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El espíritu del hombre puede soportar la enfermedad,
Pero el espíritu quebrantado, ¿quién lo puede sobrellevar? (Pr 18:14)

Los especialistas médicos dicen que el dolor físico es considerado como una «alarma» que dispara los recursos necesarios para que el cuerpo reaccione y enfrente el daño presente. En ese sentido, el dolor no es un enemigo, como podría suponerse a primera vista, sino un grito de auxilio oportuno ante una emergencia de salud. Sin embargo, la humanidad ha buscado escapar del dolor a través de todos los medios posibles. Ya Hipócrates y Galeno, los famosos médicos griegos, buscaron desarrollar anestésicos que aplaquen el dolor de sus pacientes.

Es conocida la historia de Horace Wells y sus experimentos en Boston con el óxido nitroso a mediados del siglo XIX. La historia acaba en tragedia cuando es invitado a hacer una demostración del analgésico con un paciente al que había que extraerle una muela. Por alguna razón el analgésico no surtió efecto y el paciente lanzó alaridos de dolor. Wells fracasó, se le consideró un farsante y su carrera cayó en descrédito. Algunas fuentes señalan que no pudo reponerse a su debacle profesional y se suicidó tiempo después.

El traspié de Wells fue subsanado por otros científicos y la humanidad encontró la manera de calmar el dolor físico con analgésicos, con tal éxito que ya lo hubieran querido disfrutar las generaciones anteriores que lo sufrieron y lloraron sin remedio alguno. No puedo imaginar una caries dental, una pierna quebrada o una herida abierta sin que se pueda combatir el dolor incontrolable.

Pero no solo existe el dolor físico. El maestro de sabiduría también se refiere a otra clase de dolor, uno anímico en el fondo del corazón. Él habla del «espíritu quebrantado» que, en palabras del propio maestro, es muy difícil de soportar. Nuestro espíritu o alma, cuando está firme, puede soportar mucho dolor, pero cuando el espíritu se quiebra —es decir, experimenta una calamidad que es como azotes o golpes de castigo— el dolor se vuelve insoportable y el alma se rompe.

Es cierto que no estamos exentos de diversas clases de quebrantos dolorosos, pero también debemos reconocer que muchos de ellos nos los propinamos nosotros mismos producto de nuestra necedad. Lo que acabo de decir no es popular porque la cultura contemporánea exalta una victimización extrema que le da algo de glamour a un sufrimiento del que se presume que todos (menos uno mismo) son culpables: los presentes, los ausentes, los de hoy y también los del pasado.

No podemos negar el dolor que se origina en la injusticia que nos rodea y del que solo podríamos ser víctimas. Sin embargo, quisiera hablar del dolor del quebranto producido por nuestra propia necedad. Por ejemplo, sufrimos cuando nuestra necedad hace que nos enfrasquemos en problemas dolorosos con el prójimo: «Los labios del necio provocan riña, y su boca llama a los golpes. La boca del necio es su ruina, y sus labios una trampa para su alma» (vv. 6-7).

¡Cuántas veces se hace realidad en nuestras vidas el dicho popular, «El pez muere por la boca»! Nuestras palabras pueden causar mucho daño cuando son expresadas con violencia, sin sabiduría y sin control. El maestro de sabiduría usa palabras muy ilustrativas para demostrar el daño doloroso que pueden causar las palabras necias: riña, golpes, ruina y trampa. De seguro notas cómo la necedad provoca un dolor que va in crescendo. Todo empieza con un intercambio fuerte de palabras (riña), luego se pasa al daño físico (golpes). Los dos aspectos finales son lapidarios y tienen que ver con perder o destruirlo todo (ruina) y con entregar finalmente la libertad (trampa). Todos los dolores mencionados serán tu propia responsabilidad si son el producto de la necedad de tu boca. 

Otro tipo de necedad dolorosa es la que se produce por el aislamiento y la falta de consejo. Hoy está de moda una necedad inmensamente penosa que se caracteriza por la actitud de «lo sé todo» y «no necesito a nadie más que a mí». El maestro de sabiduría la presenta así: «El que vive aislado busca su propio deseo, contra todo consejo se encoleriza» (v. 1). Una paráfrasis lo expresa de la siguiente manera: «La gente poco amistosa solo se preocupa de sí misma; se opone al sentido común» (NTV). Podría sonar contradictorio, pero mientras más egoísta eres, no es que tendrás más, sino que serás más propenso al aislamiento doloroso e infructuoso. No fuimos creados para fructificar en solitario, sino para reverdecer como resultado de la interacción, la entrega y la disposición a la colaboración mutua. El egoísmo es doloroso porque, al quedar encerrado en tus propios pensamientos, irás perdiendo simplemente el sentido común (corporativo).

Nuestro Señor Jesucristo no dejó de advertirnos de la presencia omnipresente del sufrimiento en este mundo caído. Sus palabras son tan claras que no hay forma de que nos sumemos a la idea de un mundo de fantasía que no existe: «Estas cosas les he hablado para que en Mí tengan paz. En el mundo tienen tribulación; pero confíen, Yo he vencido al mundo» (Jn 16:33). No podremos vencer el dolor anímico por nosotros mismos, porque somos propensos a crearlo y vivimos en un mundo en donde el dolor se fabrica y distribuye en cada rincón. Por eso debemos ser sabios y reconocer que la paz que tanto ansiamos está en Cristo y, entonces, ante el peligro inminente de sufrir, simplemente me abrazo con fuerza al Señor porque «El nombre del SEÑOR es torre fuerte, a ella corre el justo y está a salvo» (Pr. 18:10).

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