¡Únete a nosotros en la misión de servir a la Iglesia hispana! Haz una donación hoy.

×

Mi abuela llenó de agua hirviendo un par de tazas y las colocó encima de una servilleta, junto al azúcar y el café, demasiado cerca del borde de la mesa. Nadie se dio cuenta de la manita que se levantó y tiró del papel. La taza se volcó sobre mi pecho y grité.

En la sala de emergencias las cosas pasaban muy rápido. El médico le pidió a mi papá que me sujetara de los brazos y a mi mamá le pidió que tomara mis piernas: “No la suelten”, dijo. Con alguna especie de esponja y desinfectante, el doctor empezó a limpiar mis heridas.

Mi papá todavía cuenta entre lágrimas cómo yo gritaba: “¡Por favor, no! ¡Prometo que me portaré bien! ¡Por favor!”. Era como si nadie me escuchara. Las dos personas en quien más confiaba en el mundo simplemente sujetaron mi cuerpecito mientras se retorcía en agonía. Parecía que la esponja nunca iba a detenerse.

Con solo dos años, yo no podía entender que lo que me hacían no era un castigo. Era un dolor que tenía que enfrentar para que mi cuerpo fuera restaurado. Mis papás también tuvieron que soportar un horrible dolor en su corazón mientras yo sufría en sus brazos.

Esta historia me hace pensar en el sufrimiento que tú y yo tenemos que enfrentar mientras caminamos en este mundo quebrantado. Mi dolor no es el mismo que el tuyo, pero si estás en Cristo, nuestras aflicciones tienen por lo menos una cosa en común: las estamos viviendo en los brazos del Padre.

Si estás en Cristo, nuestras aflicciones tienen por lo menos una cosa en común: las estamos viviendo en los brazos del Padre.

Cuando sufrimos, es para nuestro bien

Muchas personas han llegado a pensar que el sufrimiento es sinónimo de castigo. Si la estás pasando mal es porque algo hiciste mal. Pero basta un rápido vistazo a la Escritura para derrumbar esta falsa idea.

El sufrimiento es una promesa para los creyentes. Estamos en un mundo caído, lleno de pecado y maldad. Jesús nos dice: “En el mundo tienen tribulación; pero confíen, Yo he vencido al mundo” (Jn. 16:33). Pedro nos recuerda que es necesario sufrir un poco de tiempo, comparado con el gozo que experimentaremos en la eternidad (1 Pe. 1:5-9).

A veces el sufrimiento es fruto del pecado que otros cometen contra nosotros. En otras ocasiones es causado por nuestro propio pecado. A veces ni lo uno ni lo otro. Así como la ceguera del hombre en Juan 9, puede que nuestra aflicción tenga por propósito que Dios sea glorificado a través de ella. Con todo, los creyentes podemos estar seguros de que cualquier cosa que estemos pasando es para nuestro bien mayor: ser conformados a la imagen de Jesús (Ro. 8:28-29). Tallar las heridas hizo que mi piel sanara, y en Cristo nuestros sufrimientos tienen un propósito bueno y eterno.

Cuando sufrimos, no estamos solos

Cuando todo va bien es fácil estar convencidos de que Dios está con nosotros. Sentimos que tenemos su favor porque sus bendiciones abundan y son palpables. Pero, ¿qué sucede en los momentos de tribulación? ¿Qué pasa cuando estamos tan abatidos que no podemos ver a Dios en ningún lado?

Romanos nos enseña que no hay absolutamente nada que pueda separarnos del amor de Dios mostrado en Cristo Jesús. Después de todo, no hay nada que nosotros hayamos hecho para recibir este amor en primer lugar.

“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? Tal como está escrito:

‘Por causa tuya somos puestos a muerte todo el dia; somos considerados como ovejas para el matadero.’

Pero en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de Aquél que nos amó. Porque estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni lo presente, ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro”, Romanos 8:35-39.

No sé cuál sea tu aflicción, pero incluso si estás “como oveja para el matadero”, estás en los brazos de amor del Padre.

En nuestra angustia podemos clamar como lo hizo el salmista: “¿Hasta cuándo, oh Señor? ¿Me olvidarás para siempre?” (Sal. 13:1). Pero recordemos que, incluso en medio de ese dolor, Jesús nos dice que nada puede arrebatarnos de su mano (Jn. 10:28); Él no nos ha olvidado, aunque así lo sintamos. Permanezcamos hasta que podamos cantar también: “Yo en Tu misericordia he confiado; mi corazón se regocijará en Tu salvación (Sal 13:5).

Cuando sufrimos, Dios no es indiferente

Nuestro Señor no solo da propósito y está presente cuando sufrimos, sino que Dios mismo nos consuela en medio de la tribulación. A Él le importa.

“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que también nosotros podamos consolar a los que están en cualquier aflicción, dándoles el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios”, 2 Corintios 1:3-4.

El cuidado de Dios para nosotros se ilustra en la relación de un padre con su hijo (Sal. 103:13). Y, ¿de qué otra manera puede ser? ¡Él nos adoptó como sus hijos por el sacrificio de Jesús! La Palabra nos enseña que Él escucha nuestro lloro y nos defenderá (Sal. 5:11-12; 6:8-10).

Dios no cambia en nuestras aflicciones, y somos llamados a ser como Él: Dios nos consuela para que nosotros consolemos a otros.

El Dios que sufrió

Mis padres no sintieron físicamente el dolor de mi carne siendo lastimada; mi Dios sí. El ser más supremo de todos voluntariamente tomó forma humana y se hizo vulnerable a toda clase de aflicciones. Pasó hambre, sueño, frío; fue rechazado, ridiculizado, escupido, y desnudado. Su cuerpo fue molido y su sangre derramada por mi pecado.

Dios no solo se compadece, sino que también conoce de primera mano la peor de las aflicciones.

“Porque no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino Uno que ha sido tentado en todo como nosotros, pero sin pecado. Por tanto, acerquémonos con confianza al trono de la gracia para que recibamos misericordia, y hallemos gracia para la ayuda oportuna”, Hebreos 4: 15-16.

Nuestro Señor odia el pecado, y odia lo que el pecado le ha hecho a este mundo y a nuestros corazones. Por eso desde el principio anunció que Él vencería sobre nuestra rebeldía y maldad (Gn. 3:15). Y por eso ahora, en medio de todo el dolor, Él nos acompaña dándonos propósito, fortaleza, y consuelo en nuestros sufrimientos.

Mis padres no sintieron físicamente el dolor de mi carne siendo lastimada; mi Dios sí.

Dios sufrió por los que sufren y se compadece de los que padecen. No olvides que en el dolor no estás solo, sino que estás en los brazos del Padre. Acércate con confianza al trono de la gracia, ahí encontrarás todo lo que necesitas para perseverar.


Imagen: Lightstock
Recibe cada día los artículos, podcasts, y vídeos más recientes.
CARGAR MÁS
Cargando