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¡Hola, Señor! Allí está ella, entre cajas y bolsas de basura, exhausta. La veo y pienso en cómo, por más camino que haya recorrido contigo, y haya sido intencional al despojarme de lo material y efímero, esforzándome en buscar tesoros en el cielo… estos momentos me recuerdan cuánto hogar hay en cada cachivache que permanece conmigo.

Hacemos de tripas corazón y dejamos atrás lo que no consideramos elemental, pero igual… ella no puede abandonar a ese koala de cerámica que no hace más que sonreírle de vuelta. Porque no es un simple objeto Señor, es decir… lo es, pero, Tú sabes cómo brinca su corazón cuando lo ve en su repisa; Tú la viste escogerlo por lo que sintió cuando lo vio.

No es un simple koala, sino un caminito secreto hacia ese hijo trotamundos, al que mandaron con botas nuevas, mochila y cámara; es un regreso miniatura hacia los días en los que lavaba sus rulos a diario, rulos que ahora solo vemos en fotos. El koala se va con ella, Señor, y sé que sabes por qué, pero me desahoga platicártelo… porque son raras las visitas que le preguntan por qué lo tiene y por qué se molesta en mudarlo cada vez que se van, pero a Ti no te molesta escuchar los motivos detrás de las acciones, aunque los sabes todos.[1]

Un hogar no se construye con ladrillos, sino con recuerdos de instantes que nos cambiaron la vida y no nos dimos cuenta. A veces, esos instantes quedan un poco impregnados en nuestras cositas… uno empaca, cierra cajas y traslada lo que vuelve a colocar a la vista, a la mano, para hacernos anidar, porque nos hiciste para pertenecer y algunos de nosotros somos ayudados por objetos que nos hacen recordar.[2]

Tú mismo nos recuerdas de Tus maravillas eternas, usando pequeños objetos tangibles en medio de nuestras liturgias y tradiciones: tomamos una copita con jugo de uva y un panecito para que nuestras manos toquen, nuestras papilas gustativas reaccionen y todo nuestro ser recuerde… sabes que tendemos a olvidar y nos entregas recursos para ayudarnos a recordar, porque eres muy paciente y bondadoso.[3]

Hoy te agradezco porque, en medio de la locura de una mudanza que ni siquiera es mía, me siento un instante a evaluar por qué me he encariñado con ciertas cosas que me rehuso dejar y me consuela saber que Tú nos diste cuerpos y sentidos en este mundo físico, y que no eres ajeno a contemplar y sentir satisfacción al ver belleza y darnos recuerdos que se perennizan a través de lo material.[4]

Gracias porque nos hiciste a Tu imagen. Sé que sonríes conmigo cuando ponemos en su lugar cada cosa útil y cada cosa bella. Al mismo tiempo, Jesús, te pido querer crecer en desapego a este mundo y sentirme anidada en ti más que nada… te pido por mí y por mi hermana, que si perdiéramos absolutamente todo, incluyendo a ese koala, quiero que, aún si estamos tambaleando y repletas de tristeza, nuestros corazones descansen en que Tú eres nuestro hogar.[5]

Danos gratitud por lo que tuvimos y tenemos, por lo que tuvimos que dejar y perder, y haznos rebalsar de adoración para Ti, nuestra Roca inconmovible que sabe todo de mudanzas, sin cambiar jamás Su esencia.[6]

En tu precioso nombre, amén.


[1] Sal 66:19.
[2] Sal 68:6.
[3] 1 Co 11:24.
[4] Gn 1:31.
[5] Sal 73.
[6] Stg 1:17.
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