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Números 5 – 6   y   Hechos 8

“Habla a los hijos de Israel: “El hombre o la mujer que cometa cualquiera de los pecados de la humanidad, actuando pérfidamente contra el SEÑOR, esa persona es culpable; entonces confesará los pecados que ha cometido, y hará completa restitución por el daño causado, añadirá un quinto y lo dará al que él perjudicó”, Números 5:6-7.

 

Cuenta la leyenda que hace algunos años atrás, un domador lanzó al mundo una impactante noticia: Había logrado hacer que convivan juntos una pacífica oveja y un temible león. Al día siguiente de su declaración, se agolparon infinidad de periodistas para documentar la información. Sin embargo, todo se fue abajo cuando uno de los reporteros preguntó: “¿Cuál ha sido el mayor problema en este trabajo? ” A lo que el domador muy seguro de sí mismo respondió: “El único inconveniente ha sido tener que cambiar la oveja todos los días”.

Esta parábola refleja que hay muchas cosas en la vida del hombre que se sostienen solo bajo un permanente y absurdo recambio. No en vano vivimos en la feroz era del consumismo. Por ejemplo: Sostenemos la integridad del matrimonio… cambiando de cónyuge, el romanticismo… con una nueva pareja y nuestra capacidad laboral… con un nuevo trabajo. Nada nos hace más feliz que saber que todo lo valioso es desechable y que en la renovación está la felicidad. “¡No importa… te compro otro!”,  le dice con voz pegajosa el padre, al hijo que rompió el juguete de moda.  Sin embargo, hemos ahogado bajo una catarata de permanente renovación a la necesaria y justa restitución. Con ella, nos referimos a la profunda intención de actuar con respeto por aquello que, por alguna razón, hemos estropeado o vulnerado (no basta solo con tirar las cosas porque las consideramos inservibles). Es devolver lo que no nos pertenece, es restablecer lo que hemos cambiado, haciendo que regrese a su estado original, es retornar la dignidad y la honra al que por alguna razón se la estábamos negando.

La modernización, el desarrollo económico – tecnológico y la globalización nos hacen perder de vista que la restitución es una necesidad que permitirá nuestra subsistencia.  Pico Iyer, en un artículo para el Time, menciona con mucha propiedad: “Muchos de nosotros podemos viajar de un continente a otro por negocios o placer, pero muchos otros se ven obligados a abandonar su tierra debido a la pobreza, la guerra o la necesidad”.  ¿Somos consientes que mucho de la desigualdad de nuestro mundo es por falta de restitución solidaria? Iyer también comenta: “Para el año 2050, la población mundial alcanzará los 9 mil millones de habitantes. El 97% del  crecimiento de la población se producirá en países en desarrollo, cuyo modo de vida apenas ha mejorado en los últimos cien años. De hecho, en muchos casos parece estar retrocediendo (en el moderno Zimbabwe, por ejemplo, las expectativas de vida han bajado de 70 a 38 años debido al SIDA)”.

Las cifras son aterradoras, y no podemos ir por el mundo justificando nuestro éxito cambiando diariamente las ovejas. Llegará el momento en que nosotros también seremos material de deshecho y nadie escuchará nuestro clamor. Francis Fukuyama, el agudo visionario de nuestra futura realidad, escribe al respecto: “Ahora todos estamos expuestos a la posibilidad de perder nuestros trabajos a causa del pánico financiero en algún lugar remoto, aunque no tengamos ninguna culpa de ello, como ocurrió con millones de personas durante la crisis asiática de 1997”.

Nada podríamos hacer si es que no contáramos con la persona de nuestro buen Dios. La presencia del Señor sobre su pueblo es protectora,  iluminadora y misericordiosa y tiene como resultado una profunda paz. Y allí está el secreto del principio de la restitución: es una luz que ilumina a todos sin distinción, que preserva sin hacer acepción de personas, y cuya paz es el resultado de la ejecución justa y universal de sus mandamientos. Nadie queda fuera de la rehabilitación y nadie puede auto-marginarse como para no actuar en restitución por los demás. El texto del encabezado nos muestra la tremenda carga egoísta que todos llevamos dentro.

No podemos negar que agraviamos y somos agraviados; pero eso no justifica que no luchemos por una justa restitución que nos devuelva el valor y la dignidad tanto del agraviante como del agraviado. “…confesarán enteramente el daño…” dice el pasaje, lo que hace que la restitución siempre sea total, no leguleya ni meramente simbólica, ya que involucra el genuino deseo de restaurar lo dañado y de indemnizar (añadiendo la quinta parte, como dice el pasaje) al agraviado.

Hay algo que me sorprende. La restitución involucra tal sanidad de corazón y tal necesidad de mantener en orden nuestra alma que, cuando no se encuentran los medios para rehabilitar al hombre que dañamos, la necesidad de justicia hace que la reparación le sea entregada al Señor: “Pero si la persona no tiene pariente a quien se le haga la restitución por el daño, la restitución hecha por el daño debe ir al SEÑOR…”, Números 5:8a. La restitución no es solo para reponer el daño en el otro, sino también para restaurarnos a nosotros mismos.

Los cristianos de la Iglesia Primitiva aprendieron el significado de la restitución de maneras muy prácticas e indirectas. En una ocasión, mientras Jesús estaba en la tierra, tuvo que pasar por una aldea de samaritanos. Éste, era un pueblo odiado por los judíos por siglos de siglos de contiendas raciales, religiosas y geográficas. Los aldeanos se mostraron hostiles con el Señor y no quisieron dejarlo pasar por sus territorios. Juan y su hermano Santiago no tuvieron mejor idea que sugerirle al Señor que ello podrían ordenar que descienda fuego del cielo que haga “anticuchos” a todos esos miserables samaritanos.

El Señor los reprende con dureza y siguen su camino por otros senderos. Sin embargo, Juan aprendería el secreto de la restitución poco tiempo después. Cuando Jesucristo hubo ya partido, Felipe, diácono en Jerusalén, predicó en Samaria y los “candidatos a la parrilla” se entregaron al Señor. Pedro y Juan tuvieron que viajar a Samaria y compartir con ellos en una profunda identificación espiritual: “quienes descendieron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo… Entonces les imponían las manos, y recibían el Espíritu Santo”, Hechos 8:15,17. Juan tuvo que tocar a los samaritanos y restituirles su dignidad, siendo él mismo restituido para con ellos como canal de bendición.

La restitución no solo tiene que ver con al devolución e indemnización de lo material, sino también con la rehabilitación del respeto fundamental por la persona humana. Creo, finalmente, que la invitación de esta reflexión es a descubrir que el egoísmo imperante solo nos puede llevar a una sobresaturación, al creer que todo nos pertenece y que todo lo merecemos, pero que mientras más tenemos, más llenos de desilusión y amargura estamos. Pero, por otro lado, la restitución nos enseña que la restauración le devuelve los colores brillantes y dinámicos a una humanidad que se ha perdido el respeto a su propia dignidad. ¿Habrá algo por restituir? ¿Habrá alguien por rehabilitar? ¿Nos estamos negando a indemnizar?

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