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Nota del editor: 

Este es un fragmento adaptado del libro Cristo y la cultura (Andamio, 2020), por Donald Carson.

En una de las introducciones que más llama la atención de todas las que ha escrito, Michael Horton empieza un ensayo con estas líneas:

“Resulta confuso haber crecido entonando ‘Este mundo no es mi hogar’ y ‘Este es el mundo de mi Padre’. Estos himnos encarnan dos respuestas cristianas, frecuentes y aparentemente contradictorias, a la cultura. Uno ve este mundo como un páramo de impiedad, con el que el cristiano debe tener la menor relación posible. El otro entiende la transformación cultural prácticamente como sinónimo de ‘actividad del reino’”.

Ambas opciones frente a la cultura, y también muchas otras, son, a la luz de la Escritura, penosamente reduccionistas. Con las cauciones debidas, es fácil encontrar cierta justificación bíblica para esas dos canciones, y para algunas otras que contienen mensajes que aparentemente se oponen entre ellos. Sin embargo, esto no es más que otra manera de decir que cada una se basa en una lectura demasiado selectiva de temas bíblicos.

Por supuesto, los sociólogos desarrollarán sus propios marcos para analizar los movimientos complejos y encontrarán maneras de categorizar las respuestas cristianas divergentes a la cultura general. La capacidad descriptiva de esos marcos puede ser perceptiva en algunos sentidos y, por supuesto, también se las puede desafiar partiendo de bases distintas. Pero una vez los patrones reclaman cierto grado de poder prescriptivo, deben ser probados por la Escritura. Y la prueba ostensible de la Escritura no es adecuada si gira en torno a la disposición conveniente de pasajes de prueba y de precedentes bíblicos.

En lugar de imaginar que Cristo contra la cultura y Cristo transformador de la cultura son dos posturas mutuamente excluyentes, la rica complejidad de las normas bíblicas nos dice que a menudo ambas operan simultáneamente

Además de una exégesis profunda de una amplia gama de pasajes bíblicos, tenemos que pensar cómo encajan estos en los grandes puntos de inflexión de la historia de la redención, en el movimiento masivo desde la Creación hasta los nuevos cielos y la nueva tierra, con paradas críticas por el camino para la Caída, el llamamiento de Abraham, el auge, caída y nuevo auge de Israel, la venida del Mesías prometido, su enseñanza, ministerio, muerte y resurrección, el don del Espíritu y el nacimiento de la Iglesia. Tampoco podemos ignorar grandes estructuras teológicas, incluyendo la naturaleza trinitaria de Dios, todo lo que consigue la cruz y las implicaciones ineludibles de la escatología neotestamentaria, con su inflexible combinación de escatología inaugurada y futura.

Si semejantes estructuras bíblicas y teológicas controlan nuestro pensamiento sobre estos asuntos, y si tales categorías reveladoras se manifiestan en nuestras vidas mediante la adoración y la acción, entonces diversas maneras de pensar en la relación entre Cristo y César pueden resultar heurísticamente útiles, pero sin adoptar una fuerza canónica. Estaremos mucho más capacitados para ser flexibles en este sentido como lo son los documentos del Nuevo Testamento, sin socavar absolutos como “¡Jesús es el Señor!”.

La misma estructura fundamental de la teología bíblica hablará con tanta fuerza a los cristianos sometidos a persecución que claman pidiendo liberación y por la llegada del reino consumado, como a los cristianos cuyo amor por el prójimo les impulsa a hacer esfuerzos heroicos para ayudar a los afectados de sida. Abarcará las afirmaciones exclusivas de Cristo y la unicidad de la Iglesia como locus de la gracia redentora, pero exigirá a los creyentes que admitan su existencia como criaturas en esta Creación vieja y caída, y que reflexionen sobre los mandamientos ubicuos no solo de amar a Dios sino también a su prójimo como a ellos mismos. En lugar de imaginar que Cristo contra la cultura y Cristo transformador de la cultura son dos posturas mutuamente excluyentes, la rica complejidad de las normas bíblicas, expresadas en la línea argumental de la Biblia, nos dice que a menudo ambas operan simultáneamente.

La búsqueda apasionada de la totalidad robusta y nutriente de la teología bíblica como matriz controladora de nuestra reflexión sobre las relaciones entre Cristo y la cultura nos ayudará, irónicamente, a ser mucho más dúctiles que los marcos inflexibles que a menudo se colocan en el lugar de la Biblia. La Escritura nos manda que pensemos holística y sutilmente, sabia y penetrantemente, bajo el señorío de Cristo, estando totalmente insatisfechos con la anestesia de la cultura.

La Escritura nos manda que pensemos holística y sutilmente, sabia y penetrantemente, bajo el señorío de Cristo, estando totalmente insatisfechos con la anestesia de la cultura

La complejidad ordena nuestro servicio sin insistir en que las cosas acaben siendo de una determinada manera: aprendemos a confiar y a obedecer, dejando a Dios los resultados, porque tanto la Escritura como la historia nos enseñan que a veces la fidelidad conduce al despertar y a la renovación, a veces a la persecución y a la violencia, y en ocasiones a ambas. Dado que la Creación nos concedió una existencia encarnada, y ya que nuestra esperanza última es la vida de resurrección en el nuevo cielo y la nueva tierra, entenderemos que reconciliarse con Dios y someterse al señorío del Rey Jesús no se pueden reducir de ninguna manera a la religión privatizada o a una forma de espiritualidad ostensible abstraída de la existencia corporal plena en esta vida.

Esta lectura enriquecedora de la Escritura conseguirá dos cosas más. Para una generación que se esfuerza por llegar a la cima y luego mira a su alrededor y pregunta “¿No hay nada más?”, la visión bíblica que se centre en Cristo y en su cruz, en los vínculos entre este mundo y el siguiente, en la vida cristiana valiente y en el testimonio fiel, y en una visión a gran escala que hace del mundo nuestra grey mientras amamos a nuestro prójimo, despega nuestros ojos de nosotros mismos y se deleita en la gloria de Dios.

Cuando las iglesias que se han formado así envían a sus miembros a participar en el mundo que les rodea, es menos probable que ese mundo al que deben dar testimonio y en el que deben hacer el bien les engañe. Evitaremos la trampa que bien describió Horton: “En lugar de estar en el mundo pero no ser de él, fácilmente nos volvemos del mundo sin estar en él”. En vez de esto, viviremos en la tensión de reclamar cada centímetro cuadrado para el Rey Jesús, aun sabiendo plenamente que la consumación todavía no ha llegado, que caminamos por fe y no por vista, y que las armas con las que luchamos no son las armas del mundo (1 Co. 10:4).


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