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Isaías 54-60 y 2 Corintios 6-7

“Inclinen su oído y vengan a Mí,
Escuchen y vivirá su alma.
Y haré con ustedes un pacto eterno,
Conforme a las fieles misericordias mostradas a David”
(Isaías 55:3).

Dimitri Kanevsky es un hombre sordo y con tremendas dotes científicas y matemáticas. Entre sus logros tecnológicos está la creación del software que puede convertir voz en texto, como el que usan algunos celulares para marcar los números telefónicos solo con una orden de voz. Quizá, el deseo de crear y luego perfeccionar estos instrumentos se debió a que Kanevsky tuvo que lidiar con sus deseos de aprender matemáticas en la universidad sin más privilegio que el solo hecho de haber sido autorizado para participar en las clases. Con una voluntad de hierro, Dimitri tuvo que aprender a leer los labios de sus profesores y compañeros dentro de un ambiente en donde solo se hablaba de fórmulas matemáticas, ecuaciones, y símbolos en ruso y en inglés.

Su problema lo llevó a inventar, algún tiempo después, un pequeño motor portátil que transforma las ondas sonoras de la voz en vibraciones de baja frecuencia que se pueden sentir en la piel. Este instrumento le ayudaba a aprender a leer los labios de las personas a las que iba conociendo. Justamente, a diferencia de otros expertos, la incapacidad auditiva de Kanevsky le permitió pensar en el habla más en términos matemáticos que acústicos. Dimitri Kanevsky salió a la luz pública y se volvió famoso debido a la invención de un pequeño computador con un micrófono incorporado que podía transcribir todo lo que escuchaba. Al parecer, también podría inferir que muchas oportunidades nuevas se están abriendo para aquellos que no tienen la posibilidad de escuchar con los oídos, pero sí están dispuestos a prestar atención con todo el corazón.

Una de los más grandes y más desobedecidos mandatos de Dios es a escucharle con atención. Para los que nunca hemos perdido nuestras capacidades auditivas, el hecho de oír es una práctica cotidiana de la que pocas veces tomamos conciencia de su importancia. Pero, ¿podríamos vivir como lo hacemos hasta ahora sin el sentido del oído? ¿Qué pasaría si solo viéramos, por ejemplo, un programa de televisión sin poder escucharlo? ¿Qué pasaría si solo pudiéramos observar una clase sin poder oír la voz del profesor?

¿Por qué debemos escuchar a Dios en la Biblia? Porque sus palabras son vida para nosotros.

El escuchar es un don de Dios que nos permite vivir la vida de una manera completa, abriendo una dimensión acústica necesaria que completa nuestra capacidad de entender el mundo que nos rodea. La audición también es un don que no se puede cambiar por ningún otro y que tiene como único fin el escuchar la voz de Dios. ¿Por qué debemos escuchar a Dios en la Biblia? Porque sus palabras son vida para nosotros y Él, al ser el Soberano Señor de nuestras vidas, desea manifestarnos sus planes y propósitos.

Muchos se estarán preguntando: ¿Somos capaces de escuchar a Dios? Es posible que estén pensando en una voz audible y tronante que nos haga estremecer hasta los huesos. Sin embargo, debemos pensar en la voz de Dios como Kanevsky entendía las voces humanas: no en términos acústicos solamente, sino como un diseño que podía ser descubierto y decodificado más allá de las ondas sonoras que alguien pudiera emitir en el aire.

Los cristianos entendemos que Dios nos habla de forma espiritual, o como decía el apóstol Pablo: “Porque entre los hombres, ¿quién conoce los pensamientos de un hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Asimismo, nadie conoce los pensamientos de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros hemos recibido, no el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos lo que Dios nos ha dado gratuitamente” (1Co. 2:11-12). Nosotros somos incapaces de oír la voz de Dios de forma audible, pero somos capaces de percibirla mediante la presencia del Espíritu Santo en nuestra vida que decodifica el consejo de Dios en su Palabra para que sea audible por nuestro corazón. De allí que la gran demanda del Señor sea que prestemos atención a aquello que Él nos ha concedido mediante la dirección del Espíritu Santo.

Una buena disposición a oír nace del hecho de que todo lo que Dios tiene para decirnos escapa a cualquier posibilidad intelectual, material, o anímica; esto es, que siempre seremos sorprendidos por sus consejos y su sabiduría que exceden a todo lo que conocemos o podemos aprender con nuestros sentidos y la capacidades humanas. El Señor dice: “Porque Mis pensamientos no son los pensamientos de ustedes, Ni sus caminos son Mis caminos… Porque como los cielos son más altos que la tierra, Así Mis caminos son más altos que sus caminos, Y Mis pensamientos más que sus pensamientos” (Is. 55:8-9).

Escuchar a Dios provee dirección a la vida y sabiduría más allá de todos nuestros conocimientos.

Por ejemplo, en el mundo existe una infinidad de especialistas de los cuales dependemos para poder clarificar un sinnúmero de asuntos domésticos. Abogados, médicos, diseñadores, ingenieros, y muchos más, ejercen sobre nosotros influencia en la medida en que ellos están capacitados para mostrarnos aquello que nuestros novatos ojos no pueden percibir a simple vista. Un resquicio legal, un pequeño tumor, una mejor combinación de colores, una falla estructural, son las cosas que ellos nos pueden mostrar. Por eso es que escucharles con atención es un asunto vital porque dependemos de ellos. En el mismo sentido, escuchar a Dios provee dirección a la vida y sabiduría más allá de todos nuestros conocimientos y es requerido para vivir la vida que Él espera que vivamos.

Escuchar a Dios no significa darle la espalda a nuestra realidad mundana y volvernos a una realidad más allá del sol. Por el contrario, de lo que se trata es de darle un nuevo sentido y una nueva interpretación a todo lo que nos pueda estar pasando, pero ahora desde la opinión soberana y bien informada de nuestro Dios.

Isaías lo escribe así: “Porque así dice el Alto y Sublime Que vive para siempre, cuyo nombre es Santo: ‘Yo habito en lo alto y santo, Y también con el contrito y humilde de espíritu, Para vivificar el espíritu de los humildes Y para vivificar el corazón de los contritos’” (Is. 57:15). Así como el médico no se jacta de sus títulos académicos para demostrar su superioridad, sino para salvar más vidas humanas, así también la grandeza de nuestro Señor se manifiesta en su socorro oportuno y en su consejo adecuado para nuestro bien.

Por otro lado, escucharle no es solamente saber lo que Él quiere que hagamos, sino poder estar atento a lo que Él nos muestra de sí mismo y de la relación que quiere establecer con nosotros. Escuchar sus promesas, sus palabras de aliento, sus amonestaciones, y sus declaraciones son instantes en donde podemos percibir el carácter y el poder de Dios desplegado para nuestro bien. Recordemos que solo bastó su Palabra para crear cielos y tierra. Ahora imaginemos todo lo demás que puede hacer en nosotros cuando nos disponemos a prestar atención a esas palabras poderosas. Isaías dice, “Porque como descienden de los cielos la lluvia y la nieve, Y no vuelven allá sino que riegan la tierra, Haciéndola producir y germinar, Dando semilla al sembrador y pan al que come, Así será Mi palabra que sale de Mi boca, No volverá a Mí vacía Sin haber realizado lo que deseo, Y logrado el propósito para el cual la envié” (Is. 55:10-11).

Finalmente, escucho la voz de Dios porque en Él siempre encontraré dirección, aliento, y esperanza en medio de los afanes de la vida diaria. Y no solo eso, sino que también encontraré esos mandamientos perfectos que no permitirán que titubee o que me deje seducir por mí mismo, sino que serán la fuerza irrevocable a la que obedientemente me sujeto como se sujeta también el barro al alfarero.

Mi Dios no me ha dejado librado a mi sola intuición ni tampoco mi espiritualidad depende de mí. Él me habla y espera que lo escuche porque en su Palabra siempre encontraré vida para mi propia vida. Palabras como estas: “El Señor te guiará continuamente, Saciará tu deseo en los lugares áridos Y dará vigor a tus huesos. Serás como huerto regado Y como manantial cuyas aguas nunca faltan” (Is. 58:11). Estas no solo son frases hermosas; son en realidad palabras frescas que mi alma sedienta anhela, disfruta, y vive por ellas. Pídele al Señor que abra tus oídos y te dé hambre por su Palabra.

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