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Contar tu historia puede ser algo extraño, especialmente en este formato, en donde completos extraños son los lectores principales. Frederick Buechner dijo una vez que contar públicamente tu historia es “como mostrar fotos de tu bebé a un extraño”. En otras palabras, todos los bebés se parecen, a menos que conozcas al bebé. Lo mismo podría decirse de las historias que compartimos.

De todas formas, quiero contarte mi historia, ya que es una oportunidad para compartir algo sobre la naturaleza de Dios y la profundidad de su gracia, misericordia y amor.

Así que, aquí va un poco de mi vida.

El inicio de la historia

Cuando tenía 6 años de edad, mi papá mató a mi mamá. En un impensable y terrible acto, puso un final violento a los años de abuso físico y emocional a mi madre, mis dos hermanas y yo. Con un jalón de un gatillo, mi padre le quitó su mamá a tres niños, su hija primogénita a mis abuelos, y su hermana a mis tíos. Él se llevó a una hermosa, creativa, talentosa y vibrante joven mujer unas semanas antes de su cumpleaños número 31. Lo que es más, nada de esto fue particularmente sorprendente para aquellos que conocían a nuestra familia. Después de todo, mi padre era un hombre inestable, volátil, adicto a las drogas y al alcohol, y sufría de una enfermedad mental grave que no había sido diagnosticada ni tratada hasta después del asesinato.

Fue declarado culpable de asesinato en 1981 y condenado a morir en la silla eléctrica. Su apelación redujo su sentencia a cadena perpetua.

En la secuela, mis hermanas y yo fuimos adoptados por mis abuelos maternos, y frente a esa gran tragedia, hicimos lo que cualquier familia haría: nos unimos más en nuestro dolor. Una parte importante de esa unión llegó a través de nuestro odio común, no solo de las cosas malas que mi padre hizo, sino de mi propio padre. Así que crecí odiándolo, y 23 años sin contacto solo aumentaron la distancia, el miedo y el desprecio que definía nuestra “relación”.

Honra a tu padre

En el 2004, cuando tenía 29 y en mi primer mes de matrimonio, estaba escuchando un sermón acerca de los Diez Mandamientos. Ya había leído los Diez Mandamientos en innumerables ocasiones. Había leído comentarios, y escrito sobre ellos, pero de alguna manera nunca se me había ocurrido que el quinto y sexto mandamientos hablan directamente a mi historia personal.

“Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días sean prolongados en la tierra que el SEÑOR tu Dios te da. No matarás (No asesinarás)”, Éxodo 20:12-13.

La pregunta que empezó a golpear mi cabeza y corazón fue: “¿Cómo se supone que voy a guardar el mandamiento de honrar a mi padre cuando todo lo que realmente sé de él es que él hizo añicos el siguiente mandamiento sobre el asesinato?”. Allí mismo, en el banco de la iglesia, le pedí a Dios que me mostrara cómo podía honrar a mi padre.

En cuestión de segundos, Dios me dio una nueva comprensión de lo que significa honrar a mi padre. Lo que Dios puso en mi corazón en ese momento fue la frase “míralo a los ojos”. Para comenzar a honrarlo, tenía que mirar a mi padre a los ojos, lo que significaba, que por lo menos, tenía que ir a visitarlo a la prisión.

Unas semanas más tarde, mi esposa y yo empacamos algunas maletas y nos dirigimos hacia la prisión, cientos de kilómetros de distancia.

Ojo a ojo

Nos registramos en la prisión y fuimos dirigidos por un guardia armado a través de puertas y puntos de control a una desadornada sala 8 por 8 de blocks de hormigón con tres sillas plegables. El guardia se marchó, asegurándonos que estaría a la vuelta de la esquina si necesitábamos algo. Puse dos sillas frente a la puerta para mí y mi esposa; la silla que quedaba era para mi papá. Después de unos momentos de silencio, oí unos pasos encadenados y sabía que en cuestión de segundos estaría cara a cara con mi papá por primera vez desde que tenía 6 años de edad.

Decidí que me gustaría ver a mi padre a los ojos, darle la mano, y sentarme rápidamente, para que él pudiera hacer lo mismo y que fuera menos incómodo.

Mi padre entró en la habitación y, como lo había planeado, lo miré a los ojos. Sin embargo, a pesar de mi decisión de ser un hombre delante de mi padre, de estrecharle la mano y ser fuerte ante él, y de mirarlo fíjamente de ser necesario, el resultado real de nuestro primer momento juntos en más de 23 años me tomó por sorpresa.

Cuando nuestros ojos se encontraron, mi papá fue inmediatamente sobrecogido por la emoción. Sus ojos se llenaron de lágrimas al instante. Su cabeza se sacudió hacia abajo, y su cuerpo se estremeció, casi como si fuera una convulsión. Él estaba completamente afectado al ver a su hijo después de todos esos años.

En cuestión de segundos de haberme encontrado con mi papá, aprendí la primera de muchas lecciones llenas de gracia que Dios me sigue enseñando acerca de ese encuentro. Yo creo que Dios quería que yo mirara a mi padre a los ojos, no para que yo pudiera hacer valer mi hombría frente a él, no para que yo pudiera mostrar que era fuerte, sino para que pudiera ver claramente que mi papá es un pecador, un ser humano frágil y roto desesperadamente necesitado de restauración.

El apretón de manos se convirtió en un abrazo, y antes de que supiera lo que estaba pasando, yo estaba de pie cara a cara con el asesino de mi madre con los ojos llorosos, y el único pensamiento que corría por mi cabeza era: Dios, sé propicio a este hombre.

Finalmente empezamos a hablar, y mi padre ofreció una disculpa sincera por todo el daño que había causado, por crear una situación en la que tres niños crecieron sin su padre y su madre. Habló de haber llegado a la fe en Cristo tras las rejas, y de cómo con la medicación y el tratamiento adecuado a su enfermedad mental está más o menos bajo control.

No es una historia color de rosa

Dios usó ese día para sanarnos a ambos. Mi padre descargó años de disculpas y petición de perdón, mientras que yo era capaz de finalmente liberar nociones infantiles de que mi padre era la encarnación del mal. Estábamos ahora dos hombres pecadores necesitados de la misericordia y la gracia de Dios sin la cual ninguno de nosotros podría encontrar ninguna libertad real en esta vida.

Me gustaría decirles que desde entonces nuestra relación se ha convertido en una clásica relación de padre/hijo que es la envidia de cualquier persona que nos conoce. Eso es lo que me gustaría decirte. Pero no es la verdad.

La verdad es que visité a mi padre solo otra vez más en la cárcel, y fue un encuentro confuso que me dejó con más conflicto interno que la primera visita. Hemos intercambiado cartas y tarjetas, pero nuestro contacto ha caído hasta el punto en el que incluso no lo he visto desde que fue puesto en libertad condicional hace casi tres años.

La verdad es que mientras yo he perdonado a mi padre, sigo experimentando la picadura ocasional de resentimiento hacia él. También he aprendido la dura lección de que es difícil hacer espacio en tu vida para alguien que no estás acostumbrado a tener a tu alrededor.

Mi historia, por lo menos esta parte de la misma, no es una  historia color de rosa. ¿Entonces por qué compartirla?

Gran historia

En Romanos 8:28, cuando Pablo dice: “¿Qué, pues, diremos a esto?”, las cosas de las que ha estado hablando son “sufrimientos”, “futilidad” y “esclavitud a la corrupción”. En otras palabras, ¿qué diremos sobre cosas como papás asesinando mamás y familias separadas por la violencia y el abuso?

Pablo nos da una respuesta a esas mismas cosas en el versículo 37:

“Pero en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de Aquél que nos amó. Porque estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni lo presente, ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro”, Romanos 8:37-39.

Sí, vivimos en un mundo donde el asesinato es real, pero estas partes de nuestras historias no dan la última palabra para los que están en Cristo. Somos conquistadores, no por lo que hemos hecho, sino por lo que le pertenece a Jesús, que conquistó a Satanás, el pecado y la muerte, lo que pertenece a los que están en Él. Esa es la última palabra, la historia final.

Les cuento mi historia como una forma de dar testimonio de esa historia.

  • ‪Vemos el quebrantamiento de mi papá que estaba desgastado y cansado de la culpa y la soledad que resultó de sus actos.
  • ‪Vemos la restauración y redención en el abrazo que compartimos después de años y años de estar separados uno de otro.
  • ‪Vemos la restauración de la realidad de que mis peores temores acerca de mi papá no gobernaron el día, y que la experiencia que me temía podría convertirse en una pesadilla en realidad se convirtió en una experiencia vivificante y conmovedora.

Les cuento mi historia no para que digan, “Sé más como Joel, porque él fue obediente cuando Dios le dijo que fuera a visitar a su padre”. Les cuento mi historia no para que digan: “Qué reconfortante fue que Joel y su padre se reunieran”. Les cuento mi historia porque yo también puedo decir que incluso en medio de la ruptura y la tragedia de nuestras vidas, y nuestra obediencia imperfecta en respuesta a ellos, somos “más que vencedores” por medio de Cristo. Su muerte y resurrección son reales y operan no solo en los momentos donde la redención brilla, sino también en los momentos dolorosos y desagradables durante el cual “gemimos en nuestro interior, aguardando ansiosamente la adopción como hijos”, Romanos 8:23.

Sin duda, Dios nos habla no solo a través de palabras, sino a través de eventos, a través de los triunfos y tragedias de nuestras vidas. Si Dios puede ser encontrado en un pesebre en Belén, puede ser encontrado en los lugares rotos de nuestras historias.


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Patricia Namnún.
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