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Salmos 65-69 y Juan 19-20

Dios tenga piedad de nosotros y nos bendiga,
Y haga resplandecer Su rostro sobre nosotros, (Selah)
Para que sea conocido en la tierra Tu camino,
Entre todas las naciones Tu salvación.
Te den gracias los pueblos, oh Dios,
Todos los pueblos Te den gracias.

(Sal. 67:1-3)

Un tremendo terremoto ha sacudido a México en estos días. Las imágenes que han inundado las redes sociales han sido muy dramáticas. Pero junto con la tremenda destrucción y el inmenso dolor, algo que también se pudo ver en las imágenes y en los vídeos es la gran cantidad de héroes anónimos que se pusieron a trabajar en el rescate de las víctimas casi inmediatamente. Algo que me llamó poderosamente la atención es que ninguno de ellos está atento a la cámara o buscando brillar ante la prensa. Ninguno de ellos estaba filmando con su celular lo que iba haciendo. Por el contrario, varios reporteros reconocieron que se les pedía que se alejen y que dejen trabajar a los equipos formales e informales de rescate.

Hoy por hoy hemos perdido la virtud de celebrar los testimonios de heroísmo, lealtad o sincero desprendimiento frente a la adversidad de nuestro prójimo. Esos testimonios pasan desapercibidos o no son celebrados como debieran serlo. Por el contrario, vivimos en una sociedad de fama instantánea en donde la popularidad ganada por el “mal testimonio” es la que se celebra y puede generar un circuito de presentaciones virtuales y presenciales que puede hacer producir mucho dinero al Popular-Mal-Ejemplo. Algunos Populares Profesionales viven del escándalo semanal para llenar las redes sociales y los medios de comunicación virtuales con basura mediática que fortalece sus imágenes y los lleva a recibir contratos lucrativos para, entre escándalos, vender lo que está de moda. Ellos son los nuevos famosillos contemporáneos, cuyo mal ejemplo es festejado en nuestra sociedad que vive al revés.  

Sin embargo, ¿Cuánto vale un testimonio significativo? Como les dije al principio, creo que los testimonios que realmente valen la pena son realizados por personas que no tienen el menor deseo de buscar satisfacción mediática. El sólo haber podido hacer lo que hacen, ya es para ellos su más grande recompensa. Es posible que algunos ganarán dinero por hacerlo, pero no fue el dinero lo que les llevó a hacer lo que hicieron. Lo cierto es que un testimonio significativo nunca pasará completamente inadvertido, tarde o temprano se conocerá de él.

Nuestras vidas ordinarias también son un testimonio permanente. Debemos afirmar con propiedad que hemos sido creados para declarar con actos y con palabras las virtudes de nuestro Creador y Salvador. No tendremos una audiencia que pagará cientos de dólares por escucharlo, pero sin importar el tamaño del auditorio, somos por naturaleza un libro testimonial abierto para bien o para mal.

Recuerdo que cuando mi hija, Adriana, era pequeña, ella entró un día a la habitación, me miró fijamente a los ojos y me dijo con pena: “A ver tus ojitos… Qué pena que siempre tengas que usar lentes” y se fue. Erika, mi esposa, luego me contó que le estaba diciendo a Adriana que no debía ver la televisión de muy cerca porque le afectaría los ojos y tendría que usar anteojos. Bueno, yo fui el “testimonio” público y elocuente de alguien que en su infancia veía “El Correcaminos” muy pegado al televisor.

Si nuestra vida, de por sí, ya es un testimonio público, imaginemos solamente lo que significará que afirmemos que somos cristianos y que tenemos una relación personal con el Señor. La verdad es que poco es lo que sopesamos el valor de nuestro testimonio como una fuente que le puede producir, o no le puede producir, gloria a nuestro buen Dios.

Como el salmista, nuestro testimonio siempre debe empezar con las palabras: “Él es quien nos guarda con vida, Y no permite que nuestros pies resbalen” (Sal. 66:9). El Señor nos sostiene y el Dios Creador del cielo y la tierra no podría ser una figura decorativa o ritual de un área aislada de nuestra existencia. Por el contrario, su presencia es vivificante y tiene como propósito el no dejarnos como estábamos, sino pulirnos por completo a la semejanza de su propia presencia. El salmista decía: “Porque Tú nos has probado, oh Dios; Nos has refinado como se refina la plata. Nos metiste en la red; Carga pesada pusiste sobre nuestros lomos. Hiciste cabalgar hombres sobre nuestras cabezas; Pasamos por el fuego y por el agua, Pero Tú nos sacaste a un lugar de abundancia” (Sal. 66:10-12).

Nuestros testimonios siempre estarán llenos de pruebas, victorias, dificultades, alegrías y tristezas. Y todas nuestras experiencias, las buenas y las difíciles, serán siempre oportunidades que, en las manos de Dios, se convertirán en herramientas para nuestro mejoramiento personal que redundará en la gloria para Dios.

Justamente, la glorificación de Dios a través de nuestro testimonio radica en poder demostrar que el cambio en nuestra vida es un “antes y después” de Jesucristo, convirtiéndonos en un objeto de evaluación por otros que también están buscando a Dios en sus vidas, y que terminan dándole la Gloria a Dios por lo que han visto en nuestras vidas. Esto dice el salmista: “Esto han visto los humildes y se alegran. Viva su corazón, ustedes los que buscan a Dios. Porque el Señor oye a los necesitados Y no desprecia a los suyos que están presos” (Sal. 69:32-33).

Si decimos que somos propiedad de Dios, que le servimos, y más aún, que es nuestro Señor, entonces la gente que nos ve y oye buscará encontrar en nosotros la manifestación y el cuidado de Dios en nuestras vidas. Pero el punto de partida del ver a Dios en nuestra vida no es porque merezcamos su presencia y cuidado. ¡De ninguna manera! Nuestro testimonio público parte de la base de nuestra necesidad de gracia de parte del Señor: “Oh Dios, Tú conoces mi insensatez, Y mis transgresiones no Te son ocultas” (Sal. 69:5). Por eso es que, por experiencia propia, sabemos que nuestro Señor tiene especial predilección por los desvalidos, entre los cuales estamos nosotros. Nuestro Señor es, “Padre de los huérfanos y defensor de las viudas… Dios prepara un hogar para los solitarios; Conduce a los cautivos a prosperidad…” (Sal. 68:5-6).

La hermosura de nuestro Señor se observa en su carácter, y su carácter se hace visible en su Palabra y en la obra inmerecida que hace en cada uno de sus hijos. ¿Tu vida es un fiel reflejo del carácter de Dios? ¿Hay un cambio notorio desde que el Señor tomó el control de tu existencia? Si todavía estás inseguro, si todavía sientes que falta mucho por trabajar en ti, podrías tomar la oración de este salmista: “Muestra Tu poder, oh Dios, Tú que has obrado por nosotros” (Sal. 68:28b).

Es muy cierto que los testimonios oscuros y vagos, los falsos y contraproducentes, le han hecho mucho daño a la historia del pueblo de Dios de todas las épocas. De allí que David, respetuoso del Señor, ya le pedía en oración que su testimonio sea del agrado del Señor: ”¡No se avergüencen de mí los que en Ti esperan, oh Señor, Dios de los ejércitos! ¡No sean humillados por mí los que Te buscan, oh Dios de Israel!” (Sal. 69:6).

¿Podemos mantener en el anonimato nuestra fe en Jesucristo y nuestro testimonio cristiano? En el Evangelio de Juan nos encontramos con dos hombres que tenían mucho que perder si decían que eran seguidores del galileo: José de Arimatea y Nicodemo. El rango social de uno y el religioso del otro, les hacían muy difícil sacar su testimonio de entre las cuatro paredes de su propia intimidad. Sin embargo, al igual que con nosotros, no pudieron mantenerlo oculto por mucho tiempo: “Después de estas cosas, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque en secreto por miedo a los Judíos, pidió permiso a Pilato para llevarse el cuerpo de Jesús. Y Pilato concedió el permiso. Entonces José vino, y se llevó el cuerpo de Jesús. Y Nicodemo, el que antes había venido a Jesús de noche, vino también, trayendo una mezcla de mirra y áloe como de treinta y tres kilos” (Jn. 19:38-39). Siempre habrá un momento en que el Señor hará que nuestra filiación con Él se haga visible porque nuestro Dios no nos hace luz para escondernos debajo de la cama.

Es común a escuchar a muchos decir que la fe es algo sumamente privado y que hasta es un tema tabú del que ni siquiera vale la pena hablar en público. Eso es completamente opuesto al espíritu del evangelio porque, en esencia, somos testigos al mundo de las buenas noticias de salvación en Jesucristo. Ser cristiano es ser testigo; ser cristiano es dar testimonio del evangelio en nuestras propias vidas.

¿Te cuesta decirle al mundo que eres cristiano? ¿Tienes problemas con tu ambiente social o religioso por causa de Jesús? José y Nicodemo pudieron haber quedado en las sombras, pero una decisión personal hizo que ellos declararan para la posteridad que eran discípulos de Cristo. Ojalá que ninguno de nosotros deje pasar las grandes o pequeñas oportunidades que nos da el Señor para mostrar públicamente y con alegría lo que ha hecho por nosotros. Digámoslo como lo hizo el salmista: “Vengan y oigan, todos los que temen (reverencian) a Dios, Y contaré lo que El ha hecho por mi alma” (Sal. 66:16).


Imagen: Lightstock.
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