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Jeremías 23 – 25   y Efesios 3 – 4

“‘¡Ay de los pastores que destruyen y dispersan las ovejas de Mis prados!’, declara el Señor”
(Jeremías 23:1).

Recuerdo que cuando mi hija Adriana era muy pequeña y estaba durmiendo, yo me dedicaba a mirarla con detenimiento mientras oraba por ella. Había tomado la costumbre de acercarme a su cama cuando ya estaba durmiendo porque era el mejor momento para observarla sin que se estuviera moviendo de un lado para otro o hablándome sin parar. Yo me preguntaba mientras la veía cómo uno puede amar con tal intensidad. También sentía de repente la tremenda responsabilidad que el Señor nos concede al entregarnos una vida para cuidar y modelar. Al verla crecer, yo me daba cuenta de que ella iba adoptando, casi sin percibirlo, muchas de nuestras maneras, gustos, temores, y visiones del mundo.

Así como los padres vamos inculcando en nuestros hijos nuestra fe en Dios, también vamos tallando y educando su conciencia. También habrán hijos que fueron formados con la ausencia de sus padres, siguiendo otros modelos de vida. Algunos de nosotros podríamos afirmar con cierta tristeza que nuestros padres no nos dieron el tiempo, la presencia, y la enseñanza que necesitábamos cuando éramos niños o jóvenes. Pero déjame decirte que la crianza es un todo orgánico en donde vamos aprendiendo y conociendo de lo que se nos entrega y también de lo que se nos quita.

Recuerdo que hace bastante años atrás, mi hermano, su señora, y mi mamá, estuvieron visitándonos en Chile, donde vivíamos en ese momento. Yo ya tenía muchos años fuera de Perú y más años todavía fuera de casa. El contacto con mi hermano había quedado reducido a breves conversaciones cuando pasaba por Lima o escasas llamadas telefónicas. No eran tiempos de redes sociales ni de vídeos conferencias. Por eso la distancia se hacía aun mucho mayor. Sin embargo, al tenerlo en casa y observarlo mientras se desenvolvía con nosotros, me fui dando cuenta de cuánto nos parecíamos, como reaccionábamos de manera similar ante los mismos estímulos, y cómo aún el tono y cadencia de nuestras voces eran tan parecidos. Hasta teníamos manías casi idénticas. ¿Por qué se dan estas similitudes? Pues no son solo coincidencias genéticas, sino que son también los resultados de nuestra crianza, de la forma en que se nos modeló juntos para ver, entender, e interactuar en el mundo.

El pasaje de nuestra reflexión de hoy habla de los pastores. Con este nombre no se está refiriendo a las autoridades actuales de las iglesias, sino que en la Biblia se da el nombre figurado de “pastores” a todos los que ejercen autoridad y tienen bajo su cuidado a otras personas. En la Biblia siempre se toma esta autoridad como delegación de Dios (en la familia, en el trabajo, en la iglesia, etc.) para cumplir una función. A Él finalmente tendremos que dar cuentas de cada una de nuestras acciones y decisiones. Dios es finalmente el Señor, Creador, Padre, Jefe, y Soberano de toda la creación. Por lo tanto, tomaremos las enseñanzas de Jeremías desde nuestro propio lugar de autoridad como personas responsables de otras.

No podemos dejar que nuestra consciencia se quede tranquila y endurecida solo porque le estamos dando a los nuestros todo lo que materialmente necesitan.

La primera advertencia que lanza Jeremías tiene que ver con el hecho de que el pastor no mantuvo a sus ovejas juntas en el rebaño. El profeta dice en nombre de Dios: “Ustedes han dispersado Mis ovejas y las han ahuyentado, y no se han ocupado de ellas” (Jer. 23:2b). La primera demanda divina no tiene que ver con la provisión material, sino más bien con la identificación espiritual que consiga cohesión, unidad y comunión entre el pastor y sus ovejas. La falta de atención, el maltrato, y la dispersión son demostraciones del mal uso de la autoridad. Como pastores, debemos saber que no basta con tener las cuentas al día, no basta con tener la casa en buenas condiciones y el refrigerador lleno. No podemos dejar que nuestra consciencia se quede tranquila y endurecida solo porque le estamos dando a los nuestros todo lo que materialmente necesitan.

El orden, el ayudar a encontrar propósitos y objetivos, el afecto sincero, la comunión espiritual y la fortaleza anímica son elementos primarios del liderazgo espiritual que no pueden quedar reducidos a un discurso por aniversario, los tiempos libres, las navidades, o las vacaciones. Podemos vivir en una casa donde las habitaciones están muy cercanas las unas de las otras, pero un mal pastoreo puede hacer que todos los miembros de la familia vivan emocionalmente a miles de kilómetros de distancia. Pueden tenerlo todo en casa, pero al mismo tiempo pueden desear con todas sus fuerzas mantenerse lo más lejos posible de ella. Pueden sentarse a comer manjares juntos, pero solo estar realmente conectados con sus celulares. ¿Por qué? Porque la primera responsabilidad del “pastor” es fomentar la unidad y la seguridad que provee el deseo de permanecer juntos. Porque no podrá haber cercanía sin acuerdo. No podrá haber unión sin disposición para compartir. No podrá haber armonía si el director de la orquesta no da señales claras, o si desprecia la melodía y menosprecia a los músicos.

Jeremías condena en segundo lugar a los profetas de Jerusalén, quienes eran los encargados de llevar el consejo de Dios al pueblo. El Señor tiene que reprenderlos con dureza: “También entre los profetas de Jerusalén he visto algo horrible: Cometían adulterio y andaban en mentiras; fortalecían las manos de los malhechores, sin convertirse ninguno de su maldad. Todos ellos son para mí como Sodoma, y sus habitantes como Gomorra” (Jer. 23:14).

El amor no muere solo, nosotros lo matamos cuando lo descuidamos y cuando se convierte solo en palabras sin sentido.

El segundo fruto de un mal pastoreo se observa cuando entre las ovejas notamos asombro y  turbación en vez de paz y sosiego. Este desconcierto no es simplemente producto de la inmadurez o la imaginación de las ovejas. Por el contrario, el desconcierto se produce cuando la autoridad es inconsecuente entre sus palabras y sus actos. Tenemos que declarar que esta es la más común de nuestras faltas porque, ¿cuántas veces hemos prometido lo que luego no cumplimos? ¿Cuántas veces ponemos reglas que quebramos a vista y paciencia de todo el mundo? ¿Cuántas veces negamos con nuestros actos lo que a los demás les exigimos con gritos y palabrotas? Todas estas inconsistencias se generan entre los que nos rodean y ellos terminan perplejos y confusos. Y lo más triste es que después cunde la apatía, la desconfianza, la indiferencia, y lo peor de todo es que nace un profundo cinismo porque las ovejas se endurecen y ya no están dispuestas a creer en nada ni en nadie.

La autoridad “pastoral” bíblica tiene como fundamento el amor por nuestras ovejas. Esto es igual para padres, pastores o gerentes. Los que están en autoridad no solo pueden “amar su trabajo”, sino que también deben tener afecto por los que los acompañan a alcanzar sus objetivos. La manifestación más evidente del amor es el cuidado y la atención preferente por el objeto amado. Cuando el amor se desvanece o se olvida, caemos en el desapego, la permanente postergación, y el olvido por falta de interés. Cuando esto ocurre, la mejor excusa es que nos encontramos sumamente ocupados, y ésta y otras preocupaciones son las excusas para nuestra distracción. Pero sabes, te invito a que hagamos una evaluación sincera y más profunda de nuestro pastoreo. Podemos haber descuidado el amor por los nuestros (esposa, hijos, familiares, empleados, subordinados, miembros de nuestra iglesia, cualquiera que esté bajo nuestra responsabilidad), lo que ya es malo. Pero es mucho más malo dejar morir el afecto, justificando su deceso por causas naturales. El amor no muere solo, nosotros lo matamos cuando lo descuidamos y cuando se convierte solo en palabras sin sentido, y cuando no se demuestra con evidencias claras en los niveles básicos de lo diario y cotidiano.

El verbo que define la acción del pastor es la palabra apacentar. Esto significaba para los pastores genuinos buscar pastos para alimentar al ganado. Para los que estamos utilizando la analogía, apacentar significa instruir, enseñar, y dirigir a los que están bajo nuestra autoridad. Una vez vi una película en donde un padre se quejaba del mal comportamiento de su hija, y lo poco que ella se estaba pareciendo a él. Un amigo, al que le contaba su desilusión, le dijo: “El problema es que tú no eres su padre. Su padre es Jon Bon Jovi y su madre Madonna. Ellos están más cerca de ella que tú, y ellos son sus patrones de vida”. Nuestra sociedad individualista nos engaña haciéndonos creer que ya no existen modelos y que todos son genuinos en su poderosa individualidad. Nosotros mismos muchas veces justificamos nuestras inconsistencias diciendo que no tenemos que ser “ejemplo” para nadie. Sin embargo, si tenemos a alguien bajo nuestra responsabilidad y cuidado no debemos renunciar a ser maestros, modelos, consejeros, y guías. ¿Por qué no desear que sean como uno, a no ser que tú mismo te avergüences de cómo eres? Nadie dice que debemos ser perfectos o que impongamos por la fuerza lo que somos, pero sí que luchemos cada día por vivir por encima de la mediocridad y que vivamos para la gloria de Dios.

Si tenemos a alguien bajo nuestra responsabilidad y cuidado no debemos renunciar a ser maestros, modelos, consejeros, y guías.

Al igual que la reflexión anterior, nuevamente nos sentimos sobrecogidos con la responsabilidad y el temor al fracaso porque es más común y está más cerca de lo que imaginamos. El Señor se lamentaba de que los profetas de Jerusalén fueran muy activos pero poco sabios y comprometidos con el Señor. Como lo ilustra Jeremías: “Pero si ellos hubieran estado en mi consejo, habrían hecho oír Mis palabras a Mi pueblo, y lo habrían hecho volver de su mal camino y de la maldad de sus obras” (Jer. 23:22). Yo me pregunto, ¿a qué dedicaron toda su fuerza y energía esos supuestos emisarios del Señor? Sin duda, no hicieron lo fundamental y solo se dedicaron a lo accesorio. Lo peor de todo es que no estuvieron en la presencia del Señor y escucharon su consejo. Un líder espiritual en cualquier área de la vida no puede ser eficiente si no reconoce que no puede dirigir a nadie sin antes ser dirigido por el Señor.

El apóstol Pablo se acerca a nosotros para develar el misterio de la gracia siempre vital en Jesucristo. En breves, pero muy estimulantes palabras, él nos describe el sendero de su propia victoria: “Por esta causa, pues, doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien recibe nombre toda familia en el cielo y en la tierra. Le ruego que Él les conceda a ustedes, conforme a las riquezas de Su gloria, el ser fortalecidos con poder por Su Espíritu en el hombre interior” (Ef. 3:14-16).

Es muy intensa la petición del apóstol al Señor para que los cristianos de Éfeso puedan encontrar poder en Él para fortalecerse en el interior de su alma. ¿Por qué esa insistencia? Porque de nada le valen al hombre tener las mejores armas si tiene un corazón debilitado por las circunstancias. Pueden haber situaciones en las que todo está en contra, pero si tenemos un corazón fortalecido podremos revertir o soportar cualquier situación Pueden haber situaciones en donde lo estamos perdiendo todo, pero si el Señor fortifica nuestro corazón tendremos la energía para mantener lo que vale la pena. Podremos pasar por las situaciones más dolorosas y tristes de nuestra existencia, pero si Jesucristo mora en nuestro corazón, nunca se apagará la luz de esperanza porque Él es “Aquél que es poderoso para hacer todo mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que obra en nosotros” (Ef. 3:20).

No veamos nuestras responsabilidades como un castigo o una maldición, sino más como oportunidades para ser colaboradores con el Señor.

Trabajemos con nuestra vida interior, hasta el punto que rebalse y colme toda nuestra vida exterior. Durante mucho tiempo nos preocupamos por las apariencias, pero ahora como cristianos no necesitamos aparentar nada porque somos hijos de Dios. Por eso: “en cuanto a la anterior manera de vivir, ustedes se despojen del viejo hombre, que se corrompe según los deseos engañosos, y que sean renovados en el espíritu de su mente, y se vistan del nuevo hombre, el cual, en la semejanza de Dios, ha sido creado en la justicia y santidad de la verdad” (Ef. 4:22-24).

No veamos nuestras responsabilidades o el ejercicio de nuestra autoridad como un castigo o una maldición, sino más como oportunidades para ser colaboradores con el Señor para engrandecer la vida de los que nos rodean y también las nuestras. El resultado final será una evidente manifestación de fuerte confianza, en donde todos podremos desarrollar nuestras potencialidades sin sentirnos intimidados, sin que nadie nos menosprecie por lo que somos, sino que en cada persona buscaremos y trabajaremos para que lleguen a ser lo que deben ser para la gloria de Dios.


Imagen: Lightstock.
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