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Estaba a punto de graduarme de la secundaria en la misma escuela a la que había asistido desde el nivel preescolar. Sentía mucha emoción por comenzar la preparatoria. El Señor había abierto mis ojos al evangelio durante el último año solo por su infinita gracia y misericordia y estaba transformando mi vida para siempre. 

Tenía grandes expectativas para el futuro. Todo marchaba según el plan. Pero todo se desmoronó en un abrir y cerrar de ojos. El verano trajo consigo cambios para los cuales no estaba preparada.

Una temporada de incertidumbre

Ciudad Juárez llevaba dos años en guerra contra el narcotráfico, al punto que vivíamos en un estado de pánico continuo. Las calles lucían cada vez más desoladas con el paso de los meses debido al toque de queda y la presencia militar que aumentaba cada día. 

Un día recibimos una noticia que cambió la vida de todos en nuestra iglesia: Un hermano, un amado amigo y siervo fiel del Señor, había desaparecido. Rodeamos a su familia con oraciones y provisión para sus necesidades en la espera más difícil de sus vidas.

Después de casi dos semanas, supimos que aquel hermano había muerto. Nuestros corazones y mentes no podían comprender lo que ocurría. Clamamos al Señor: «¡Ten misericordia de nosotros! Consuela nuestros corazones y ayúdanos a perseverar en medio de la tribulación».

Fue durante este tiempo de duelo y confusión que llegué a mi casa un día y recibí otra noticia inesperada: Nos estábamos mudando a Estados Unidos el próximo fin de semana. Todo estaba arreglado, solo quedaba empacar.

¡No lo podía creer! No era el momento para mudarnos. Nuestros amigos e iglesia necesitaban que estuviéramos con ellos, perseverando a su lado. Pero la decisión estaba tomada y, como si fuera poco, mi papá se quedaría a vivir en Ciudad Juárez para continuar su labor dentro de la iglesia.

Aunque solo nos íbamos a mudar a la ciudad vecina (El Paso, Texas), seguía existiendo una frontera, una muralla y una aduana que nos separaban. Con solo quince años, no había manera de que yo pudiera moverme entre ambas ciudades con facilidad.

Cuando esta temporada de pruebas parecía a punto de terminar, mis padres me sentaron para explicarme lo que estaba sucediendo en sus vidas. Estaban en un proceso de divorcio; una separación que causó años de inestabilidad, confusión y heridas que aún están sanando.

Mi roca firme

Me quejaba con enojo de que Dios haya permitido todo esto durante este tiempo de incertidumbre. Cuestionaba Su bondad, fidelidad y soberanía. Hasta que un hermano y amigo de la iglesia me desafió a poner mi fe en el Señor en medio de estas circunstancias. Recuerdo cuando me leyó en voz alta: 

Bendice, alma mía, al Señor,
Y bendiga todo mi ser Su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor,
Y no olvides ninguno de Sus beneficios.
Él es el que perdona todas tus iniquidades,
El que sana todas tus enfermedades;
El que rescata de la fosa tu vida,
El que te corona de bondad y compasión;
El que colma de bienes tus años,
Para que tu juventud se renueve como el águila (Sal 103:1-5)

«No se trata de dejarte llevar por tus emociones» —me dijo después de leer el salmo— «sino de ordenarle a tu alma que bendiga al Señor, que confíe en Sus atributos para que descanse en lo que Él hizo y hará».

Este salmo se convirtió en mi oración de día y de noche, mientras le recordaba a mi alma quién es Dios y cuál es Su bondad, misericordia, fidelidad, compasión y soberanía sobre todas las cosas. 

Dios usó estas palabras como bálsamo de sanidad para mi alma. Aprendí a descansar y a alabar al Señor por quien Él es, por lo que Cristo hizo por mí en la cruz. Aprendí a confiar en la verdad de que Dios tiene todo mi futuro en Sus manos. Él fue mi consuelo y roca firme en medio de la incertidumbre, el dolor y los cambios inesperados.

Esto no significa que todo mejoró de un día para otro. Los seis años siguientes fueron una lucha por depender del Señor y confiar en Él. Pero Dios siempre fue fiel. Hoy tengo por sumo gozo las pruebas y dificultades, porque sé que estas producen paciencia, y la paciencia produce un resultado perfecto, de modo que estoy creciendo a la imagen de Jesucristo (Stgo 1:2-4).

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