder su familia, pudo… pudo… pudo… Sin embargo, ella vivió 60 años más, y murió cuando Dios así lo dispuso, silenciosamente, mientras dormía. Jugarselas por la vida, en tiempos de muerte y destrucción, significó la edificación de una vida que trascendería las mismas fronteras de la muerte.

Podemos usar el testimonio de la difunta reina como un corolario ilustrativo en el que se cumplen las eternas palabras de Jesucristo cuando dijo: “Porque el que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por causa de Mí, ése la salvará. Pues, ¿de qué le sirve a un hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se destruye o se pierde?” (Lucas 9:24-25).

No sería justo mostrar ese pasaje como una simple arenga para poner en riesgo nuestras vidas. Esto no es así porque, en primer lugar, Jesucristo mismo nos dejó su ejemplo práctico al renunciar a su propia gloria para venir a nuestro rescate, aun sabiendo que le sería costoso. Él dijo, “El Hijo del Hombre debe padecer mucho, y ser rechazado por los ancianos, los principales sacerdotes y los escribas, y ser muerto, y resucitar al tercer día” (Lucas 9:22). ¿Observan ustedes la esperanza al final? Su vida no terminaba en el padecimiento, sino que lo vencería y volvería a la vida.

En segundo lugar, el punto de partida para una vida deseable no está en el alcanzar el bienestar, sino en seguir fiel y personalmente al Señor. Jesús, después de mostrarnos su ejemplo y esperanza, nos dice, “Si alguien quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lucas 9:23). Esto podría sonar paradójico porque vivir bien para el cristiano implica negarse en vez de afirmarse, reconocer su real condición en vez de tratar de mercadearse, y seguir en vez de liderar. No es un suicidio progresivo. Por el contrario, es dejar nuestras vidas para ir ganando la vida del Cristo resucitado día por día.

Quizás sea un buen momento para evaluar si nuestras heridas y llantos son producto de nuestras luchas, o solo es ese infernal deseo de hacernos nosotros mismos el daño que nuestros enemigos no nos podrían propinar. Recuerda, que Jesucristo, quien dio su vida por nosotros y nos ordenó seguir su ejemplo, está de nuestra parte en nuestra lucha por la vida buena, pero no de acuerdo a nuestros estándares, sino a los del Creador, Redentor y Soberano Dios: “… porque el Hijo del Hombre no ha venido para destruir las almas de los hombres, sino para salvarlas” (Lucas 9:56).

Foto: Lightstock.
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