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La Reforma protestante es el despliego de la gracia de Dios con más efectos y más cambios en el mundo que se han dado desde el nacimiento y la temprana expansión de la Iglesia. No fue un acto singular, ni liderado por un hombre. Este movimiento que alteró la historia sucedió en diferentes etapas a lo largo de muchas décadas.

Su impacto cumulativo, sin embargo, fue enorme. Philip Schaff, el notable historiador de la Iglesia, escribe: “La reforma del siglo XVI es, después de la introducción del cristianismo, el más grande evento en la historia. Marca el final de la Edad Media y el principio de la Edad Moderna. Comenzando con la religión, le dio de manera directa e indirecta un impulso a todo movimiento progresista, e hizo del protestantismo la fuerza principal impulsora en la historia de la civilización moderna”. La Reforma fue, vitalmente, el recobrar el verdadero evangelio de Jesucristo, y esa restauración tuvo influencia sin paralelo en las iglesias, naciones, y el flujo de la civilización de occidente.

Bajo la guía de la mano de Dios, el escenario del mundo había sido preparado especialmente para la Reforma. La iglesia necesitaba desesperadamente una reforma. La oscuridad espiritual se personificaba en la Iglesia Católica Romana. La Biblia era un libro cerrado. La ignorancia espiritual regía las mentes de la gente. El evangelio había sido pervertido. La tradición de la iglesia había pisoteado la verdad divina. La santidad personal se había abandonado. La peste putrefacta de las tradiciones humanas cubrían al papa y a los sacerdotes. La corrupción impía contaminaba el dogma y la práctica.

Por el otro lado, se avecinaba una nueva era. Los estados feudales se convertían en naciones estado. La exploración se expandía. Cristóbal Colón descubrió el nuevo mundo en 1492. Se abrían nuevas rutas de comercio. La clase media crecía. Las oportunidades de aprendizaje se abrían. El conocimiento se multiplicaba.

La invención de la imprenta por Juan Gutenberg (1454) había mejorado grandemente la diseminación de ideas. Bajo todas estas influencias, el Renacimiento estaba a medio día. Además, una nueva alteración en la escena mundial pronto vendría en la reforma protestante del siglo XVI, trayendo grandes cambios especialmente en la Iglesia de Jesucristo.

A la luz de ese cambio dramático, se pueden hacer algunas preguntas: ¿Qué factores llevaron la Reforma protestante?¿Dónde nació la Reforma protestante? ¿Cómo es que sucedió este poderoso movimiento? ¿Dónde se esparció? ¿Quiénes fueron los líderes clave que encendieron la llama? ¿Qué verdades bíblicas se desplegaron en el mundo en este tiempo? Para responder a estas, debemos enfocarnos en esos gigantes de la fe que guiaron la Reforma.

Los reformadores magisteriales

Al comienzo del siglo XVI, Dios comenzó a levantar una serie de figuras con voluntad fuerte conocidos en la historia como los reformadores. Ya habían existido reformadores antes en la Iglesia, pero aquellos que vinieron a ser prominentes en este período fueron los más educados, los más santos, y los líderes más fieles de la Reforma que la Iglesia jamás había visto.

Estos hombres estaban empapados en la Escritura, y tenían como marca distintiva su valentía audaz en medio de la oposición. Cobraban valor por las profundas convicciones que tenían acerca de la verdad, además de un amor por la Iglesia de Cristo que los llevaba a intentar traerla a ese estándar eterno. En términos simples, querían ver al pueblo de Dios adorándolo de acuerdo a la Escritura. Estos hombres eran luces que brillaban en un día oscuro.

“Los reformadores no se veían como inventores, descubridores, o creadores”, dice el historiador Stephen Nichols; “más bien, veían sus esfuerzos como un redescubrimiento. No hacían algo desde cero, sino revivían algo muerto. Miraban atrás a la Biblia y a la era apostólica, igualmente a los primeros padres de la Iglesia como Agustín (354–430), para encontrar el molde con el cual formarían y reformarían la Iglesia. Los reformadores tenían un dicho: ‘Ecclesia reformata, semper reformanda’, el cual significaba: ‘La iglesia reformada, siempre reformándose’”.

Los reformadores magisteriales son así llamados porque sus reformas fueron apoyadas por al menos algunas autoridades, o magistrados, y porque creían en que los magistrados civiles debían hacer cumplir la verdadera fe.

Este término los distingue de los reformadores radicales (anabautistas), cuyas labores no tuvieron apoyo magisterial. Los reformadores también son llamados magisteriales porque la palabra magisterio puede significar “maestro”, y los reformadores magisteriales enfatizaron con fuerza la autoridad de los maestros.

Solo la Escritura

Con el paso del tiempo, el mensaje de los reformadores se encapsuló en cinco frases conocidas como las solas de la reforma: sola Scriptura (“solo la Escritura”), solus Christus (“solo Cristo”), sola gratia (“solo por gracia”), sola fide (“solo por la fe”), y soli Deo gloria (“solo a Dios gloria”). De estos, sola Scriptura se convirtió en el punto de referencia del movimiento.

Solo hay tres formas de autoridad espiritual. Primero, la autoridad del Señor y su revelación escrita. Segundo, la autoridad de la Iglesia y sus líderes. Tercero, la autoridad de la razón humana. Cuando los reformadores decían: “Solo la Escritura”, expresaban su compromiso a la autoridad de Dios expresada en la Biblia.

James Montgomery Boice habla de esa creencia fundamental: “La Biblia solamente es nuestra autoridad final —no el papa, no la iglesia, no las tradiciones o concilios de la iglesia, mucho menos las intimaciones o sentimientos subjetivos, sino solo la Escritura”. La Eeforma fue esencialmente una crisis sobre cuál autoridad debía tener la primacía. Roma reclamaba que la autoridad de la iglesia recaía sobre las Escrituras y la tradición, las Escrituras y el papa, las Escrituras y los concilios de la iglesia. Pero los reformadores creían que la autoridad pertenecía a la Escritura solamente.

Schaff escribe: “Mientras que los humanistas miraron atrás a los antiguos clásicos y revivieron el espíritu del paganismo griego y romano, los reformadores miraron atrás a las Sagradas Escrituras en las lenguas originales, y revivieron el espíritu del cristianismo apostólico. Estaban en fuego con un entusiasmo por el evangelio de una manera no vista desde los días de Pablo. Cristo resucitó de la tumba de las tradiciones humanas y predicó otra vez sus palabras de vida y poder. La Biblia, que era un libro para los sacerdotes solamente, fue traducida de nuevo y mejor que nunca a las lenguas vernáculas de Europa, y se convirtió en un libro del pueblo. Todo hombre cristiano podía ya ir a la fuente de inspiración, y sentarse a los pies del Maestro divino, sin permiso y sin intervención un sacerdote”.

La fuente de la gracia soberana

Este compromiso con la Escritura llevó al redescubrimiento de las doctrinas de la gracia. Cualquier regreso a la Biblia de manera inevitable lleva a la verdad de la soberanía de Dios en la salvación por gracia. Las otras cuatro solas —solus Christus, sola gratia, sola fide, y soli Deo gloria— fluyen de sola Scriptura.

El primer reformador fue un monje agustino que clavó las noventa y cinco tesis en contra de la práctica católica romana de vender indulgencias. Lo que hizo en las puertas del castillo-iglesia de Wittenberg, Alemania, el 31 de octubre de 1517. Su nombre fue Martín Lutero (1483–1546). Este acto valeroso por un monje con un martillo lanzó la Reforma. Otros reformadores vinieron después, como Ulrico Zwingli (1484–1531), Hugh Latimer (1487–1555), Martín Bucer (1491–1551), William Tyndale (ca. 1494–1536), Felipe Melanchthon (1497–1560), Juan Rogers (1500–1555), Heinrich Bullinger (1504–1575), y Juan Calvino (1509–1564). Todos ellos estuvieron firmemente comprometidos con las verdades de la Escritura y la gracia soberana.


Publicado originalmente en Ligonier. Traducido por Emanuel Elizondo.
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