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Jeremías 38-41 y Colosenses 3-4

“Jeremías le respondió al rey: Si respondo a la pregunta de su Majestad, lo más seguro es que me mate. Y si le doy un consejo, no me va a hacer caso”
(Jeremías 38:15 NVI).

Sedequías, el rey de Judá, había sido amonestado por Dios repetidamente a través del profeta Jeremías. Al igual que sus antecesores, se había negado a obedecer el consejo de Dios. Se negó a oír los argumentos, ver la evidencia, y encontrarle propósito al mensaje del Señor. A pesar de que todo su reino se diluía ante el poder babilónico frente a sus propios ojos, el rey permanecía inconmovible en su obstinación. Yo me pregunto: ¿cómo alguien puede ser incapaz de ver las consecuencias de sus malas decisiones? La obstinación ciega la vista y endurece el corazón.

La terquedad es como uno de esos pegamentos poderosos que, al contacto con el aire, se afirman a la superficie y se ponen tan duros como la misma piedra. Igualmente, un corazón que se niega a aceptar la evidencia y el consejo, termina endureciéndose hasta el punto de ser incapaz de modificar su propia conducta y el rumbo de sus actos. Nuestra historia está llena de corazones obstinados que no cambiaron el rumbo de sus decisiones producto de su propia terquedad. Por ejemplo, ¿cuál fue el fin de Sedequías? El profeta lo detalla con tristeza: “Pero el ejército babilónico los persiguió hasta alcanzarlos en las llanuras de Jericó. Capturaron a Sedequías y lo llevaron ante Nabucodonosor, rey de Babilonia, que estaba en Riblá, en el territorio de Jamat. Allí dictó sentencia contra Sedequías, y ante sus propios ojos hizo degollar a sus hijos, lo mismo que a todos los nobles de Judá. Luego mandó que a Sedequías le sacaran los ojos y le pusieran cadenas de bronce, para llevarlo a Babilonia” (Jer. 39:5-7 NVI).

¿Era eso lo que Dios esperaba? Podríamos pensar que sí, al considerar que las tan anunciadas amenazas de parte de Dios se convirtieron en una realidad irremediable. Al mismo tiempo, podríamos equivocarnos al acusar al Señor de una falta tangible de misericordia al abandonar a su pueblo. Sin embargo, si leemos con detenimiento la historia bíblica, nos daremos cuenta de que el Señor, con mucha anticipación compasiva, trazó con suma claridad el camino que la obstinación judía traería consigo. Él no les preparó un lazo o una trampa donde ingenuamente ellos caerían. En cada oportunidad en que el Señor habló, su amonestación fue para vida y no para destrucción. Su intención no era fomentar “culpas” en las conciencias o miedos paralizantes, sino evitar daños irremediables en sus vidas producto de una dirección que los llevaba a una directa colisión destructiva.

Toda la Biblia es una invitación a escuchar y obedecer los requerimientos válidos de Dios para la vida buena.

Por ejemplo, decirle a un amigo que no puede seguir manejando a velocidad excesiva porque si sigue así terminará matándose o matando a alguien, no es un acto de crueldad en contra de su libertad. Por el contrario, se trata de un acto de amor. A veces, cuando las circunstancias lo ameritan, es necesario ser duro como un martillo que trata de quebrar un pedazo de cemento endurecido. Es necesario aprender a escuchar la Palabra de Dios que opera como un diluyente en el corazón e impide que se formen grumos de peligrosa terquedad que luego solo podrán ser derribados a través de una fuerza extrema y destructiva.

El Señor no quiere decirnos: “Te lo dije…”. En cambio, quiere mostrarnos la salida, el camino recto, y la vida buena, como se lo dijo previamente a Sedequías a través de Jeremías, muy pocos días antes de su triste final: “Obedezca su majestad la voz del SEÑOR que yo le estoy comunicando, y no caerá en manos de los babilonios. Así le irá bien a usted, y salvará su vida” (Jer. 38:20 NVI). Lamentablemente, Sedequías no quiso oír, tampoco quiso cambiar de actitud y menos enmendar el rumbo. ¿Acaso este último mensaje es abrumador e hiriente de parte de Dios? ¿Acaso el Señor demuestra cansancio o juicio inmisericorde? ¿Acaso se muestra intransigente e intolerante hasta el punto de decirle al rey: “basta, todo se terminó”? De ninguna manera. El terco fue Sedequías, el rey. Si no hubiera sido testarudo, su historia se habría contado de otra manera. Las cosas que le sucedieron no ocurrieron sorpresivamente. Él fue advertido. Recordemos la dolorosa frase que el Señor repitió una y otra vez: “yo les he hablado en repetidas ocasiones”, pero Sedequías y todos los suyos se negaron a oír.

Necesitamos revestir de dirección adecuada y de valores correctos a nuestra conciencia para que nuestros actos sean dignos de la gloria del Señor.

La docilidad está en el extremo opuesto a la obstinación. Empieza cuando aprendemos a oír con atención el consejo, cuando estamos dispuestos a enmendar el rumbo porque hemos entendido que lo que estamos haciendo no es correcto. Toda la Biblia es una invitación a escuchar y obedecer los requerimientos válidos de Dios para la vida buena. Por eso debemos prestar atención al consejo del apóstol Pablo: “Que habite en ustedes la palabra de Cristo con toda su riqueza: instrúyanse y aconséjense unos a otros con toda sabiduría…” (Col. 3:16 NVI). Debemos ejercitarnos en escuchar a Dios y escuchar buenos consejos porque vivimos tiempos tan difíciles y confusos, que debemos tener ambos oídos bien abiertos para recibir una buena recomendación. Necesitamos revestir de dirección adecuada y de valores correctos a nuestra conciencia para que nuestros actos sean dignos de la gloria del Señor. Sin una obediencia fiel a la Palabra del Señor, nunca podremos responder a esta demanda paulina: “Y todo lo que hagan, de palabra o de obra, háganlo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios el Padre por medio de Él” (Col. 3:17).

Por último, nuestra docilidad u obstinación será el resultado de nuestras propias decisiones: “El que hace el mal pagará por su propia maldad, y en esto no hay favoritismos” (Col. 3:25 NVI). Las lágrimas no podrán arreglar situaciones en las que fallamos por no haber tomado las previsiones o no habernos informado con precisión. Tampoco sirve de nada “llorar sobre la leche derramada”, ni reclamar sobre las ruinas de nuestra propia existencia. Dios desea bendecir nuestras decisiones con sabiduría del cielo. Por tanto, escuchemos su voz y hagámoslo a tiempo, cuando todavía tengamos la docilidad y la oportunidad para cambiar el rumbo sin mayores consecuencias.


Imagen: Lightstock.
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