¿Cuántos de nosotros nos hemos quedado sin palabras al orar? Y no en el buen sentido. Simplemente no sabemos qué decir.
Leyendo Confesiones, parece que a Agustín de Hipona no le sucedía esto. La razón no era que tuviera una “unción especial” o que fuera más santo que cualquier otro creyente. No. La razón era que su corazón estaba empapado de las Escrituras.
Este teólogo se deleitaba en contemplar al Señor a través de su Palabra. Esto hacía que, de forma natural, brotara de sus labios (y su pluma) una alabanza a Dios por quien es Él y lo que Él ha hecho (Sal. 45:1).
Estos son solo cuatro pasajes —de los muchos en sus Confesiones— que pueden inspirar nuestro corazón para elevar una oración al Señor:
Que Dios nos permita contemplar la gravedad de nuestro pecado
“Os desafié de tal manera que, incluso dentro de los muros de tu iglesia y durante la celebración de tus misterios, cedí a la concupiscencia y me procuré los frutos de muerte. Me azotaste por ello con graves penas, pero, comparadas con mi culpa, no eran nada. ¡Qué infinita es tu misericordia, Dios mío!” (Libro III,3).
Cuando sufrimos, la primera pregunta suele ser, “¿por qué yo?”. La respuesta es dura: “¿Por qué no?”. Los seres humanos pecadores no merecemos otra cosa que el infierno. Nos hemos rebelado ante nuestro Creador y le hemos dado la espalda para perseguir los deleites efímeros de este mundo. Aunque no todo nuestro dolor es ocasionado directamente por nuestro pecado (mira la historia de Job), sea cual sea nuestra circunstancia podemos decir que estamos mejor de lo que merecemos.
Hasta que no reconozcamos la amargura de nuestros pecados no podremos disfrutar de la dulzura del perdón de nuestro Señor
Agustín reconoce que las consecuencias que Dios nos permite experimentar por nuestras faltas son minúsculas en comparación a la culpa que nos corresponde. Hasta que no reconozcamos la amargura de nuestros pecados no podremos disfrutar de la dulzura del perdón de nuestro Señor. Oremos para que Él abra nuestros ojos a la maravillosa misericordia que encontramos en su evangelio.
Que nos volvamos a Dios para ser verdaderamente libres del pecado
“Solo confesándote nos purificas de los malos hábitos y te muestras propicio con nuestros pecados. Tú escuchas los gemidos de los cautivos y nos libras de las cadenas que nosotros mismos nos echamos encima” (Libro III,9).
Dios es el único que puede hacernos verdaderamente libres de nuestra culpa. Si no fuera así, Jesús murió en vano. No vale la pena intentar limpiar nuestra iniquidad por nosotros mismos; frente a la perfecta santidad de nuestro Dios, siempre nos quedaremos cortos.
Oremos para que, cada vez que seamos conscientes de nuestro pecado, nuestra reacción sea correr hacia el Señor. Él es fiel y justo para perdonarnos en Cristo (1 Jn. 1:9).
Que tengamos un corazón agradecido por las misericordias de Dios
“Recuerde yo, Dios mío, y confiese tus misericordias conmigo mientras te doy gracias. Que mis huesos se empapen de tu amor y digan: Señor, ¿quién como tú?” (Libro VIII, 1).
El trabajo, la escuela, los niños… los afanes de la vida cotidiana. Con frecuencia nuestra rutina nos hace olvidar lo maravilloso que es simplemente existir. Las misericordias del Señor son nuevas cada mañana (Lam. 3:22-23). Cada respirar es un regalo inmerecido. A pesar de que ninguno de nosotros merece estar aquí, Dios se deleita en bendecirnos, salvarnos, y hacernos parte de su plan de redención.
Solo con un corazón agradecido podremos permanecer llenos de gozo en medio de cualquier tempestad
Agustín de Hipona estaba muy consciente de lo olvidadizos que somos los seres humanos. Unámonos a su oración para que Dios nos recuerde continuamente sus muchas misericordias hacia nosotros. Es solo así, con un corazón agradecido, que podremos permanecer llenos de gozo en medio de cualquier tempestad.
Que encontremos nuestro verdadero deleite en el Señor
“¡Oh Dios de los ejércitos, conviértenos a ti y muéstranos tu rostro y nos salve! Porque dondequiera que se vuelva el alma del hombre, hallará dolor, a menos que se fije en ti” (Libro IV, 10).
Este pasaje de Confesiones nos recuerda la frase más famosa de Agustín: “Nos has hecho para ti y nuestro corazón anda siempre desasosegado hasta que se aquiete y descanse en ti” (Libro I, 1). El único lugar en el que los humanos podemos deleitarnos plenamente es en el Señor. ¿Por qué? Porque fuimos hechos para habitar en Él.
Tristemente, solemos ser ciegos a esta verdad. Corremos por la vida buscando nuestra plenitud en el dinero, una casa bonita, cierta posición académica o social, en la salud, la fama, o el placer. Cuando alcanzamos la meta que pensamos nos dará felicidad definitiva, nos damos cuenta de que se queda corta. Sin embargo, en lugar de correr hacia Dios, fijamos los ojos en otra meta, seguros de que esta vez sí encontraremos el gozo que tanto anhelamos.
Oremos para que Dios nos ayude a permanecer con nuestros ojos fijos en Él. Que podamos ver con cada vez más claridad su gloria, para encontrar la plenitud verdadera.