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Corría el año de 1529. Varios movimientos reformadores estaban en marcha, purificando la iglesia en Wittenberg, Estrasburgo, y Zúrich.

Era claro que algunos de los líderes se conocían unos a otros: Martín Bucero escuchó primero a Martín Lutero en Heidelberg en 1518, cuando los dos eran todavía monjes. Lutero y Ulrico Zuinglio se conocían. Públicamente, Zuinglio reconocía a Lutero, llamándolo un “Hércules” y un “David fiel”, quien peleaba la batalla del Señor. Estos líderes sabían lo que cada uno hacía en medio de un contexto políticamente desafiante. La situación de Lutero en Alemania era intensa. Carlos V demandaba que el príncipe alemán sumara su liderazgo y esfuerzos en contra de la reforma luterana. En respuesta, el príncipe emitió una apelación formal en contra de las demandas del emperador.

El protestantismo nació ese día.

La situación de Zuinglio tampoco era muy fácil. En cinco años previos llegaron un número de reformas a Zúrich. Mientras que el concilio de la ciudad apoyaba a Zuinglio, él era atacado por un grupo de reformadores radicales, los anabaptistas. Para los anabaptistas, Zuinglio no seguía suficientemente la Biblia, especialmente cuando se trataba de la naturaleza de la iglesia y los candidatos para el bautismo. Bucero, por otra parte, tuvo la oportunidad de navegar con un poco más de facilidad dentro de las políticas de Estrasburgo. Al borde del sacro Imperio romano y sin los anabaptistas, Bucero pacientemente buscó cambios incrementales. 

Lutero versus Zuinglio

Tendría sentido que estos tres centros de la reforma —Wittenberg, Zúrich, y Estrasburgo— se unieran para presentar juntos un frente unido. Tal vez hubieran podido fortalecerse unos a otros en sus propias localidades al representarse a sí mismos ante concilios de ciudades y emperadores de Habsburgo como “la reforma”. Además, de presentarse como un frente unido, habrían fortalecido el esfuerzo del príncipe alemán quien puso en riesgo sus recursos religiosos y políticos en ese protestantismo en desarrollo.

Eso era lo que Bucero pensaba. Ya que él era amigo de Lutero y Zuinglio, juntó a los dos reformadores, acompañados por otros que apoyaban a ambas partes en esa división en crecimiento entre luteranos y reformados, para una conferencia al castillo de Marburgo en Alemania. El coloquio de Marburgo, como lo conocemos, aconteció del 1 al 4 de octubre del 1529. El debate central era la naturaleza de la presencia de Cristo en la santa cena. Esa no era la primera vez que ese asunto se discutía en público, ambos Zuinglio y Juan Oecompampadius, líder de la reforma en Basilea, presentaron sus puntos de vista al decir que la santa cena difería significativamente con lo expuesto por Lutero.  El reformador de Wittenberg sabía eso, por esa razón no quiso reunirse.

Lutero reconoció que la misa católica romana tenía problemas teológicos y metafísicos grandes. Los católicos enseñaban que, durante la institución verbal de la misa, la sustancia del pan, verdadera, corporal, y carnalmente se convertía en el cuerpo de Jesús.

Así como Juan Wycliffe antes que él, Lutero reconoció que ese punto de vista creaba problemas metafísicos. Si los sacerdotes tenían poder para transustanciar, entonces ¿cómo tener una base para saber algo? ¿Cómo confiar en nuestros sentidos si el pan podía retener una apariencia como pan pero ser enteramente algo diferente?

Aun así, Lutero quiso mantener el lenguaje de “este es mi cuerpo” al referirse al pan. Así que enseñó que el cuerpo de Jesús estaba en todo lugar a través de la comunicación de sus atributos divinos (omnipresencia) a sus humanos (existencia corporal). Durante la institución verbal, el cuerpo de Jesús, el cual es ubicuo, estaba unido al pan de tal manera que estaba “con y bajo” él. Así la presencia real del cuerpo de Jesús estaba en la santa cena. 

Zuinglio rechazaba este punto de vista. Él creía que la Iglesia era el cuerpo de Jesús. Cuando la Iglesia participaba del pan y vino común, se formaba en el mismo cuerpo de Jesús. Algo místico sí ocurría —el historiador David Steinmetz dice que Zuinglio no era  simplemente “memorialista”— pero lo místico ocurría en las personas y no en el pan. El “este” en “este es mi cuerpo”, entonces, era más simbólico, al señalar lo que ocurría cuando la Iglesia participaba de la santa cena.

División por la santa cena

Al leer la transcripción del coloquio de Marburgo, es evidente que ni Lutero ni Zuinglio estaban listos para negociar. Bucero, quien luego firmó las confesiones de Augsburgo, y también Juan Calvino, mantuvieron puntos de vista entre ellos, como también lo hizo el teniente de Lutero, Felipe Melanchthon.

Es fascinante considerar lo que hubiera pasado si Bucero y Melanchthon hubieran sido los participantes principales en el coloquio; tal vez en vez de separar las reformas, una sola reforma nos hubiera enlazado en una iglesia común.

Sin embargo, cuando los reformadores emitieron sus afirmaciones en común, se pusieron de acuerdo en catorce puntos doctrinales consecutivos. Los seguidores luteranos y reformadores estaban de acuerdo en la doctrina de Dios, el pecado original, justificación solo por fe, la necesidad de predicar y bautizar, las buenas obras, y la relación con las autoridades civiles. Fue el punto final el que los dividió: “el sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo”. Las dos partes acordaron que la santa cena debe constar de “dos elementos” (el pan y el vino, disponible a todos los creyentes), que la santa cena involucra “el verdadero cuerpo y sangre de Jesucristo”, y que para aceptar dignamente de la santa cena se requiere fe. Pero el punto de fricción surgió al discutir “si el cuerpo y la sangre de Cristo estaban corporalmente en el pan y el vino”. Lutero dijo que sí, Zuinglio dijo que no, y el protestantismo se dividió.

Todavía un asunto vital

Es notable que la única y más importante división que se mantiene entre los luteranos y las corrientes reformadas sigue siendo en cuanto a la santa cena. Para muchos evangélicos protestantes hoy en día, una división acerca de los sacramentos parece tonto: con el avance del secularismo, el islam radical, y un apasionado antiteísmo, deberíamos poner a un lado nuestras diferencias en asuntos secundarios como el bautismo y la santa cena para unirnos en un frente reformado común.

Pero considerando por qué los reformadores no se unieron nos recuerda que nuestros puntos de vista acerca de los sacramentos realmente llegan al corazón del sistema doctrinal que vemos en la Escritura. Fluye de nuestro entendimiento del evangelio y afecta la manera en cómo vivimos como cristianos.

Tal vez, discusiones más atentas y vigorosas sobre asuntos de sacramentos deberían ser parte de un necesario avivamiento de nuestra herencia protestante. Si lo abordamos así, creo que Lutero y Zuinglio lo entenderían.


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Fanny Castro.
Imagen: Lightstock
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