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«El cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación» (Romanos 4:25).

Debemos meditar en la innegable, poderosa y permanente realidad del pecado y la transgresión de la ley de Dios. El pecado es algo que todos experimentamos en alguna u otra forma, aunque las personas sin Cristo no lo llamen así y no sean conscientes de ello.

Por ejemplo, el pecado es una realidad que conlleva culpa. Todos conocemos esta sensación de culpa cuando hacemos algo indebido. La mentira, la infidelidad, la manipulación, la deslealtad, el robo, el fraude, etc. Todas estas son cosas que pueden traer (y con mucha razón) una sensación fuerte de culpa. Nos sentimos con una carga de conciencia que nos inquieta y esto no es una simple debilidad mental. Es una reacción natural de nuestra mente que sabe lo que es malo y bueno. ¡Cuán terrible y real es la culpa para los seres humanos!

Por otro lado, el pecado es una fuerza que nos seduce, nos atrae, nos mueve y arrastra a obedecerle. Es un poder que toma y domina a los hombres. Es una realidad de la que no podemos escapar y con la que lidiamos a diario. Hay una inclinación en nosotros a hacer lo indebido y actuar contra lo que dicta nuestra consciencia. La ira, el enojo, la lujuria, la codicia o el resentimiento son todas pasiones que pueden dominar a hombres y mujeres por completo. ¡Cuán terrible y real es el poder del pecado en los seres humanos!

En la muerte y resurrección de Jesucristo está el remedio a esta terrible y poderosa enfermedad que supone el pecado: nuestra justificación

Se les pueden cambiar los nombres, pero la culpa y el deseo pecaminoso son dos realidades imposibles de ignorar. El pecado es una parte común y frecuente de la experiencia humana. Es cierto que las guerras, el hambre y las injusticias de este mundo también evidencian la realidad del pecado. Sin embargo, todos son solo efectos externos del pecado que habita en el interior del hombre.

Por eso es tan importante la declaración de Pablo cuando afirma que nuestro Señor fue entregado por nuestras transgresiones y resucitado para nuestra justificación (Ro 4:25).

En la ejecución del Hijo de Dios hay una respuesta para este gran problema de nuestra condenación. En la muerte y resurrección de Jesucristo está el remedio a esta terrible y poderosa enfermedad que supone el pecado: nuestra justificación. La cruz del calvario hace algo objetivo a esta realidad. El problema del pecado encuentra una solución concreta en la sangre que derramó el Hijo de Dios.

La cruz y la resurrección no son solo eventos históricos con algún potencial. Ambos fueron eventos que logran y aseguran algo específico. Logran perdón de la culpa, liberan del poder del pecado, traen redención, justifican y reconcilian. Cristo fue entregado por nuestras transgresiones y resucitado para nuestra justificación. Su muerte y resurrección son los medios por los que Dios nos salva objetivamente de esta innegable realidad llamada pecado.

¡Gloria a Dios por su obra salvífica!

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