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Daniel 6-9:19 y 2 Pedro 3 – 1 Juan 1

“Cuando Daniel se enteró de la publicación del decreto, se fue a su casa y subió a su dormitorio, cuyas ventanas se abrían en dirección a Jerusalén. Allí se arrodilló y se puso a orar y alabar a Dios, pues tenía por costumbre orar tres veces al día” (Daniel 6:10 NVI).

Recuerdo cuando en una revista norteamericana apareció un artículo con los 15 ejecutivos jóvenes más descollantes dentro del mundo de los grandes negocios. Sus edades fluctuaban desde finales de la treintena para adelante, tenían los más altos grados académicos, dominaban varios idiomas, y gozaban de una vida cosmopolita. Cada uno de ellos había logrado una hazaña que le había reportado millones, y hasta billones de dólares de utilidades a sus compañías. Sin duda, se trata de hombres y mujeres visionarios, inteligentes y sagaces, que han sabido encontrar el lugar apropiado para pegar el suculento mordisco empresarial.

Sin embargo, el éxito no se puede medir solo en términos del tamaño de la cuenta bancaria porque la historia nos demuestra que las fortunas pueden nacer y morir en un santiamén. Por el contrario, todo verdadero éxito alcanza su verdadera cima cuando se corona después de sobrevivir al tiempo y las circunstancias. Por lo mismo, no sabemos cuántos de ellos llegarán a mantenerse en la moderna jungla de acero y vidrio sin ser devorados antes por otras fieras comerciales. Como dicen por allí los exitosos: “Alcanzar la cima fue fácil, lo más difícil fue permanecer en ella”.

Alguien que sabe del éxito mantenido en el tiempo es Daniel. Han pasado muchos años desde que, siendo aún muy joven, demostró su confianza en el Señor y logró sobrevivir y progresar en Babilonia. Había demostrado ser un hombre inteligente y culto, lo que le permitió alcanzar las posiciones más altas en su carrera profesional. En los capítulos que nos tocan leer hoy, él  ya es un anciano reconocido por un testimonio intachable y una fe indeclinable. Su fortaleza espiritual le ha llevado a mantenerse en los más altos niveles del poder a pesar de los profundos cambios políticos, las intrigas palaciegas, y las tentaciones que trae consigo estar en las altas esferas del poder.

Pero como siempre pasa en medio de los seres humanos, una vez más sus enemigos le estaban tendiendo una trampa para hacerlo caer y poder destruirlo. Ellos habían tratado de encontrarle una mancha en su dilatada trayectoria, pero no pudieron hallar nada. “Entonces los administradores y los sátrapas empezaron a buscar algún motivo para acusar a Daniel de malos manejos en los negocios del reino. Sin embargo, no encontraron de qué acusarlo porque, lejos de ser corrupto o negligente, Daniel era un hombre digno de confianza“ (Dn. 6:4 NVI).

Al no encontrarle tacha a su conducta, ellos decidieron buscar dentro de su impecable conducta algún punto que, debido justamente a su corrección, le genere algún tipo de tensión de fidelidad contra fidelidad. Dentro de todo lo fiel y honesto que era Daniel, ¿dónde podía ser absolutamente inclaudicable y generar un conflicto de intereses? Los que lo conocían de muchos años sabían que para él no había nada más importante que honrar a su Dios y cumplir sus leyes. Con el fin de crear tensión en su lealtad, ellos incitan al rey para que diese una orden de no adorar a otro dios que no sea el emperador mismo. Ellos sabían que Daniel no pensaría ni por un instante en desobedecer a su Dios.

Nuestro verdadero cimiento espiritual se origina en lo secreto y da fruto en medio de las decisiones privadas que vamos tomando en lo profundo de nuestra conciencia.

La historia es conocida y ustedes mismos la pueden leer: Daniel ni por un instante cambió sus hábitos espirituales. Por el contrario, ni se ocultó, ni se excusó por ser fiel. Simplemente hizo lo que había hecho durante toda su vida, fue fiel y honesto sin tener nada que ocultar. Daniel fue acusado y condenado a ser echado en un foso lleno de leones hambrientos. La historia nos dice que el Señor supo premiar la confianza de su viejo siervo preservando su vida. Al final, todos sus acusadores sirvieron de banquete y postre de las hambrientas fieras. 

Lo que quiero resaltar es que Daniel no cumplía con sus hábitos espirituales como consecuencia de una “ley” u “ordenanza” de Dios. No había ningún tipo de mandamiento que ordene orar tres veces al día con las ventanas abiertas o algo por el estilo. Tampoco había una reglamentación cartográfica con respecto de hacia dónde dirigir la oración. Sin embargo, él lo hacía por conciencia y convicción, por libre elección. Todo había nacido en el corazón de Daniel por pura gratitud y reverencia.

Daniel había elegido servir a Dios, y cada día preparaba amorosamente un encuentro con el Señor, que era la manifestación de su reconocimiento y dependencia hacia Él. Fueron su conciencia y su corazón lo que lo obligaron, por así decirlo, a poner en juego su vida. Pero presta atención: él no solo era religiosamente fiel; él era fiel en todo lo que hacía. Su relación de fidelidad con Dios había permeado todas las instancias de su vida. Interesante, ¿no? 

Esta libre elección de Daniel que permaneció en el tiempo y fue sostenida en medio de un tremendo riesgo, es sinónimo de una profunda y privada madurez espiritual. Nunca nos hubiéramos enterado de estas prácticas sino fuera por la acusación de sus enemigos. Este hombre de Dios nos enseña que nuestro verdadero cimiento espiritual se origina en lo secreto y da fruto en medio de las decisiones privadas que vamos tomando en lo profundo de nuestra conciencia. Está claro que la fidelidad del profeta no es consecuencia de los tiempos difíciles que se le presentaban. Daniel no oraba por temor al mandamiento del rey, sino porque “…tenía por costumbre orar tres veces al día”. Su vida estaba fortalecida por el hábito, y sus convicciones no se habían convertido en prácticas rutinarias y vacías, sino en verdaderas expresiones de un amor consciente, voluntario, y firme al Señor más allá de las circunstancias. 

La segunda venida de Jesucristo es la mayor esperanza que como cristianos guardamos en nuestro corazón.

El apóstol Pedro nos recuerda que el Señor vendrá por segunda vez de forma repentina: “Pero el día del Señor vendrá como un ladrón…” (2 Pe. 3:10 NVI). La segunda venida de Jesucristo es la mayor esperanza que como cristianos guardamos en nuestro corazón. Sin embargo, el carácter inminente y secreto de su arribo hace que siempre debamos dormir con las “botas puestas”, preparados para su repentina aparición. Será tan de repente, que no tendremos el tiempo para comprar un traje nuevo o hacernos un peinado especial para recibirlo, y no creo que esas frivolidades le interesen. Jesucristo nos encontrará en donde estemos y como estemos. No podremos apoyarnos en ninguna estructura humana, o escondernos debajo de una multitud, porque todo será repentinamente transformado. Lo único que tendremos será nuestro propio testimonio de vida interior y nuestros hábitos espirituales desarrollados en lo secreto de nuestra vida.

Por eso el apóstol Pedro insiste en aconsejar: “¿No deberían vivir ustedes como Dios manda, siguiendo una conducta intachable y esperando ansiosamente la venida de Dios?… Por eso, queridos hermanos mientras esperan estos acontecimientos, esfuércense para que Dios los halle sin mancha y sin defecto, y en paz con él” (2 Pe. 3:11-14 NVI, énfasis mío). 

Te invito a cimentar una relación con el Señor como la de Daniel: una verdadera y profunda relación de libre elección. Una relación más allá de las eventualidades, y probada en todas las circunstancias. Una relación que le diga diariamente al Señor que le tenemos confianza, y que anhelamos siempre serle fieles. Y lo más importante, que Él pueda saber que somos fieles porque cuando nadie nos ve, cuando nadie lo sabe, allá en lo secreto de nuestra vida, estamos ejercitándonos en mantener una fiel relación con Jesús porque así lo hemos decidido libremente.


Imagen: Lightstock.
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