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Después de compartir una comida con amigos se despertó en mí la curiosidad, no sé por qué, de regresar a casa en el transporte público. Me dirigí a la parada en pleno centro de la ciudad, vestido con el camuflaje del anonimato.

En medio de una multitud, esperé confuso el autobús que me llevaría a mi destino. Debo aclarar que mi última vez en el transporte público data de mi época de estudiante universitario. Ante esta realidad, me enfrenté a varios interrogantes: «¿Qué unidad abordar? ¿Cuánto cuesta? ¿Aceptarán billetes?». 

Sin tener estos misterios resueltos, se paró frente a mí la popular nave y quedé varado en medio de una multitud frenética que se montó al autobús sin titubear. No sé si subí o me subieron. Aturdido e hipnotizado por el bullicio y el calor, pero con cierto aire de triunfo por haberlo logrado, dibujé una sonrisa nerviosa en mi rostro.

En plena marcha, inicié la tarea casi imposible de ir hacia la parte trasera, donde estaría más tranquilo (aunque no creo que hubiera reposo alguno allí, pues no había espacio ni para un estornudo). Me detuve en un lugar, a pesar de no haber llegado hasta donde quería, sino hasta donde pude.

Me aferré a un tubo vertical que iba desde el piso al techo, como si fuera mi único medio de supervivencia. Quedé flanqueado por dos personas que tenían el propósito de fundirme con el tubo. De un lado, tenía a un señor de baja estatura que parecía luchar más que yo para sobrevivir la travesía. Llevaba una ingobernable gorra de los Yankees que iba de lado, luego hacia al frente, hacia atrás, a tres cuartos; la vi girar por completo, según el roce de las personas al pasar. El hombre iba más colgado que agarrado, imperturbable a pesar de las acrobacias que las condiciones le exigían. Lo hacía con tanta destreza que llegué a la conclusión de que era un experto en aquellos oficios.

Del otro lado, una señora alta y robusta, de pelo lacio con un gran moño. En su mano izquierda sostenía una bolsa plástica con diversos comestibles que distinguí bien, a pesar de la posición incómoda en la que estaba: dos aguacates gigantescos, tres cocos secos y una sonriente tajada de calabaza.

Recordé que tengo que morir a mí mismo y despertar a la realidad de Dios; al mundo que existe y que en ocasiones no quiero ver

Entonces, una gran tensión me arropó cuando vi a la mujer desenvainar de su bolsa un colosal mango, codiciada fruta tropical. Al discernir sus intenciones, le abrí los ojos tanto como pude, más de advertencia que de asombro, queriendo frustrar sus planes de llevar a mejor vida la apetecida fruta. El gesto funcionó, aunque por poco tiempo. Volvió a sacar la fruta y ahora era ella la que me miraba con tono desafiante. El infeliz mango pagó la consecuencia de aquel duelo mudo.

Atrapado por mi estado de parálisis impuesta, mi escape ya no era de la señora, sino del mango y mi meta ya no era sobrevivir al viaje, sino a la fruta. «¿Quién me mandó a montarme aquí?», me cuestionaba por dentro, cuando sentí una materia pegajosa y blanda en la piel. El mango que tanto traté de esquivar se deslizaba libremente por mi cuello.

Cuando giré, la responsable ya no estaba allí. No sé cómo pasó, simplemente se esfumó. Lo más asombroso fue que nadie parecía haberse percatado. Todos seguían con sus miradas perdidas, ahogados en los afanes de la cotidianidad y la supervivencia. Aferrado al tubo, me dediqué a seguir observando a las personas que me rodeaban. 

Vi a la empleada pública, bañada en sudor con su uniforme de gabardina marrón; aunque su cuerpo estaba allí, su mente no. Pude ver el inmigrante, en cuyo rostro se dibujaba la tristeza y la esperanza al mismo tiempo. Vi también al obsceno queriendo sobresalir por su vulgaridad y al bufón que alegraba ciertos tramos con sus ocurrencias.

No solo pude ver, sino también oír. Pude oír a una madre afanada que le daba lecciones de vida a su hijo de unos diez años. Le hablaba sobre el amor que debía mantener hacia su padre, aunque los hubiera abandonado. Le explicaba cómo cuidar de sus libros escolares usados que acababa de comprar y de los zapatos viejos que tendría que volver a usar. El niño asentía con más resignación que agrado.

Observé el guardia privado, con sus ropas tan desgastadas como su deseo de vivir. Le oí hablar de sus trasnoches, de sus rutas diarias y de sus edades: la que tiene y la que aparenta. 

Entrar en aquel autobús fue exponerme a un mundo que había olvidado. Aquello era una tribuna ambulante. Oí hablar de todo: de religión, del calentamiento global, de la inteligencia de los japoneses, de los alimentos transgénicos, de política, de la guerra y de la paz, de los éxitos de nuestros humildes atletas; se habló de todo, pero sin conclusiones. 

Absorto en la observación, no me di cuenta de haberme pasado de mi destino por dos paradas, por lo que tuve que completar mi ruta a pie. Pero me sirvió para reflexionar en el mundo que pasa a nuestro lado y que en ocasiones ignoramos; no porque no pertenezcamos, sino porque no lo queremos ver.

Solo Cristo puede darnos libertad de la indigencia espiritual y llevarnos al único destino seguro

Es el mundo de los que luchan más por existir que por vivir, de los que salen con las manos vacías y muchas veces regresan igual. Por aquello de la misteriosa soberanía de Dios, me vi con la única opción de buscar el propósito de aquella experiencia de la cual te hago partícipe. 

Entendí que debo orar más, que debo hacer más, debo pensar más sin dejar de actuar. Recordé que no es suficiente luchar por mis sueños cuando los demás no pueden ni siquiera dormir. Recordé que tengo que morir a mí mismo y despertar a la realidad de Dios; al mundo que existe y que en ocasiones no quiero ver.

Recordé la dramática condición de las almas que vagan en el laberinto de su propia existencia. Personas que necesitan la guía de Jesucristo. Él es el camino, la verdad, la vida, la luz y el destino (Jn 14:6; Fil 3:8). Solo Cristo puede darnos libertad de la indigencia espiritual y llevarnos al único destino seguro.

Los autobuses siguen sus rutas diarias, pero no solamente allí hay personas necesitadas. Caminan por las calles, los mercados y las plazas; visten de arrabal y de elegancia; anónimos y miembros distinguidos de la sociedad. Los unos y los otros necesitan con urgencia un Salvador. 

Tú y yo somos responsables de anunciarles el evangelio de salvación y dignidad en Jesús.

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