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Abdías-Jonás y Apocalipsis 5-6

“—¿Tienes razón de enfurecerte tanto? – Le respondió el SEÑOR”
(Jonás 4:4 NVI*)

¿Quién no se ha enojado alguna vez de manera casi incontrolable? Creo que todos hemos tenido más de una rabieta colérica en la vida. Es seguro que más de uno de nosotros recuerda con amargura las funestas y vergonzosas consecuencias de su descontrol. La historia de Jonás es sumamente conocida y no abundaremos en detalles al respecto, pero sí vale la pena destacar la propensión del profeta a andar demasiado “pegado” a sus ideas. Sus grandes enojos se debían a que las cosas no salían como esperaba que sucedieran, y eso le producía una rabia que lo dejaba completamente malhumorado.

Cuando se dio cuenta de que Dios había perdonado a Nínive luego de que predicara el juicio de Dios, su única respuesta fue furibunda. Es de antología su reacción: “Pero esto disgustó mucho a Jonás, y lo hizo enfurecerse. Así que oró al SEÑOR de esta manera: — ¡Oh SEÑOR! ¿No es esto lo que yo decía cuando todavía estaba en mi tierra? Por eso me anticipé a huir a Tarsis, pues bien sabía que tú eres un Dios bondadoso y compasivo, lento para la ira y lleno de amor, que cambias de parecer y no destruyes. Así que ahora, SEÑOR, te suplico que me quites la vida. ¡Prefiero morir que seguir viviendo!” (Jon. 4:1-3). Es evidente que la ira lo descontroló y le hizo perder un poco la razón hasta el punto de decir cosas de las que, de seguro, se avergonzaría cuando el fuego se amaine. 

Quizá nunca habíamos pensado que la rabia incontrolada es producto de que tendemos a ser como niños inmaduros a los que no nos gusta que se nos de la contra. Las personas berrinchudas viven enojadas porque las cosas no siempre salen como ellas esperan. Esto significa vivir permanentemente erizados, como un gato que se siente particularmente amenazado por un ruido inesperado. Una persona temperamental siempre arma tremendas tormentas a su alrededor, poniendo en peligro a todos los que están cerca suyo. Como no sabe dar su brazo a torcer, simplemente siempre termina pagando el precio más alto a sus desatinos.

En el caso de Jonás, cuando huyó de Dios tratando de escaparse de la orden que el Señor le había interpuesto, prefirió morir antes que arrepentirse y clamar a Dios. Cuando el barco en que huía se puso en peligro de naufragio, esto sucedió: “Pero el mar se iba enfureciendo más y más, así que le preguntaron: -¿Qué vamos a hacer contigo para que el mar deje de azotarnos? –Tómenme y láncenme al mar, y el mar dejará de azotarlos –les respondió-. Yo se bien que por mi culpa se ha desatado sobre ustedes esta terrible tormenta” (Jon. 1:11-12). ¡Qué tremenda sinceridad! Si hay algo que caracteriza a los enojadizos es su indudable franqueza inconmovible, “Yo soy así… ¿y qué?”. Lo triste es que de nada sirve tanta honestidad si no está revestida de amor, responsabilidad, y disposición al respeto y al arrepentimiento cuando se reconoce que las cosas no están bien.  

El problema con el enojo desmedido es que nos lleva a ser esclavos de él.

El problema con el enojo desmedido es que nos lleva a ser esclavos de él, perdiendo el control sobre nuestro carácter, cayendo en actos irresponsables y desproporcionados con la realidad y dimensión del problema que ha desatado esa ira. Jonás estaba enojado, y bastó un pequeño detalle como la muerte de la calabacera que le daba sombra, para que explotara en otro berrinche: “Pero Dios le dijo a Jonás: ¿Tienes razón de enfurecerte tanto por la planta? — ¡Claro que la tengo! – le respondió -. ¡Me muero de rabia!” (Jon. 4:9). Por eso la pregunta de Dios del encabezado es sumamente esclarecedora: “¿Haces tú bien en enojarte tanto?”. Esa pregunta debemos hacerla a todo hombre o mujer que sea propenso a rabietas desmesuradas, y creo que también debe hacérsela todo aquel sufre de rabietitis aguda constante. Nuestra ira nunca es independiente y nunca se debe actuar solo bajo sus premisas. Debemos, por el contrario, evaluarla, buscar sus raíces, controlarla y, sobre todo, no dejar que nos haga perder el juicio.

Abdías, en su pequeña pero profunda profecía, habla con tristeza de la condenación del pueblo de Edom. Los edomitas fueron enemigos del pueblo de Dios desde tiempos inmemoriales aunque eran parientes por Esaú, hermano de Jacob. Durante muchos años vivieron en pleitos con Israel y Judá. Cuando Jerusalén fue sitiada por Nabucodonosor, los edomitas colaboraron con él, alegrándose grandemente con la destrucción de Jerusalén. Podríamos preguntarnos: ¿acaso no es válido gozarse en el infortunio del enemigo? No, más allá de la situación y la animadversión con el enemigo, nunca puede ser causa de gozo o alegría el infortunio que puedan estar viviendo aquellos que están sufriendo. Es posible que estén pagando las consecuencias de sus actos y por eso nuestro silencio es mucho mejor, porque siguen siendo seres humanos como nosotros. 

Por esa razón, dura es la apreciación de Dios para con los edomitas: “No debiste reírte de tu hermano en su mal día, en el día de su desgracia. No debiste alegrarte a costa del pueblo de Judá en el día de su ruina. No debiste proferir arrogancia en el día de su angustia. No debiste entrar por la puerta de mi pueblo en el día de su calamidad. No debiste recrear la vista con su desgracia en el día de su calamidad. No debiste echar mano a sus riquezas en el día de su calamidad. No debiste aguardar en los angostos caminos para matar a los que huían. No debiste entregar a los sobrevivientes en el día de su angustia” (Abd. 12-14).  Los edomitas hicieron “leña del árbol caído”. En su ira, ellos hicieron todo lo que no debían (la frase “no debiste” aparece varias veces en la profecía). Primero se gozaron al observar el juicio de Dios, para luego participar activamente en la destrucción final.

Nunca debemos alegrarnos del mal por el que alguien esté pasando, sino ser compasivos.

Por más grande que sea nuestro enojo para con alguien, el Señor nos muestra algunas cosas que nunca debemos permitirnos:

  • Nunca debemos andar indagando ú observando con aprobación el infortunio de nuestros semejantes, sino más bien orar para que la justicia vaya acompañada de misericordia. 
  • Nunca debemos alegrarnos del mal por el que alguien esté pasando, sino ser compasivos.
  • Nunca debemos actuar como jueces dando veredictos arrogantes, sino humillarnos delante de Dios, el verdadero juez.
  • Nunca debemos sacar provecho del mal momento de otros, sino acudir en ayuda.
  • Nunca debemos buscar la destrucción total, sino la restauración al final de la prueba.

Toda rabieta involucra una falta de respeto a Dios y a nuestros semejantes. Al final de cuentas, debemos entender que somos sus criaturas y el Señor es Señor de todos. Al final de los tiempos se demostrará que en Él no hay discriminación ni injusticia, y que a pesar de que éramos candidatos para la manifestación de su ira, Jesucristo murió por nosotros.

Juan lo vio así: “Luego miré, y oí la voz de muchos ángeles que estaban alrededor del trono, de los seres vivientes y de los ancianos. El número de ellos era millares de millares y millones de millones. Cantaban con todas sus fuerzas: ‘¡Digno es el Cordero, que ha sido sacrificado, de recibir el poder, la riqueza y la sabiduría, la fortaleza y la honra, la gloria y la alabanza!’ Y oí a cuanta criatura hay en el cielo, y en la tierra, y debajo de la tierra y en el mar, a todos en la creación, que cantaban: ‘¡Al que está sentado en el trono y al Cordero, sean la alabanza y la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos!’” (Ap. 5:11-13).

Una buena forma de refrenar nuestros ímpetus es reconocer la grandeza de nuestro Señor, sabiendo que tarde o temprano toda persona y toda causa será puesta bajo su escrutinio. Allí se decidirá todo asunto y se ventilará toda contienda. La próxima vez que sientas que hierves en cólera, recuerda que el Señor espera que te “enfríes” en su compasión y bondad, que alcanza para ti y también para tu prójimo.


*Todas las citas bíblicas de esta reflexión están tomadas de la NVI.


Imagen: Lightstock.
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