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“Y le dijo Jehová: Ésta es la tierra de que juré a Abraham, a Isaac y a Jacob, diciendo: A tu descendencia la daré. Te he permitido verla con tus ojos, mas no pasarás allá”, Deuteronomio 34:4

El pueblo ha llegado: Dios ha cumplido. En este último capítulo de Deuteronomio somos transportados a ese momento cumbre cuando Moisés ha “terminado la carrera” y logrado su misión de llevar al pueblo de Dios a la Tierra Prometida. Una gran hazaña por muchas razones; tan solo considerar el tamaño de esta gran nación moviéndose por décadas por el desierto. Sin embargo, este pasaje en particular nos habla de ese sentimiento familiar en la experiencia humana: la desilusión. Ese sentir como que Dios fuera injusto con nosotros.

Sin embargo, debemos entender que en la economía de Dios, estos momentos representan evidencias de Su gracia obrando en nosotros. Moisés, ahora al final de su vida, se encuentra al borde de la Tierra Prometida. Pero a pesar de haber cumplido su misión exitosamente, Dios le recuerda que no podrá entrar en ella: solo la verá de lejos. Tenía que ver con ese episodio en el desierto, cuando el pueblo se encontraba murmurando otra vez, y al recibir la instrucción de Dios de que hablase a la piedra, Moisés en su frustración la había golpeado. Claro, el desobedecer a Dios trae como consecuencia Su disciplina, pero ¿tenía que ser ahora? ¿Justo al terminar su misión? ¿No pudiéramos acaso pensar que esto había sido solamente una “tecnicalidad” en las instrucciones específicas de Dios? Después de tal hazaña de llevar al pueblo a la Tierra Prometida, ¿no parece esto tan solo un pequeño detalle, algo quizás, injusto?

Al mirar más profundamente la vida de Moisés, podemos darnos cuenta que ese momento de disciplina de parte de Dios había sido un instante clave en su vida y ministerio, y que cuando él titubeó en medio de la presión, esos viejos ídolos y esa auto-justicia quisieron volver a tomar fuerza. Fue en esos comienzos del obrar de la gracia de Dios en su caminar cuando Moisés intentó en su propia justicia y fuerza “salvar” al pueblo de Dios la primera vez. Dios tenía algo mejor para él, y en Su infinita gracia y misericordia, intervino. Moisés tuvo que huir desilusionado y confuso de lo que me imagino creía era el propósito de su vida.

Después de todo, era claro que la mano de Dios le había no solo guardado de morir con el resto de niños israelitas ante la orden del Faraón, sino que le había llevado al mismo palacio del Faraón para ser adoptado por su hija. Podía ver cómo Dios le había dado la oportunidad de tener la mejor educación que una persona de su época pudiera haber tenido. En algún momento de su vida se había dado cuenta de su trasfondo, identificado con el pueblo de Dios, y pensado que era lógico que fuera él mismo la solución de Dios para su situación. Sin embargo, la preparación de Dios no era solamente humana: era una obra de salvación de él mismo, y que ahora al estar al final de su vida y al mirar atrás podía reconocer. Aquel hombre poderoso, orgulloso, educado en el palacio, fuerte de palabra y seguro de sí mismo, había sido quebrantado hasta ser un humilde pastor de las ovejas de su suegro, que titubeaba, tartamudeaba y era inseguro.

Cuando menos lo pensaba, Dios se le había aparecido y dicho que ahora sí estaba listo para Su misión. Esos años en el desierto habían sido el mejor entrenamiento ministerial de Dios para enseñarle los importantes principios de un liderazgo de paz (pastoreando), y que dirigiría el rebaño de Otro. Ahora sí era el mejor momento para comenzar la restauración de Moisés; para ser moldeado en las manos del Alfarero y para ser útil en los propósitos de Dios. El estar al borde de la entrada a la Tierra Prometida representaba para Moisés precisamente un recordatorio de esa gracia de Dios obrando en él a lo largo de su vida.

Un recordatorio del compromiso que Dios había mostrado como el Autor y el Consumador de su fe. Un recordatorio de la fidelidad de Dios al moldearle el corazón conforme al Suyo. Un recordatorio de cómo su Padre celestial no había dejado que se conformara con anhelos terrenales. Casi puedo asegurar que Moisés termina su vida y su ministerio tranquilo y descansando solo en el Señor, con una sonrisa en su rostro. Su significado, satisfacción o seguridad no estaban en su servicio o misión o ministerio; ni siquiera estaban en la Tierra Prometida: se encontraban en el Señor mismo como su Dios y Padre. Moisés es ahora libre del anhelo de la Tierra Prometida al encontrarse en la misma presencia de Dios.

¿Dónde quedamos nosotros? Si Moisés podía encontrar su plenitud en Dios, cuánto más nosotros que tenemos un panorama aún más claro y no “de lejos” de la gracia y misericordia de Dios en la obra de Jesús en la cruz del Calvario, que hemos recibido la bendición de ser adoptados a la familia de Dios por la justificación de nuestras almas. Recordemos entonces que esos momentos que hoy nos parecen “injustos” son quizá los momentos cuando Dios más está mostrando Su gracia y misericordia, salvándonos de nosotros mismos y dándonos algo mejor, “y vosotros estáis completos en él”, Col. 2:10. Piensa en esto y encuentra tu descanso en Él.

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